Mi madre no hace más que decirme que soy muy cría todavía
para estar pensando en chicos, que tengo que centrarme en los estudios, porque
son los que me abrirán las puertas del futuro. Y digo yo, ¡qué será eso del
futuro!; creo que se refiere a cuando yo sea como ella y esté con hijos y tenga
que preocuparme de lo que valen la leche y las galletas. Se pone muy pesada con
que no podemos comprar todo lo que se nos pase por la cabeza; al parecer, no
nos llega el dinero para acabar el mes. Y no veas cómo me enfada no poder desayunar
lo que me gusta, pero todavía más aún que no me compren los pañuelos que venden
en el mercadillo de Móstoles y que tanto me flipan. ¿Qué culpa tengo yo de la
luz, el agua o el gas? Sólo quiero que él me vea muy guapa, que se acerque a
decirme lo mucho que le molan mis zapatillas nuevas y que me mire como si no
hubiera nadie más alrededor.
Lo veo en mis sueños. En realidad, cuando me voy a dormir lo
que hago es cerrar los ojos e imaginar que mi espíritu se separa de mi carne y
viaja desde mi habitación, por todo el pueblo, hasta la suya. Puedo entrar en
su casa, verle con su familia, cenando, viendo la tele o pensando en mí cuando
ya se queda solo en la oscuridad de su cama. Y así, con el alma de excursión,
termino cogiendo el sueño hasta el día siguiente.
Hay otras niñas que siempre revolotean a su alrededor. A mí
se me llena la cabeza de rabia e impotencia. Quiero ser yo en quien se fije. Y
sé que lo hace. Siento que cuando se encuentra conmigo sólo existo yo, Y
entonces, siempre se acerca a mí, me dice que le gusta el color de mi jersey y el
de mi pañuelo, agarra mi mano y me lleva hasta donde se apagan las luces y ya
no hay calles, para contarme qué es eso de besar, mientras me muestra el mapa
de estrellas y caricias que el cielo de noche custodia.
En clase ando siempre perdida, ausente. Me da igual el
examen de ciencias y los quebrados o las fracciones. Yo todo lo quiero entero,
sin dividir, que un beso repartido no sabe igual y te deja con sensación de que
algo se ha perdido entre los nervios y la emoción de poder ser descubierto sin
querer.
“Continuamos con la lectura de la semana pasada, la de Los
amores lunáticos, ¿os acordáis? Ya sabéis, en voz alta, que os veo muy
atropellados y si no sois capaces de seguir la música del texto no podréis
llegar a entenderlo”. Es un poco peculiar esta profesora. Sólo está con
nosotros dos horas a la semana y no sé si alegrarme o escribir una carta al
director para que hagan el favor de traerla todos los días. Dice que no, que
tanto ejercicio de Lengua nos va a terminar secando el cerebro; se pone muy
seria cuando empieza a explicarnos por qué a leer y a escribir se aprende
tirándose a la piscina ésa de la que siempre habla. No sé si me entero mucho de
qué va esto, pero siempre salimos de clase con alguna historieta suya bajo el
brazo.
Ese lunes continuamos con el librito que llevamos intentando
terminar desde noviembre. Entre las risas de unos y las bolas de papel de Juan,
el follonero de la clase, no hay manera de que pasemos de capítulo. A
tropezones, por lo mucho que molestamos y los parones que hace la profe para
explicarnos el significado de algunas palabras, llegamos a la página 45, en la
que a todos, en especial a las chicas, se nos dibujó una tonta sonrisa en los
labios. Allí, el protagonista describía su beso con la guapa del libro, “su
almíbar emocionado al rozar ese contorno rosa de sus labios…”. No creo que
entendiera todas las palabras, pero las chicas y yo nos miramos como diciendo “eso
sabe a beso, a uno de los dulces” y nos echamos a reír, con nerviosismo de “pava
quinceañera”, que dice mi hermano.
“A ver, chicos. ¡Cómo sois, de verdad! Parecéis recién
salidos del cascarón… ¡Ay, qué hermosa inocencia!”. Más risa se me venía a la
cabeza de escucharla hablando de “candidez” y “sentimentalismos”, que decía
ella. No tengo muy claro que los mayores sepan qué gusanillo nos atrapa el
estómago cuando soñamos con que el chico que más nos gusta nos besa en los
labios…
- Igual creéis que yo soy extraterrestre y no sé qué es eso
del primero beso potente, el del primer amor…
- Cuéntalo, profe. ¿Tú te acuerdas del primer chico que te
besó?
-¡Que si me acuerdo, dices; anda que estás tú buena, niña!
Esas cosas no es que se recuerden, es que se quedan grabadas a fuego, para
siempre, en las neuronas sabias, las de la memoria eterna… ¡Cómo iba a olvidar
ese 30 de enero de 1992!
-¡Hala, profe!¡ Ahora dirás que hasta de la hora te
acuerdas!
-¿Lo dudáis? Mira, esto no va a ser clase de Lengua. Va a
ser el tema 0, dedicado a “episodios memorables de la vida y la obra”… Yo tenía
vuestra edad, más o menos. Ahora, ya os lo adelanto, que ni móviles, ni
mensajes instantáneos ni historias tecnológicas; nosotros no recuerdo cómo
quedábamos, pero, una vez concertada la cita, no había marcha atrás, porque, en
caso de arrepentirte, o buscabas en el listín telefónico el número de la casa
del chico o chica, arriesgándote a que se pusiera su padre, o, lo que es peor,
su madre, o simplemente dejabas que al individuo le salieran canas esperándote
en el sitio de marras. Cuando a mí, aquel muchacho de paso elegante me dijo “te
espero a las ocho y cuarto en el Yes”
supe que tenía que presentarme como a una guerra, puntual y sin miedo, no a las
ocho, sino a las siete y media, no se me fuera a hacer tarde. Mi amiga Mari,
que no es muy de arreglarse, me prestó un pantalón de peto color burdeos y yo
lo combiné con una blusa de flores alegres; mi zapatones con cordones, como era
moda, y un abrigo de paño azul marino. ¡No te rías, que bien mona que iba”.
A todos se nos iban las risas; parecía una chalada sacada de
la televisión antigua, la que mi padre tiró hace poco y pesaba una tonelada,
con pantalla de vidrio y colores chillones. Pero era gracioso escucharla…
“Cuando llegué, creyéndome puntual, me di cuenta de que él
me había ganado. Llevaba una gabardina y, con ella aún puesta, jugaba al
billar, él solo, como si fuera un hombre de catorce años. O estaba loco o Paul
Newman se estaba encarnando, masculinamente serio, con aire de seductor,
delante de la pazguata del pueblo de al lado, que era yo. Y con cara de boba me
quedé, observando cómo aquellas bolas de colores iban de acá para allá sobre su
mesa de baile. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que él me sugirió salir a
la calle, a pasear y charlar, que aun siendo enero no se notaba frío cerca del
mar. Y allá que nos fuimos, callejeando y parloteando sobre sabe Dios qué.
Llegamos a la puerta del cine de verano; no había nadie que anduviese en
invierno merodeando el contorno, así que nos sentamos tranquilos en un banco de
piedra blanca, como si fuésemos a recoger
las entradas de la sesión continua. El mejor primer plano, el de ese mágico beso…”.
A mí esta profe me mata. ¿¡Qué hace contándonos esas cosas!?
No sé qué iba a pensar mi madre si nos viera a todos por un agujerito, con cara
de bobos, escuchando las historias de esta pirada de los dictados y las
redacciones.
“… Su mano, de dedos finos y alargados, se deslizó sobre mi
cabeza, acariciando mi pelo, bajando hasta alcanzar el cuello y, entonces, ciñéndolo
contra él, hizo que mis labios terminaran encontrándose con los suyos. De repente,
se me olvidó dónde estaba; durante segundos, que me parecieron horas o días o
una vida entera, se me había anegado el estómago de mariposas y sentía la miel de
su boca en mi boca…”.
En seguida saltó Ana, rompiendo la magia, “¡y sentiste que
se te derretía el cerebro! ¿a que sí, profe? Eso me ha pasado a mí. El muchacho
con el que voy ahora es un poco mayor que yo. No creas, no ha pasado nada de
mayores… Pero, cuando me besa, yo también tengo mariposas de ésas…”.
Nos miró sonriéndose, comprendiendo. Le preguntamos si aquel
chico fue su novio de siempre. No recuerdo bien lo que nos respondió, pero
entendí que no, que “sus besos iban y venían, pero nunca se quedaron”. Yo no
quería que a mí me pasara eso. ¡Qué triste! Si es verdad que le gusto y que los
colores de mi pañuelo son los más bonitos del mundo, pues tiene que ser así
para siempre. Porque el amor es para siempre, ¿no, mamá? “Ay, hija, claro, pero
el siempre no es siempre el mismo; es un siempre distinto, con el amor de
antes, pero no el de siempre”.
No me entero de nada con esta madre mía, que o no sabe o me
está engañando. Su marido es el mismo marido de siempre, pero ¿su amor no es
como siempre? ¿Hasta cuándo dura el siempre? ¿Aguanta hasta que uno se muere y
el otro, roto en tristeza, le llora? ¿O el siempre no entiende de muertes y se
alarga incluso después, en el más allá, aunque allí no haya besos ni mariposas?
Me angustian al final tantos siempres cuando aún no tengo ni
un ahora, porque digo yo que poco promete el final si no se arranca ya la
película. Espero el día, impaciente. Quizá no lleve blusa de flores y abrigo azul,
que eso ya no se lleva, pero acudiré puntual a mi cita con mi chico de
gabardina color tierra y paso elegante. ¡Ay, que no, que ése era el del billar,
el de mi profe! Bueno, mi media naranja vendrá a darme ese beso, yo espero que
en primavera, y no en enero.
“En los tiempos antiguos existieron unos seres que eran
mitad hombre, mitad mujer, reunían ambos sexos en un solo cuerpo. Se llamaban
andróginos y osaron querer invadir el Olimpo de los dioses. Así que Zeus
decidió castigarlos lanzándoles un rayo y separándoles para siempre. Cuenta la
leyenda que, desde entonces, los hombres y las mujeres vagan por el mundo
buscando a su otra mitad, la que debería completarles y hacerles sentir plenos.
De ahí lo que conocemos como “la media naranja”, que hace que todos pasemos la
vida esperando encontrar a “mi otro yo, el que me falta”. Yo quiero esa mitad,
que apuesto a que es él, porque estoy segura de que, cuando me mira, nuestras
cortezas de naranja se ajustan perfectamente; estamos destinados a ser lo
mismo, para siempre, aunque luego el siempre decida ser distinto al de ahora,
aunque se arrugue la piel de esta naranja o incluso se poche por alguno de sus
lados.
Y sobre esto, mi profesora, la de los besos con el de la
gabardina, nos da la solución para ahuyentar preocupaciones, porque dice que,
aunque es muy bonito encontrar a la persona con la que complementarse y con
quien compartir mariposas, lo que debería importarnos es encontrar a la otra
mitad, la que nos falta, dentro de nosotros mismos, porque, como dice, el
primer amor verdadero es el que encontramos en nuestro interior. No termino de
entenderlo, pero me parece que quiere decir que antes de nada hay que quererse
a uno mismo, que dentro de nosotros está la verdadera media naranja, y que, si
luego, como regalo, la vida nos trae limones, pues mira tú qué bien. Puede que
andemos esperando a alguien de fuera, cuando nuestro yo de dentro nos está
desde hace años buscando. Me gusta la idea, porque digo yo que solteros hay por
el mundo, como mi tía, que también tienen derecho a ser felices, aunque no
tengan ni mitad ni cuarto de ninguna fruta. Pero, a mí, estoy segura de que me
encontrará él, más que nada porque en este pueblo me parece a mí que no hay mejor
mitad que la mía.
Y después del primer beso se ve que hay muchos. Hasta que
uno termina queriendo echar raíces. Y esa fue la última clase de mi profesora.
Nos contó que el primer regalo que recibió fue un marquito de plata, con una
foto en la que ella posaba con alguien especial, y que llevaba grabados dos
nombres, Baucis y Filemón, qué bien raros son, quizá porque suenan a antiguo.
“Cuentan que, un día, Zeus, el que más mandaba en el monte
de los dioses, y Hermes fueron a un pueblito enmascarados, a pedir asilo y
atenciones. Nadie les hizo caso, salvo un matrimonio que, con toda la
generosidad, aun desconociendo quiénes eran en verdad los que a su puerta
llamaban, dieron de comer y de beber y les brindaron un lecho. Como recompensa,
admirados de su entrega desinteresada, Zeus les concedió un deseo, lo que quisieran,
y ellos no pidieron tesoros o la inmortalidad. Sólo deseaban envejecer juntos
hasta el final de sus días, eso sí, sin que ninguno de ellos tuviera que ver
morir al otro. Antes de que eso sucediera, los dioses permitirían que los
ancianos se convirtiesen en árboles, un roble y un tilo, de manera que su amor
no muriese, sino que se perpetuase a través de sus hojas, sus troncos y sus
raíces”.
¡Me pareció un final tan hermoso! No es que esté yo ahora
pensando en hacerme viejecilla ni en convertirme en árbol, pero quizá para el
futuro ése que tanto preocupa a mi madre… No es mal final. Digo yo que igual se
refiere ella a eso cuando me habla del amor de siempre que no es como siempre.
A lo mejor no es el mismo de antes porque ya anda transformándose en tronco y
en rama leñosa. Bueno, no sé. Es tontería preocuparse de las raíces cuando aún
no ha germinado esta semilla. Sigo esperando al chico de la gabardina, al del
primer beso, mientras elijo el color de mi pañuelo de hoy.