martes, 27 de diciembre de 2016

Donde el hada nos lleve, amiga

Diseño de Agustín Linares, www.veletas.net

Veleta de viento. Para mí, representa la dirección hacia donde nos lleva la poesía, el arte, la música, simbolizados por el hada que con suavidad sopla e inspira.

Ésta de la fotografía fue un regalo de mi amiga y compañera de profesión Almudena LiCa; el diseño y la creación es de su padre, Agustín Linares (www.veletas.net). La conservaré siempre como recuerdo de las maravillosas coincidencias que la vida a veces nos pone delante; cruce de caminos, de personas, de destinos...

Cuando decidí que este blog se llamase "Palabras cardinales", enseguida pensé en la imagen de una veleta para la página principal. Busqué una por internet, sin mucho miramiento respecto a los derechos de uso de las imágenes que encontramos en Google. Elegí una muy sencilla y la utilicé en el diseño del blog. 

Poco tiempo después, mi compañera de Física y Química, una andaluza salerosa recién llegada a Madrid, me preguntó que de dónde había sacado la foto de la veleta que compartía junto a mis textos. Le conté el proceso conforme lo he hecho ahora y ella, con una amplia sonrisa, me reveló que aquella veleta era diseño de su padre, un ingeniero aficionado al hierro forjado y las veletas de viento. La imagen del blog le resultó muy familiar y la mostró en casa, donde pudieron comprobar que, efectivamente, presentaba una serie de detalles técnicos que caracterizan las obras de Agustín.

No sabía dónde meterme. ¡Qué vergüenza! La primera cosa que "robo" y me viene a pillar una compañera de trabajo. Le pedí disculpas y le prometí que la quitaría, por supuesto. Me dijo que ni se me ocurriese, que se lo había comentado a su padre y hasta le había hecho gracia. Tampoco era la primera vez que encontraba sus veletas decorando páginas web.

La anécdota me inspiró para escribir "Ingeniería poética", un texto que dediqué a Almudena y a Agustín como muestra de agradecimiento y que utilicé en algunas clases, refiriendo cuál había sido mi motivación, para mostrar a los alumnos cómo la realidad puede generar ficción. Aquella historia de sus profesoras y la veleta del hada animó a algunos de ellos a experimentar con la narración. Ésta es la prueba de cómo un ingenuo clic en Internet puede poner en marcha el complejo engranaje del universo... A la familia Linares debió agradarle el relato, tanto que el padre me envió esta preciosa veleta del hada como muestra de afecto y amabilidad. 

Llevaba tiempo queriendo escribir sobre ella. Hace unas semanas salí al campo a hacerle una "sesión de fotos al hada". Pensé que sería bonito utilizar la imagen como portada del libro "Relatos cardinales". Finalmente, el diseño fue otro, especialmente dedicado a Amaya Gil, la niña a la que está dedicada la publicación. Reservaré mi reportaje fotográfico a la veleta de Agustín para otra ocasión. 

Quiero dedicar esta entrada a Almudena Linares, que además siempre lee, y generosamente comenta, los textos del blog. Un abrazo y gracias, por el cariño y apoyo que siempre me has brindado en este proyecto. Sigo creyendo que tan maravillosas coincidencias no son mera casualidad.

sábado, 24 de diciembre de 2016

La Nochebuena de la abuela Mónica


Casi todo el mundo considera la Nochebuena el día navideño por excelencia; y lo ha sido para muchas generaciones sin necesidad de que un gordinflón rojo alimentara ilusiones con sus regalos y sus nórdicos renos. Recordamos nuestras  Nochebuenas de infancia por la reunión familiar, la cena entre langostinos, entremeses y turrones, los villancicos populares al pedir el aguinaldo y, para algunos, por la "Misa de Gallo" que coronaba la "Noche de noches".

Mi abuela era una mujer de tradición y familia. Quizá por eso quiso instaurar entre sus hijos, nietos, y a la postre bisnietos, la hermosa costumbre del "Niñico Jesús". La Nochebuena era el único día en que conseguía reunirnos a todos en torno a su mesa, cinco hijos, con sus respectivos cónyuges, y doce nietos; así que debía hacer del encuentro un momento único e inolvidable. Ponía todo su esfuerzo engalanando la casa con un hermoso Nacimiento y nos agasajaba con elaborados platos y artesanos mantecados y toñas (un dulce navideño bañado en miel típico de Almoradí y alrededores).

Antes de la cena se escuchaba con atención el mensaje navideño del Rey. Mi abuelo siempre fue un monárquico convencido y la Nochebuena disfrutaba comentando sus inquietudes ideológicas con hijos, yernos y nueras. 

Tras unos villancicos con el acompañamiento al piano de mi madre, ¡todos a la mesa! Los niños, en un apartado especialmente dispuesto para ellos. Y, ya hacia los postres, un golpe seco en la gran puerta del salón nos dejaba a todos los pequeños expectantes e ilusionados. ¡Por fin había venido el Niño Jesús! Para celebrar su Nacimiento, el Niño lleva a todos los niños buenos regalos y dulces. Jolgorio, fiesta y juego con los primos. Alguna desilusión para quien espera alguna muñeca en vez de tanto y tanto libro (ya me iban marcando camino).

De aquellas Nochebuenas ha quedado en la memoria el sabor del turrón de chocolate junto al de los primeros sorbos de sidra y el olor dulzón del plástico de las primeras muñecas, aligerados por el helado ambiente del coche en el viaje de regreso a casa, cargado de ilusiones infantiles.

Y también una tradición que he perpetuado a través de mis hijos. Esta noche, los tres esperan la llegada del Niño Jesús y sus presentes navideños. Saben que en las casas de sus amigos hay otras costumbres y mágicas visitas. El mundo es grande y son muchos los niños a los que hay que hacer sonreír. En nuestra casa, en Nochebuena seguiremos cantando y esperando al "Niñico Jesús" de la abuela Mónica.

Feliz Noche a todos.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Cinco mil años nos esperan


Vista del Faro de Cabo de Palos (Murcia)


Aún me parece mentira que vaya a verte después de tanto tiempo. No sé cómo he conseguido convencerles para que me trajeran hasta aquí. Siempre están con lo mismo, intentando protegerme, cuidarme, lo sé, pero me enerva que todo el mundo se sienta con el derecho de decidir por mí, controlando lo que digo, lo que como, y casi lo que pienso.

Les dije que tenía una cita inexcusable y que debía llegar puntual, incluso antes, a las 19,30. Había quedado con alguien especial. Se miraron con el rabillo del ojo mientras les contaba esto, y me pareció ver en sus labios una leve sonrisa, paternalista, de quien cree que hay que poner todo lo que digo en cuarentena, como si ya no me funcionasen bien los radiadores neuronales. Verles con esa actitud altanera hace que me hierva la sangre, pero soy consciente de que dependo de ellos, son quienes me llevan y me traen a los médicos, y a veces, incluso, hasta me pasean. Para esta ocasión ya les dije que, una vez que llegásemos al punto de encuentro, debían marcharse, dejarme sola. Con que me recogieran a media noche sería suficiente, como la Cenicienta, pero cambiando el cristal del zapato por piel y horma ortopédica y la carroza mágica, por esta odiosa silla que me acompaña desde hace ya demasiados años. Sin vestido pomposo ni un peinado principesco, con la piel y los ánimos gastados, pero con una sonrisa grande y verdadera, acudo al lugar acordado.

Hay que ver cómo ha cambiado esta playa ribereña. Poco se parece al lugar que guardaba en la memoria. Vienen ahora a mi cabeza imágenes de aquellos largos domingos de verano, cuando traía a mis chiquillas a bañarse y a jugar con la arena, aunque siempre nos terminasen amargando el día las huellas del sol sobre la piel. Acababan siempre las pobres quemaditas, sobre todo Ana, que siempre fue muy blanca. Sus hermanas terminaban con los hombros encendidos, pero ella... Hasta ampollas llegaron a hacérsele en la espalda... Creo que no fui tan mala madre; se me quemaban, sí, pero es que entonces las cremas no eran tan sofisticadas. No te rías, que aunque no se me dio bien ser su sombrilla, sí que creo que conseguí ser la perfecta cocinera, limpiadora, cuidadora y sanadora de heridas y maestra a ratitos si la ocasión así lo marcaba. A veces pienso que no tiene ningún sentido haber dedicado la vida a criar, a sufrir por los hijos, para tener que verme ahora así. Sí, ya sé que se preocupan por mí, pues estaría bueno después de todo, pero no puedo evitar que me duela pasar de haber sido la mamá rodeada de polluelos a la vieja gallina clueca a la que todo el mundo quiere espantar. No es dramatismo, no me quites razón, por favor, que no tiene nombre esto que nos hace la vida en los últimos capítulos.

En esta playa construía castillos de arena cuando los míos eran pequeños, pero también fue aquí, en aquel embarcadero, donde te conocí una tarde de septiembre. Me acuerdo que fui acompañando a dos amigas que querían flirtear con aquellos muchachos amigos tuyos… Sí, ¿cómo se te iban a olvidar? aquéllos que se paseaban por el pueblo con sus motos, perturbando calmas familiares con ese aparatoso porte y el ruido desagradable de sus tubos de escape. 

Tú eras distinto. Siempre lo supe. Siempre lo he sabido... Hablando de ti, los verbos parecen no tener tiempo, y es que, desde que se cruzaron nuestros caminos, tengo la sensación de formar contigo un continuo del que desconozco cuál fue su principio y para el que no parece haber punto y aparte y, mucho menos, final. Me costó años entender por qué aquella tarde en la playa, entre risas, me dijiste "ya te conocía". Sí, ahora lo sé, estamos en esto desde antes de tener consciencia.

Entre nosotros habría ya, desde entonces, un circuito cerrado, donde el uno transitaría en el otro y viceversa, como caminos de ida y vuelta, porque escucharte hablar sería realmente como hablar conmigo misma o, incluso, como escuchar mis propios pensamientos.

Fue el día de mi cumpleaños, apenas unos meses después de haberte conocido en la playa. Era una niña a punto de estrenar los catorce, como tú, aunque creo que ambos nos sentimos zarandeados por el deseo de ser adultos y libres para descubrir sin reservas el primer amor. Nuestro maestro nos lo había explicado. Era la primera vez que el hombre moderno asistiría a un espectáculo estelar como aquél: "El Halley, llamado así en honor al astrónomo que lo descubrió, es el único cometa que un ser humano puede contar con que podrá ver en su vida, incluso dos veces". Aquel 25 de febrero fue para nosotros la primera vez. Nuestro mundo en la década de los ochenta, del siglo pasado, claro (ay, amigo mío, que somos ya testimonio vivo de un tiempo ya casi olvidado y, a ojos de nuestros bisnietos, desconocido), nada tenía que ver con este escenario que eso que llaman telemática nos ha traído. Se habría reído ahora cualquiera que nos hubiera visto subir a aquella terraza a ver un cometa, sin dispositivo alguno de captura de imágenes, sin mayor afán que dejar a las retinas contemplar el cielo y compartir su registro con nuestros cerebros. Y todo en silencio, como el que profesa el espectador que asiste a su primera sinfonía. No hay lugar para comentarios superfluos en ninguna red, porque tú y yo, nuestros cuerpos, nuestras almas, aquella noche formaron un entramado irrepetible e indestructible. No sabíamos entonces que, tras el paso del cometa, la vida tenía previsto separarnos, abocándonos al vacío y la desesperanza, a los sentimientos extremos tan propios del espíritu adolescente. 

Al raso, bajo el cielo de febrero, y a pesar del aire fresco que llegaba desde el mar a enfriar el fuego, el del cuerpo celeste y el de nuestros cuerpos terrestres, supe que tú irías ya para siempre conmigo, como parte de mi ADN emocional. En comunión con el cosmos, que nos regalaba aquella instantánea fugaz, y con nosotros mismos, quedamos marcados con la señal del amor. 

¿Crees que volverá a suceder? Te pregunté, con el miedo de una niña y la sabia calma de quien sabe ya la respuesta. Y tú, no con la voz ingenua de los catorce años, sino con firme convencimiento, me dijiste "Volverá. Volverá ese cometa y volveremos nosotros. Estamos volviendo desde mucho antes de llegar a esta orilla del cielo. He esperado cinco mil años y esperaré por lo menos otros cinco mil, aunque tenga que morir cien veces".

Menos mal que sé que aún no has muerto y que podré verte, y quizá retenerte, de nuevo. Te confieso que a mí me ha costado llegar ilesa a nuestra cita. Desde hace más de quince años peleo por despertar y encontrar la energía que me ayude; anda siempre jugando al escondite, ignorando probablemente que no me hace ninguna gracia andar tras ella como alma en pena. Mantuve la ilusión durante años, aun sabiendo que vivías muy lejos; me dijeron que trabajabas para una compañía chilena, que eras feliz con ellas, con tu mujer y tu hija Ariadna ¿Cómo fuiste capaz de ponerle mi nombre? Tu excéntrico discurso siempre me fascinó; pensar en tus desvaríos sobre reencuentros estelares siempre me mantuvo despierta, atenta, y eso que creo que conseguí trazar mi propio camino, mi familia, mis hijas y mi esposo... Si alguna vez te olvidé fue transitoriamente, por una cuestión de supervivencia y equilibrio mental. Desde que los modernos sistemas de este siglo nos dejaron hablarnos y vernos de nuevo, al menos en remoto directo, ha sido imposible no pensar en ti, en la vida que podría haber sido y no fue y la que espero que sea ahora, al final del viaje. Quien me oiga creerá que estoy loca; loca sí, y enamorada.




Y hasta aquí, sin saber ni cómo ni muy bien para qué, he llegado. Hace semanas que en las noticias hablan del regreso del Halley. El pequeño de mi casa ha estado preparando una presentación para su escuela. ¿Y tú, abuelita, te acuerdas de tu primera vez? Sí, contesté; estaba oscuro y despejado. Me estrechó y acarició. Surcó el cielo aquella fulgurante luz, dibujando sobre nuestras cabezas el mapa del futuro... Y el pobre niño se fue corriendo buscando a mi nieta, ¿sabes? Creyó también que esta que te espera andaba ya con la sesera en ruinas... ¡Pobrecito! ¿Cómo explicarle lo que nadie entiende?

Apenas hace frío ya a comienzos de mayo. Me ha sorprendido que me hayan dejado sentada en esta terraza sin demasiadas preguntas. Les he dicho que, si les necesitara antes, les llamaré. Parece que se lo han creído. Llevo toda una vida, o quizá más, preparándome para esta noche. Como te demores mucho no nos dará tiempo a subir al faro. Espero que sea verdad que lo tienes todo previsto, porque comprenderás que en silla es difícil atreverse con las escaleras, y yo quiero llegar a tiempo para verlo. Ojalá ya hayan apagado la luz cuando sea la hora. ¿Quién lo diría, verdad? Setenta y cinco años después juntos, acodados en la barandilla, mirando el cielo iluminado de nuevo por el cometa. No me siento tan vieja ahora que me has levantado y me agarras la cintura. Quién diría que tenemos casi noventa años y cientos de arrugas entre los dos; en este mismo instante, a tu lado y con el firmamento mirándonos, siento bajo la blusa la tersura en la piel de los catorce y la exaltada sensación de quien siente que ya ha llegado a puerto y puede echar el ancla para siempre. No me mires así, que me ruborizas. Esa gabardina beige te sigue dando un porte elegante, aunque el aire de aquí arriba la desluzca ahora entre ráfagas. Abrázame. Dime cuántos años faltan para verte de nuevo. No tengo miedo ni al tiempo ni a las alturas... Ya llega nuestro Halley. La próxima vez estaremos al otro lado de su estela. Salta, no temas, cinco mil años nos esperan.


jueves, 15 de diciembre de 2016

"Relatos cardinales por "El reto de Amaya", ya a la venta en Amazon


Ya está a la venta en Amazon "Relatos cardinales por "El reto de Amaya", una selección de los textos del blog PalabrasCardinales. 


Todo lo recaudado será destinado a la causa solidaria de Amaya Gil, una niña que padece el síndrome de Wolf-Hirschhorn. el propósito es colaborar con sus padres en los costosos tratamientos.

Gracias a todos por apoyar la causa, leer su historia y otros "Relatos cardinales". En nombre de la familia os animo a darle la mayor difusión posible.

*"Relatos cardinales" es una publicación electrónica. Podéis descargar la aplicación Kindle para smartphones Android y también leerlo en tabletas y ordenadores.

(...)


Prefacio

Queridos amigos,

Os presento "Relatos cardinales", una modesta aventura electrónica que reúne algunos de los textos publicados en el blog “Palabras cardinales”. Hace ahora un año que me lancé de nuevo a escribir, movida por la necesidad de poner en palabras un sueño muy especial que acababa de tener. Aquel primer texto representó un pequeño homenaje a un amigo (MI AMIGO DEL ALMA, así, con mayúsculas, presente siempre en mis sueños y pensamientos), desaparecido cuando apenas contábamos dieciocho años y fantaseábamos con qué queríamos ser de mayores. Ahora que yo ya soy mayor y soy capaz de mirar atrás sin perder el equilibrio, desde estas coordenadas con las que me siento capaz de orientar mi rumbo, quiero recordar de nuevo a Pascual, que de algún modo también me guía y protege.

Desde aquel primer texto, ya no ha habido manera de parar de escribir, con mayor o menor acierto o efecto estético, con mayor o menor periodicidad. Al principio, sólo los compartía en redes sociales, como publicaciones espontáneas destinadas a los amigos más cercanos. Recién estrenado este año 2016, varios amigos (y lectores generosos) me animaron a crear un blog especialmente dedicado a mis textos. Debo reconocer que me pareció en principio pretencioso; tampoco estaba haciendo nada del otro mundo para creer que aquello fuera merecedor de un espacio virtual propio, al que habría que obligar a los amigos a visitar y festejar, aun cuando no lo mereciera…

Me costó lanzarme, pero terminé haciéndolo. Con el nombre “Palabras cardinales”, aludiendo abiertamente al hecho de que cada texto es, en realidad, un mapa de situación vital de su autora, creé el blog en enero pasado. Ha sido una gran sorpresa comprobar cómo, gracias a la magia de internet, ha ido creciendo el número de visitas, hasta alcanzar las casi veinte mil actuales, desde multitud de países a los que jamás pensé que pudiera llegar y que, probablemente, nunca llegaré a conocer.

Gracias a todos los que, en algún momento, habéis contribuido a este proyecto que, sin afán literario, ha servido también como vehículo de expresión de mis experiencias como docente y como material de trabajo, de comentario y de motivación a la escritura para algunos de mis alumnos. Gracias a los que amablemente habéis tenido el gesto de haceros con un ejemplar de este libro. Ya os avancé que todo lo que se consiguiese recaudar con su venta iría destinado a una causa solidaria, a favor de Amaya Gil Sampere.

Entre todos, estamos colaborando con “El reto de Amaya”. La pequeña Amaya es hija de Susana y Jose, unos amigos cercanos que tuvieron que reinventarse como padres y personas el día que nació “su princesa”. La vida les puso por delante un reto grande, que quizá creyeron insalvable al principio, pero que les ha permitido crecer como individuos y como miembros de una fantástica familia numerosa. Después del periodo de asimilación y aceptación que representó para ellos el diagnóstico de Amaya, que padece el síndrome de Wolf-Hirschhorn, estos padres decidieron hacerse fuertes y buscar aliados con los que combatir las dificultades de  su hija. Como ocurre con todas las enfermedades raras, las instituciones sanitarias no destinan suficientes recursos económicos y son las familias las que deben asumir casi todos los costes de los tratamientos, que ayudan a los afectados a tener una mayor calidad de vida. Susana y Jose llevan años movilizando la solidaridad de su entorno. Yo me sumo ahora con este libro, Relatos cardinales. En el primero de sus textos podréis descubrir más sobre quiénes son los Gil Sampere, con la dulce Amaya como bandera, y cuál es su Reto…

Pequeños pasos hacen camino... Amaya lo sabe mejor que nadie. A pesar de lo que representa en sus vidas el síndrome de Wolf-Hirschhorn, Amaya y su familia trabajan y se esfuerzan diariamente por conseguir salvar las barreras que impiden su integración. Ellos saben mucho de sortear todo tipo de obstáculos burocráticos y de romper con los prejuicios sociales hacia las personas con dificultades. Rara es la enfermedad... Ella es Amaya...

Gracias a todos por vuestro interés y colaboración.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Consolación (Epílogo a "Demonios encarcelados").

"Consolación", Edvard Munch, 1907


Querida Eva:

Puede que no lo creas, pero el día que tú naciste fue el más maravilloso de mi vida. Recordaré siempre ese primer instante en que te tuve sobre mi pecho, recién llegada, envuelta en una toalla, con los ojillos aún cerraditos, que mira que me costó verte con ellos abiertos, porque parecía que te resistieras a conocer el mundo y desearas volver al vientre, para quedarte allí bien protegida de tristezas, de golpes, de los sinsabores que nos quedaban por delante.

Ninguna madre sabe muy bien cómo ser madre, ¿sabes? La naturaleza te va guiando; lo más fácil es dar de comer a un hijo cuando se intuye que tiene hambre, taparlo para darle calor y curar las heridas cuando se cae. Hay veces que escuchamos un llanto desconsolado y no sabemos qué dolor debemos calmar... Un médico nos orientará y nos dará una medicina, la inyección que todo lo cura, la receta para devolver el buen color y la temperatura a los hijos.

Pero, ¿Qué hacemos los padres cuando no hay fiebre ni herida abierta que curar; cuando la hija se nos aparece como alma en pena por el pasillo; cuando la oímos llorar en su cuarto; cuando preguntamos "qué te pasa" y no hay palabra de vuelta; cuando pongo un plato caliente en la mesa y lo apartas; cuando te compro un pantalón y me lo lanzas a la cara; cuando me niego a verte siempre vestida de negro con el pelo en la cara y me gritas e insultas; cuando me enfado porque sólo te veo con una manzana y una botella de agua;  o al entrar, creyendo que estudias, te veo en esas páginas de Internet donde salen chicas esqueléticas?

¿Qué hago, Eva? Dime tú cómo podía ayudarte. Yo sólo sé que se me salta la piel de las manos a tiras  de tanta lejía, estropajos y fregonas; desde que tenía apenas tu edad tuve que remangarme y ponerme a trabajar, porque había que comer y salir adelante. Quizá no te entienda porque yo no pude pararme delante del espejo a pensar si me gustaba mi cara; si lucía bonito el peinado o si tenía más o menos caderas. Las chicas de entonces no estábamos para pensar en esas cosas. Claro, a lo mejor, porque no teníamos la libertad de disfrutar de todo lo que tenéis ahora los jóvenes...

No podía conciliar el sueño por las noches de pensar en ti, tan llena de rabia y de frustración. Yo no tengo la culpa -pienso en el silencio de la noche-; yo quería traer al mundo una hija y Dios me dio una criatura maravillosa, pero, me digo, yo no tengo la culpa del color de sus ojos, de los rasgos de su cara o de la forma de su cuerpo. Cada uno es como le corresponde por la herencia familiar, ¿no funciona así eso de los genes? Pues, mira Eva, cariño, créeme que, si es eso lo que te hace sufrir, lo siento; siento no ser perfecta ni especialmente hermosa; lamento mis hechuras de madre entregada al trabajo y no ser rica ni exitosa. Es lo que tu padre y yo podíamos ofrecerte: una vida y los mejores cuidados, sin lujo, ni apariencias que mostrar a todos. ¿Acaso te parece poco?

"La niña enferma", Edvard Munch. 1885


Al principio creí que tu mal no era otro más que el de la insolencia y la ingratitud de una adolescente. ¡Después de todos los sacrificios por sacarte adelante, para comprarte ropa y libros para la escuela; para pagar las clases de gimnasia aunque no llegásemos a final de mes! Se me abrían las carnes al ver lo injustamente que nos tratabas cuando nos ignorabas o, en el mejor de los casos, nos desobedecías.

Yo andaba con el enfado calado hasta en los huesos cuando llegaba a casa y te veía en el sofá, en tu mundo, con los auriculares, sin estudiar, pasando de tus clases de rítmica que con tanto esfuerzo pagábamos. Y, en la cocina, el plato de guiso sin tocar y la nevera, revuelta. Cosas raras -creía-, payasadas de las tísicas de Internet; querrías imitarlas, ¿o no era eso, Eva?

Aquel día debería haberme tragado la tierra para no ver lo que vi; deseé no haber siquiera nacido para no tener que recoger a mi hija del suelo del baño, desnuda, desmayada, embadurnada en vómito y locura. Cogí tu cabeza poniendo mi mano bajo el cuello y te creí muerta, como muertos me parecieron tus brazos extendidos e inertes sobre la fría losa de gres. Y entonces las vi, las marcas, esos cortes hechos vete a saber con qué; no están tiernos, eran heridas ya curadas por fuera, que no por dentro, porque el mal que las ocasionaba estaba instalado en lo más profundo de tu ser... ¡Yo no entiendo, hija! Para mí sufrir es no tener qué comer o no poder pagar mi recibo de la luz... A ti te estaba doliendo el alma y yo (no es que no tenga alma, que de piedra no soy) miro de frente al mundo para poder vivir en él y ahora entiendo que tú sólo sabes mirar para tus adentros, para buscarte o perderte, eso ya no lo sé...

"Desnudo femenino de rodillas", Edvard Munch. 1919.

Quise esconderlo. Nadie podía enterarse de que mi hija había enloquecido y se hacía cortes en los brazos. Ni a tu padre... ¡Que no, hombre, que no, que esto es un pueblo muy pequeño y no hay más que darle alas al pregonero! Ni siquiera a ti te dije nada cuando volviste a tu ser, para que no te avergonzases y también para no tener que enfrentarme a una situación tan extraña para mí. Pensé que lo mejor sería controlarte; pasar más tiempo en casa, aunque tuviera que trabajar menos horas y cobrar menos y, así, no dejarte sola en esos bajones tuyos de asaltar la nevera y castigarte después.

No me valió, porque pronto me llamaron del Instituto. Resulta que tú terminaste estallando allí, contándole a alguien tu vacío y condena y seguro que pensaron "vaya madre debe tener esta chiquilla, qué pena, tan frescos andarán por su casa". Así que, cuando me citaron para hablarme de tu situación, sentí que me estaban juzgando. ¿De verdad alguien cree que podría haber sido mejor madre que yo para ti, Eva? ¿Debo sentirme culpable por no haber sido la madre perfecta? ¿Hay alguna madre por ahí que pueda decirme cómo se tiene que hacer cuando una hija no se quiere a sí misma; desvía la mirada cuando pasa cerca de un espejo; cuando me grita y desprecia porque quizá crea que debería haber sido yo quien la hubiera parido más guapa, más alta, más del gusto de todos? Hija mía, yo adoro tu rostro, la luz de tus ojos, la misma que lucían el día que naciste. Eres una niña aún y tú cuerpo debe desarrollarse y modelarse; no te odies, eres tú y tienes que vivir contigo misma para siempre. No escupas al cielo y a la madre que te trajeron hasta aquí; estarías escupiendo y despreciando al futuro que te hemos brindado. Tienes una maravillosa oportunidad, un camino por delante.

En tu instituto me dijeron que debía llevarte al psicólogo porque, conforme tú lo habías relatado, te encontrabas en una situación extrema. "Voy a volverme loca", le dijiste a tu profesor de Plástica. Me enseñó aquel dibujo que hiciste: Los ojos de esa chica que pintaste no se me parecen a los de mi niña; miran algo que espanta y duele. No hay vida en ellos. ¿Por qué los labios cosidos, Eva? ¿Qué es eso que te corroe tanto y crees que no puedes decirnos? Me dijo el psicólogo que quizá tampoco te habíamos estado ayudando mucho no dejándote ser tú misma. ¿Es eso lo que callas? ¿Son esos los demonios que se esconden en tu cabeza? ¿Es rabia por no poder ser la Eva que sientes que eres o sufres acaso porque no eres como el mundo dice que deben ser las chicas; porque tú querrías seguir dando patadas al balón de fútbol y no tener que competir en agilidad y ligereza con las compañeras de la gimnasia rítmica? ¿De verdad crees que serías más feliz si pudieses llevar una talla 36? Cariño, que los kilos de más y de menos no quitan ni ponen sonrisas; que la vida es otra cosa, ya lo aprenderás con el tiempo. No sé cómo convencerte de que, diga lo que diga una báscula o la etiqueta de tu ropa, tienes unas cualidades maravillosas que deberías cuidar y potenciar. Me dicen tus profesores que en todos los trabajos demuestras una sensibilidad especial; tienes talento con los lápices, también escribiendo. Todo ese mundo que llevas dentro no se alimenta de manzanas ni de hojas de lechuga; pero, si sigues castigándolo, puede que todo en él se marchite para siempre. 

Confío en que sepas escuchar a otros, en que se te caiga la venda que te está cegando y que no pase mucho tiempo, porque siento que te estoy perdiendo. Te sentí ya un poco menos mía el día que tuviste que ingresar en aquel centro de rehabilitación para personas con trastornos de la alimentación. Nunca creí que podría estar días sin poder verte, sin ser yo quien te preparase la comida, aunque apenas comieras. Me dijeron que allí se encargarían de estabilizarte, de enseñarte a comer saludablemente, a cuidar tu cuerpo y tu mente. No quiero que tengas que volver allí; sí, ya sé que te cuidaron y velaron por ti, pero mi niña debe siempre dormir en su cama, comer de lo que hay en casa... Mi Eva tiene que ser feliz con lo que tiene. Los médicos y psicólogos no saben dar besos de buenas noches ni arropar cuando hace frío...

"Pubertad", Edvard Munch 1894.

Deseo con todas mis fuerzas que sigas avanzando, para que un poco más adelante, allí donde esta senda deja de ser de piedra, volvamos a encontrarnos. Espero que entonces, cuando los sufrimientos de la adolescencia hayan quedado desperdigados y olvidados, puedas comprender que, aunque no fui perfecta, soy tu madre y algo bueno, además de la vida misma, puedo llegar a ofrecerte.

Tendré que esperarte en el borde del camino, sentada, rezando para que sepas encontrarme y para que, a pesar de las heridas, puedas reconocerme y perdonarme. Y mientras miro el horizonte para ver si ya llegas, te prometo que yo también me esforzaré para saber escucharte y comprenderte y reanudar juntas, por fin, este viaje.

sábado, 22 de octubre de 2016

Liberación. Segunda parte de "Demonios encarcelados".

"Demonios encarcelados"
¿Cómo no iba a darme cuenta de que Eva era especial? Cualquier profesor lo habría visto, sin duda; de hecho no fui el primero en reparar en su enigmática mirada. A estas edades, ya sabe que lo más común es que los chavales sean ruidosos y se dejen sentir allá donde estén. No hay quien les haga callar ni en los pasillos ni en el aula ni bajo el agua... Y, claro, en medio de ese ruido torrencial, una silenciosa presencia termina resultando muy llamativa.

Hay alumnos que son tímidos, sin más; no hablan como los otros ni destacan entre el bullicio escolar no porque no deseen significarse y dar rienda suelta al verbo; simplemente, no han encontrado todavía la tecla de su altavoz. Sin embargo, no era éste el caso de Eva. Al principio no supe bien qué le sucedía; bueno, ya sabe, una adolescente rara, como muchos otros, que sienten que están en otra frecuencia, que están decidiendo aún el registro de su voz. ¿Sabe a qué me refiero, no? Yo con esta chica enseguida presentí el sufrimiento. Al entrar a nuestra aula de Dibujo, la única que aguardaba sentada mi llegada era ella; refugiada detrás de su media melena, escondía el perfil mientras esbozaba figuras con su lápiz. Cuando conseguía que los demás guardaran un silencio razonable y se sentasen, me tomaba la molestia de pasar lista y de intercambiar unas pocas palabras con los chicos, preparando el terreno para mi clase, claro. Al llegar a Eva, la comunicación terminaba en mí, porque nunca hallaba en ella la réplica. Después de escucharme pronunciar su nombre, sólo atinaba a levantar los ojos de su papel y dirigirme una mirada esquiva como respuesta. "¡Vaya, aquí tenemos a nuestra artista! ¡Tomad nota de su trabajo!", dije aquella primera vez para aligerar la tensión en que me pusieron los ojos de Eva.

Aquellas retinas me parecieron dos espejos para ese mundo interior suyo que andaba buscando órbita. Ahora creo que en el cuerpo de esta niña ha permanecido secuestrada la mujer adulta en la que tendría que convertirse. Usted es psicólogo, esto debe tener un nombre; una disfunción cronológica de la personalidad, ¿no cree? Sí, niños que más parecen sabios con canas y arrugas, adultos atrapados en el juego infantil, ¿verdad? Eso es, esta chica sufría por sentirse fuera de lugar, por la extrañeza ante su propio yo y el mundo que la rodea. Como si entre su cuerpo y su espíritu hubiese un infinito universo, insalvable. ¿Cómo si no explicamos ese dibujo?, dígame...

Labios condenados; palabras obligadas al silencio, entre firmes costuras, infranqueables, como barrotes. ¿Y qué me dice de los ojos? Grandes, muy abiertos y tan fijos que dejan una sensación estática, como si estuvieran castigados a mirar a la pared o a admirar algo que embruja y a un tiempo mata. Quizá, es eso lo que asfixia a Eva, contemplar un mundo hostil que deja ante ella un paisaje impuesto, en el que debe aprender a vivir. Le dicen cómo debe ser una chica de su edad; cómo debe vestir si quiere ser como las demás; qué ver y qué escuchar; hacer de sí misma un escaparate para exhibir una talla, poca tela, mucha piel... Una máscara. Porque los ojos, aun siendo apenas una niña, deben de ribetearse de negro; los labios, de rojo; las prendas pegadas casi al alma de tan pequeñas. ¿Y el alma, dónde está? Se pregunta Eva. "¿Y dónde estoy yo? Ni soy como ellos quieren, ni hay dentro de mí nada que mostrar bajo esos focos".

Al mirarse en el espejo y no reconocer en él ni un gramo de cualquiera de esas chicas que tanto admira, siente frustración, rabia, ganas de decirle a todas adónde pueden llevarse sus caras o caretas bonitas y sus contornos de maniquí raquítico, al mismísimo infierno... sin saber que el infierno se expande no muy lejos, en su cabeza, y tan insufrible resulta convivir con lo deseado, pero inalcanzable; con el dolor de sentirse rechazada y el de rechazarse a sí misma, que hasta los demonios quieren huir de esa cárcel. Mire, mire, el dibujo: ahí están, con cara desencajada, representando lo que Eva quiere gritar y no puede; la desesperación y la desesperanza de quien se ve amordazado física y mentalmente. ¿Qué son, si no, esos cortes? Un castigo al que se somete el que se culpa de ser distinto, una extraterrestre que, por mucho que quiera, no consigue ser de este planeta.

A pesar de ese muro que Eva había levantado a su alrededor y que cortaba el paso a todos (no sólo a mí, sino, como supe después, también a sus padres y a sus mejores amigos), yo insistía en mostrarme cercano a ella. A veces, sólo una mirada cómplice de "Hola, estoy aquí y quiero ayudarte"; en otras ocasiones, me acercaba con la intención de elogiar su lápiz, sus colores o la profundidad de sus acuarelas. Me costó mucho llegar hasta ella, conseguir que me mirase a los ojos, que escuchase mi impresión como profesor sobre sus trabajos de clase. Y es que, después de tantos años en esto, imagínese que mi misión terminase al sonar el timbre o que todo pudiese resolverlo a base de exámenes. Usted pensará igual: con un test no puede atender a un paciente; necesita escucharle, escrutarle y después, con suerte, devolverle las riendas de su vida. Pues yo me siento un poco así, como un guardián para los chavales. Me debo a ellos, y no sólo porque se espere de mí que les enseñe el valor del arte, su historia, sus técnicas, sino porque, ante la idea de poder tener delante a un nuevo Da Vinci o un Picasso, me propongo siempre despertar en todos ellos el lado oculto, la sensibilidad que viene cifrada en su código genético, para que terminen dándole forma sobre una lámina o un lienzo. Otro psicólogo, vamos.

Un día, al final, conseguí que se acercase a mi mesa mientras yo recogía el material. La vi venir por el rabillo del ojo y en ese instante debo reconocer que me sentí muy satisfecho; seguro que aprovechaba para preguntarme algo sobre el trabajo de clase, el de la técnica del retrato. Se me licuó sin embargo la sangre cuando, ya en mi mesa, Eva despegó los labios y me puso al borde del precipicio. "Profe, no estoy bien. Necesito tu ayuda". A lo mejor era eso lo que yo esperaba escuchar, lo que me permitiría lanzarme al reto de ser su guía era esa bandera de alerta que la chica acababa de desplegar frente a mí, pero en ese momento sentí que se me acababa de caer encima un enorme edificio de veinte plantas. ¿Ayudarla yo? Pero ¿en qué? ¿Qué irá a contarme? Se me disparó la imaginación. Quería confesarme algo y ni de lejos imaginaba la magnitud de su problema. "No me soporto -continuó diciendo-. ¿Podríamos charlar un día, fuera de clase?". Le juro que sentí ganas de salir corriendo. ¡Yo soy profesor, no psicólogo! ¿Sabría ayudarla? Y, además, yo, hombre; aunque tengo hijas no ando muy suelto a la hora de comprender a las adolescentes. Pero no tenía más opción; después de todo, le había transmitido ese mensaje con la mirada: "Estoy aquí. Puedes contar conmigo". No pude evitar sorprenderme que Eva, que tan hermética se había mostrado ante todos, hubiera dado aquel paso al frente, con tanta seguridad, y con un mensaje tan directo: "Estoy mal... Necesito ayuda. Quiero contarte qué me pasa, por qué me odio tanto".

No supe si hablar antes con mis compañeros, con su tutor o con la orientadora; nunca se me había planteado una situación así, ¿sabe?, ser consciente de que un alumno te ha elegido para hacerte depositario de su confianza, para desvelar su mundo. Estaba inquieto, pero al final opté por la lealtad y el silencio, a la espera de ver qué dimensiones cobraba la historia conforme me la fuera revelando...

Ni de lejos sospechaba hasta qué punto Eva estaba sintiéndose acorralada por Eva. El día antes de que nos reuniéramos para charlar se me ocurrió pedirle que trajese algo escrito: ¿cómo te describirías?; ¿qué cualidades destacarías de ti misma?; ¿qué te gustaría cambiar en tu vida?... ¿No es eso lo que habría preguntado un profesional para romper el hielo? A mí me pareció una buena manera de empezar a hablar y, si además lo traía escrito, Eva se sentiría menos bloqueada; leyendo estaría dándome las claves de su problema. Creí que se nos iría más tiempo con esta primera parte, porque, iluso de mí, pensé que tendría mucho que contar de sí misma, pero no: "Soy una chica sensible. No hay nada en mí que pueda gustar a los demás. Tengo algo bueno, sé ponerme en la piel de los demás, y sufro con los demás. Querría cambiarlo todo, a mí, al mundo, pero no puedo". Así me quedé, petrificado.

-Pero, ¡si eres una muchacha maravillosa, con talento!

-Bueno, no sé. Yo querría mirarme en el espejo y verme guapa, delgada y feliz. Hace mucho que estoy intentando cambiar y perder kilos. Me odio y los demás huyen de mí, porque me toman por loca y eso me duele, me duele mucho, pero no se lo digo. Sí me grito a mí misma lo que callo ante el mundo y escupo a esa persona que odio tanto y que vive detrás de mí espejo. Todos me piden que sonría cuando de lo único que tengo ganas es de llorar, porque me siento destrozada... Y por eso, porque dentro de mí no encuentro razones, me sigo destrozando.

Y en ese momento se levantó las mangas del jersey y colocó los dos brazos sobre la mesa, con las palmas de la mano hacia arriba. Ni una palabra me salió de entre los labios. ¿Qué se puede decir cuando una niña te muestra las señales de su sufrimiento? Eva me dijo que sentía aquellas heridas como versos terribles compuestos por ella misma, grabados a cuchilla sobre su piel: "Me inspiran -continuó diciendo- esas voces que vienen a trastornarme cada noche, a criticarme y repetirme mil veces mis defectos y errores. Mis voces, mis musas".

Perdone, doctor, me cuesta hablarlo. Creo que siento hasta dolor en el pecho cuando recuerdo a Eva de esa manera... Bueno, enseguida supe que estaba dispuesta a todo. Quizá fueron esas mismas voces maléficas de las que la chica me hablaba las que la convencieron de que dejara de comer. Me contó que, como ya sospechábamos todos los profesores, intentaba ayunar todo lo que podía. Nada en el desayuno; tampoco almorzaba en el recreo (lo que su madre le preparaba lo tiraba a la papelera del patio). Al llegar a casa debía comer algo, claro, para que sus padres no se enfadaran, pero por la tarde... debía sentir un hambre terrible y, como me dijo, "arrasaba con todo lo de la nevera; un poco de cada cosa, para que no se notasen los vacíos...". No hizo falta que me diera más detalles sobre cómo iba a terminar la escena. A las siete  de la tarde empezaba su entrenamiento y Eva no iba a presentarse allí, bajo ningún concepto, desbordada de comida y de angustia, así que intentaba reconciliarse consigo misma, vaciándose de excesos, aunque realmente lo que estaba ocasionando con cada arcada que se provocaba era una fractura irreparable entre lo que era y lo que creía ser. Su espejo ya no le devolvió jamás una imagen nítida de su persona. Desapareció la luz sobre el cristal.

En aquella primera sesión de confesiones me sentí desbordado. Intenté convencerla de que le contase todo a su madre, a nuestra orientadora, a alguien que no fuera yo, porque yo no era psicólogo y cualquier indicación que le diera, tratándose de una menor, habría sido irresponsable sin el visto bueno de sus padres. Eva me contó que precisamente con su madre no creía que pudiera contar. "Me protegió mucho cuando de pequeña se enteró de que había niños que me acorralaban e insultaban, pero, ahora que me he hecho mayor, dice que le parezco muy rara; que entiende que los demás se alejen; me pide que deje de hacer cosas extrañas y de querer llamar la atención de todos. No pienso decirle lo que siento. No lo va a entender y me hará sentir aún peor".

Al final, la convencí de que tuviese una entrevista con la orientadora del centro; si conseguía que se sincerara también con ella, todo sería más fácil, podríamos contactar con la familia para citarla oficialmente y, así, ayudar a Eva a contar sus tormentos. Los acontecimientos, al final, se precipitaron, porque la madre la descubrió un día en el baño de su casa, casi inconsciente, la piel fría, impregnada de la humedad de las lágrimas y el vómito. Ésa fue la primera vez que entró en un hospital y se vio obligada a explicar su estado físico y mental, el porqué de su naufragio.

Me enteré de lo ocurrido por otro alumno, Nacho, el único amigo de Eva, me atrevería a decir. Sentí vértigo, mucho miedo. Cómo no me vería aquel muchacho que tuvo que sentarme en mi propia silla de clase, para recobrar la palabra y el sentido. Una situación tan dramática como la de esta chica es una bofetada para nosotros, los adultos, los padres... Una evidencia del fracaso estrepitoso de este mundo que hemos construido a los sucesores...

Usted conoce mejor que nadie estos trastornos. La bulimia nos llegó hace ya más de veinte años. Entre las chicas de mi grupo de entonces ya había alguna que empezaba a sentir los estragos de esta enfermedad. Nadie quiere quedarse fuera de este espectáculo que hemos hecho de la vida misma, pero, imagínese, todos quieren ser protagonistas, nadie desea ser segundón, ni figurante, ni mucho menos mero espectador. Y cualquiera no da la talla, ¿verdad? Se encargan de ponernos el listón muy alto.

¿Cree que debe ser fácil? A mí me da pánico, porque tengo dos niñas, casi adolescentes. ¡Se me pone la carne de gallina cuando las acompaño a ver tiendas! Ahora no vale de nada que nos escandalicemos, ni que pongamos el grito en el cielo. ¿Qué otra cosa podía suceder con esta sociedad de consumo que nos rodea y que nosotros mismos alimentamos? Ven, compra, yo te doy todo lo que necesitas para lucir sobre el escenario. Vente conmigo y te convertirás en el centro de todas las miradas. Pasarelas, pantallas, redes sociales... Pasen y vean, quédese fuera quien no quiera estar en primera fila. ¿Y yo, cómo resuelvo la encrucijada con mis hijas... y con mis alumnos? La imagen ha sido siempre importante, el canon de belleza que estudiamos en Arte, pero ¿dónde nos deja la publicidad, la exhibición constante de Internet, el consumo voraz al que nos abocan las grandes multinacionales, el afán que se alimenta entre los jóvenes de ser "lo más de lo más", el objeto de deseo y de admiración de todos aquellos que les rodean? Dígame si me equivoco, ¿no han tenido ustedes las consultas más llenas que nunca? ¿Cómo no vamos a tener hijos o estudiantes desmotivados, frustrados, que se sienten a años luz del objetivo marcado por los que mueven los hilos? Y ¿quién demonios mueve estos jodidos hilos? ¿Quién consiente que los chavales que deben convertirse en el futuro de nuestra especie, de nuestra sociedad, acaben ahogados, sin anhelos para mañana?

Eva salió de aquel primer ingreso tocada, mutilada, aún más... aunque ahora ya no podría seguir ocultándose; cada descabellada aventura con la comida o con las cuchillas sería supervisada por la madre, que no sería la mejor amiga, pero sí la más honestamente comprometida con ella; por su amigo Nacho, que desde entonces decidió no dejarla ni a sol ni a sombra; y por mí y por Esther, la orientadora, sus dos guardianes en el instituto. Conseguimos que volviera a las clases; la primera semana, la pobre parecía un fantasma. Pronto nos pusimos manos a la obra. Esther la vería al menos una vez por semana, para comprobar que seguía estable emocionalmente. Organizamos talleres para todo el instituto sobre la importancia de unos hábitos saludables de vida; también hubo actividades desde el lado del deporte. Todos nos implicamos; nadie puede mirar hacia otro lado...

De todos modos, lo que creo que más ayudó a Eva a reencontrarse consigo misma no fue la tranquilidad de no tener que esconderse, o de saber que, si volvía a verse en el abismo, podría gritar y ser escuchada; ni siquiera creo que fuera por contar con su apoyo... Acordé con su madre que Eva y yo nos veríamos una vez a la semana en el taller del departamento, para intentar ayudarla a través del dibujo y la pintura; se le daban bien y le procuraban paz, la necesaria para pensar con claridad, para ejercitarse en la aceptación. Se lo digo siempre a mis hijas: "No debemos competir con nadie más que con nosotros mismos. Siempre encontraréis a alguien más alto, más guapo, más listo. Es de locos aspirar a la perfección (o lo que nos han hecho creer que es la perfección). Esforzaos siempre, claro, pero por ser mejores que ayer; luchad por ser la mejor versión de vosotras mismas. Y encontrad vuestro talento, la pasión que os mueve...". Eva terminó encontrándolos. Ése dibujo fue el primero de su transformación. Ya veo que a usted también se los mostró... Buena cosa, porque todos hallamos la salvación cuando hemos logrado sacarnos de dentro los demonios que nos castigan. Y Eva los ha ido desterrando con cada trazo, con el pincel por escoba. Algún día la veremos brillar, se lo digo yo. Prepárese, que iremos juntos a contemplar su obra expuesta. ¿Acaso lo duda?

jueves, 13 de octubre de 2016

Demonios encarcelados... (Primera parte)


Ya le digo que Eva era mi mejor amiga. El primer mensaje que recibía por la mañana era su "whatsapp" preguntándome qué tal había dormido. Mal síntoma el del día que no daba señales madrugadoras. Si llegaban las 10,00 y  andaba aún silenciosa con el móvil, me daba prisa por echarle un ojo a su "was" y, efectivamente, allí estaba ella, sin foto de perfil ni nada, o, a veces, con un pantallazo negro y agorero... Mala espina la que se me clavaba en la garganta de imaginarla en medio de su hundimiento sin poder hacer nada por reflotarla.

Cuando se ahogaba en el miedo, Eva se esforzaba por desaparecer, eso sí dando señales claras al mundo de que andaba con los ojos vueltos hacia adentro, mirándose los recovecos del alma, y, por eso, dejaba siempre frases fulminantes en su estado de las redes... Foto agónica total y mensaje lapidario para dejar a todos tiritando de susto.

-"No hagas eso, niña. Así sólo parece que quieras llamar la atención y la gente termina cansándose de tanto teatro de penas...".

- "Y yo pensando que tú eras quien mejor me comprendía... ¡Que te den...!".

Sentía una patada en la boca del estómago cada vez que ella me soltaba aquellas palabras, que acompañaba de una mirada que conseguía partirme, así, a cuchillo... Era mi mejor amiga, sin lugar a dudas. Ya ni me acuerdo, pero quizá desde el tercer curso de primaria.

Me encantó aquella niña que en nada se parecía a las demás, escondida detrás del silencio o la vergüenza cuando estaba en clase y crecida como un titán a la hora del partido en el patio. La única chica de entonces capaz de correr y disputar el balón aunque para ello hubiera que clavar la rodilla y el amor propio en el terregal del improvisado campo de juego. Los otros niños de la clase se burlaban al principio a sus espaldas; Eva se lo olía, pero como si nada. Cabeza bien levantada, objetivo establecido y balonazo a la red del portero: su derecha terminó por convertirla en el "rayo de 4° B".

Cuando terminaban los partidos se sentía eufórica y empezaba a narrar, con atropello y orgullo, cada una de las jugadas, reviviendo el subidón que habíamos tenido poco antes con cada entrada y cada gol. Y, entonces, se le relajaban los músculos de la cara y conseguía reír, soltar la alegría, ser ella misma... Regresábamos juntos a casa y, en ese camino fue cuando conocí a Eva sin careta, al natural. Tremendamente divertida, aunque pocos lo supieran.

Sí, debió ser en aquella época. Alguna vez me contó que, cuando los chicos del equipo estábamos preparándonos para el entrenamiento, en el vestuario de las chicas, las de la clase de rítmica  se reían de ella, primero con cierto disimulo, entre cuchicheos cómplices; poco tiempo después, sin ningún tipo de reparo, aprovechaban el momento en que Eva se ponía la equipación de fútbol para hacer un corro en torno a ella e insultarla abiertamente. "Nacho -me confesó un día sollozando- , me llaman gorda y marimacho mientras se carcajean en plan burlón. Un día consiguieron que saliera de allí medio derribada por sus pelotas de gimnasia".

Así perdió mi amiga su sonrisa. Dejó de ir a los entrenamientos. Nadie sospechaba cuáles eran sus razones. Los demás compañeros de equipo se lo reprochaban cuando la veían por el colegio y ella, huidiza y sintiéndose más avergonzada aún, terminó por no querer ir a las clases. Su madre debió sufrir mucho al verla convertida en un espíritu errante entre las cuatro paredes de su cuarto. Se empeñó en no ir al colegio porque allí volvía a encontrarse con esas chavalas de la rítmica, las mismas que consiguieron que odiara el fútbol y que se odiara a sí misma.

No tardaría mucho en volver a verla en la clase; sin justificación médica o causa de fuerza mayor, ningún niño puede ausentase del colegio ni ningún padre puede dejar de cumplir con la obligada escolarización. Eso sí, la que regresó no parecía Eva, mi amiga y compañera de mesa; allí, a mi lado, se sentó apenas una sombra de aquella niña que corría tras el balón; sin luz ni ilusión en el gesto se presentó de nuevo ante el mundo. Todos la observamos con cierta curiosidad morbosa, ¿qué tiene y por qué se han apoderado de ella las ojeras? Eva no decía nada, pero yo, con solo mirarla a los ojos, la escuchaba gritar angustiada. Aun cuando se esforzaba por serenar su expresión facial, yo juraría haberla visto llorar. No había humedad en sus mejillas, aunque anduviese con el corazón anegado de dolor, hecho añicos y desesperanzado...

Ningún compañero se atrevía a cruzar la frontera y, bien por indiferencia o por vergüenza, nadie se acercaba a interesarse por Eva. Yo rehuí durante varios días de la que, sin lugar a dudas, era mi obligación como amigo. Sentí extrañeza ante alguien en cuyo ademán ya no reconocía la complicidad de entonces, la de cuando a ella no le importaba más que el fútbol, al que se entregaba en cuerpo y alma. Desde entonces, su cuerpo lucía muy desmejorado, flacucho y débil, y su alma, secuestrada por la voluntad de quienes la hirieron con el insulto fácil y la arrinconaron en un vestuario infantil.

Sí, así es... Usted lo ha dicho. Fue entonces cuando me enteré de que, por las tardes, Eva asistía a las clases de gimnasia artística. Me costó mucho creerlo, ¿Qué sentido tenía terminar acercándote a quienes te habían hecho sentir tan insignificante? ¿Para qué querría mostrarse ante aquellas arrogantes  chicas, precisamente en el momento en que más vulnerable resultaba? Y no sólo porque su mirada y su ánimo parecieran resquebrajarse a cada paso, sino porque su cuerpo también tenía un aspecto muy frágil.

Poco después lo entendí, claro... en cuanto me detuve a observarla en clase, siempre estática, mirando al infinito verde de la pizarra, hasta que algún profesor pretendía rescatarla de su ensimismamiento. Era entonces cuando Eva, en un intento de respuesta, se sentía atrapada, primero por la sensación de mareo y, después, por el desmayo.

- Muchacha -entonaba el profesor  con intención amable-, ¿Pero tú has desayunado hoy?

Eva sólo atinaba a apretar los dientes y agachar los ojos. Ahí mismo me di cuenta. Mi amiga había empezado a comer menos que poco, porque necesitaba ser como las demás, las que podían enfundarse en la moda que llevan las chicas de ahora, ajustada, atrevida, para marcar, como me contaba ella, los huesos de las caderas y lucir una pronunciada clavícula, sobre la cual algunas, las más extremas, colocaban piedras redondeadas para después poder demostrar en las redes sociales el poder de sujeción de sus esqueletos.

Eso mismo pensé yo, una locura, una extraña locura. ¿Por qué, Eva? "Necesito sentir que me quieren, que aquellas chicas me aceptan en su grupo, porque creen que estoy tan delgada y soy estilosa como ellas. Y quiero que ellos me miren y me sonrían al verme; que deseen hablarme y sea yo quien les esquive; que les guste acercarse a mí y tengan en cuenta lo que digo y lo que hago. ¿Tú saldrías conmigo, Nacho? Dime, ¿te gustó así, como para querer salir y que te vean conmigo? ¿Te parezco interesante acaso con mi camisa ancha y mis vaqueros rectos de chico, talla enorme, que llevaba antes? Anda, no mientas...".

-"Eva, tú eres mi amiga" -le decía- y , en ese instante, se hacía el vacío, un terrible silencio venía a caerme encima, como una enorme losa que me sentenciaba y aniquilaba, por idiota, por insensible.

Yo no sé si era porque la conocía desde la niñez y no era capaz de ver en ella todo lo que en las demás me parecía un sagrado deleite, o porque una chica de gesto tan gris y hundido no venía precisamente a despertar pasiones ni sentimentales ni hormonales. Sea como sea, no lograba ver en sus ojos más que un remoto recuerdo de la niña desenfadada y feliz que un día fue, con sus botas del fútbol y su balón bajo el brazo... Y, ahora, la miraba y buscaba allí en la pupila de siempre a la amiga, mas solo encontraba un gesto hostil, a veces hueco.

La veo frente a su espejo. Se ha desnudado. Va recorriendo con los ojos cada recodo de su figura, mientras da voz a su infierno interior diciéndose "¡mira qué horrible eres; tienes muchas caderas y la celulitis se ve por todos lados; qué pelo tan soso y áspero; llena de granos y sin apenas pechos...! ¿Cómo les vas a gustar?". La mirada se detiene ahora a la altura de los brazos extendidos. Veo espantado esos terribles cortes, algunos ya cicatrizados, otros más recientes, y otros pocos sólo arañazos de lo que aspiraba a ser una herida de muerte y se vio frustrado por el miedo y el abatimiento. Eva llora cada vez que se descubre la piel y comprueba las marcas inconfundibles de la autodestrucción. Piensa en ese momento que es inútil castigarse con el hambre, llenando vacíos con agua y manzanas; así que, asestada por la frustración y un latigazo en el estómago, carga su ira contra la puerta de la nevera, para sacar de ella todo lo que pueda ayudarla a calmar sus ansias. Se le escapa la furia de entre los dientes y chilla, entre bocado y bocado. Se odia por estar haciendo eso, por llenar su boca más y más, sin dar tiempo a masticar. Le corren las lágrimas por la cara y siente cuando traga un jirón por dentro. Deprisa, que pueden verte; traga, Eva, ¡qué más da! No vas a ser como ellas...

Me contó que aquellas escenas continuaban en el baño, agarrada a la taza e intentando vaciarse de culpa y comida con ayuda de los dedos en la garganta. Y así la descubrió su madre. En los párpados superiores le vio unos puntitos rojos muy marcados, por los capilares rotos con el esfuerzo del vómito y un día en la ducha vio las lesiones de los brazos. Además, después de esos episodios compulsivos, Eva caía en un estado emocional que la recluía en su cuarto y la ahogaba en llanto. La vida terminó haciéndose insostenible. "Nacho, no me soporto; odio mi imagen en el espejo; odio a mis padres; odio este mundo porque no hay lugar en él para mí... Y por eso quería un día ser valiente y poner fin a este infierno. No me quedan fuerzas ni para estar clase ni para continuar con los entrenamientos. Nadie se dará cuenta de mi ausencia, lo sé".

Eva comenzó a visitarle desde entonces. Su madre acudió primero al instituto para averiguar si allí ya se habían dado cuenta de algo. La orientadora la informó de que casi todos los profesores comentaban que el carácter de su hija había cambiado mucho en el último año. Había pasado de ser una alumna participativa y motivada en el primer curso de secundaria, a convertirse en un espíritu silencioso, ajeno a los libros; a los compañeros; a mí, que era su mejor amigo, e incluso a sus dos pasiones, el balón y los pinceles y lápices que tan bien se le daban. La madre se enteró también de que hacía meses que Eva había dejado de ir a las clases de gimnasia rítmica de las tardes. Ya no se lo pensó más; la trajo a su consulta medio engañada, haciéndole creer que iba a hacerse unos análisis de sangre. La verdad no sé si realmente usted consiguió ayudarla en algo. Es muy fácil eso de "habla, que yo te escucho" o decir "debes quererte más y hablar con tus amigos".

No sé cómo no reaccioné antes. Sí, ya lo sé, alguien que dice ser el mejor amigo de otro alguien debe acercar el hombro; vigilar los silencios, las lágrimas y las furias del amigo, a veces sólo escuchar y otras, simplemente dar un abrazo. Tendría que haberle dicho antes que a mí sí me gustaba, por su profunda mirada, su sonrisa de antes, sus atléticas piernas, el pelo en media melena que siempre se le venía a la cara; por su hondo pensamiento, que hacía que los demás pareciésemos mentes superfluas y ridículas. A mí no me parecía que fuese una chica gorda. Ninguna falta le hacía pretender una escuálida figura con la que lucir más ligera y elegante, al danzar con las cintas o lanzar las mazas, sobre todo porque a Eva no le gustaba de verdad esa constante exhibición que exige la gimnasia rítmica. No era su pasión; la suya habría sido poder seguir corriendo tras el balón sin que nadie la señalase y la hiciera sentir ridícula. "Amiga, llevas la belleza en tu manera de ser, no en la talla de tu pantalón ni debajo de la lycra del maillot. No dejes que te asfixien más. No castigues más tu cuerpo y tu insegura alma". Sí, tendría que haber ido a su casa para decirle todas estas cosas, para que tomase contacto con los de este mundo; ella hacía tiempo que había entrado en otra dimensión, donde las de sus edad a veces eran incluso ingresadas para recuperar un poco de peso y templar los nervios. La madre de Eva me contó que una de aquellas amigas casi "transparentes" había estado más de un mes ingresada en un centro especial y que, cuando salió y vio el estado en el que se encontraba su hija, le aconsejó que en la próxima visita al psicólogo le dijera que cuando vomitaba echaba también sangre, aunque fuera mentira. Así se aseguraba el ingreso de rescate. En qué estado no estaría Eva... Si seguía así, si a escondidas continuaba lesionándose, sin apenas comer ni hablar ni sonreír... Sucedería, con seguridad. ¿No supo usted actuar? ¿Le contaba ella sobre los demonios que vivían entre sus pensamientos? ¿Lloraba cuando hablaba? ¿Hablaba acaso? Tendría que haber sido yo el que estuviera en su sillón, no le quepa la menor duda. También podría haberle dicho a su madre que dirigirse siempre a Eva con esa dureza no iba a servirle más que para que se aislase más aún en su castillo interior. "No me gusta que vistas así, siempre de negro, con esa raya en el ojo. Come ya y deja de querer llamar la atención, que un día nos vamos a cansar y te quedarás sola...". Yo no te voy a dejar sola, Eva... aunque tenga que ir a rescatarte allí dentro y enfrentarme a ese dragón que tan celosamente te asedia...

Ni fue usted, ni su madre ni yo. Un día, por sorpresa, llamó a su casa su profesor de Plástica. No podía creer que su mejor alumna, la "artista del boli Bic", como él la llamaba en clase, llevase tanto tiempo sin aparecer por clase. Ya sabía, claro está, que a Eva ni le iban del todo bien las cosas. No hizo falta que la dirección del centro le diese muchas pistas sobre las razones de su ausencia. Un tipo inteligente y sensible como aquél supo ver desde el primer día que en los ojos de Eva había otros muchos ojos acechando desde dentro.

martes, 30 de agosto de 2016

Sonata de Enero



No importa ya cuál fue la primera vez. Era apenas una niña. Despertaba una profunda ternura verla lucir aquel vestidito de piqué color crema que primorosamente le había cosido su madre. El cuello y las mangas estaban ribeteados por unos encajes en rosa, el mismo color de los bodoques con los que parecía salpicada la falda de princesa.

Lucía engalanada para cada reunión familiar y a todos encandilaba su modosa compostura, esa sonrisa de niña obediente que ganaba en belleza con el brillo azul de sus ojos y el gracioso estilo de su corte de pelo, ni largo ni escueto, para que las ondas doradas quedasen sueltas y dóciles. El perfecto marco para su elegante rostro ovalado, una piel casi transparente; sólo unas leves pecas en las mejillas contrastaban con el nacarado fondo.

Había escuchado muchas veces a la madre Ana tocar aquel órgano que había en el salón de actos de su colegio. En aquellas teclas todo sonaba a liturgia de convento, pero en su mente la partitura quedaba transformada en ensoñación en clave de fa. Esto ella no lo sabía; ignoraba hasta el nombre de las notas, pero en el centro de su alma latía un universo en polifonía. Y, así, sin querer ni saber, cuando se sentaba a la mesa para la hora de la comida o de la cena, atusaba su vestido, lo acomodaba a la silla y posaba los pequeños dedos sobre el mantel para, de inmediato, empezar a acariciarlo, como si aquellas flores bordadas en tela que vestían la mesa escondiesen teclas, blancas y negras, que ella imaginaba en número infinito, aunque sus bracitos no pudiesen alcanzar más allá del recoveco que formaban la panera y la jarra de agua.

Su padre la observaba, debatiéndose entre la severidad y la ternura. En Navidad, su hija pedía siempre el mismo regalo. "Papá, un piano grande, de los que tienen cola". En las dos últimas ocasiones, encontró entre los presentes navideños un teclado infantil, de juguete. Victoria, intuyendo ya el escaso volumen bajo el papel y el lazo, desenvolvía el paquete desilusionada, un poco dolida en su pequeño ego de futura concertista. Pero, no dijo nada; habría sido descortés por su parte reprochárselo a sus padres... Seguiría entrando a hurtadillas al salón del colegio, para levantar la tapa de aquel órgano y jugar a ser una acariciadora de escalas... Y también de manteles, pues seguiría empleando la sobremesa para deleitarse con el repiqueteo de la yema de sus dedos sobre el borde de la mesa y con la melodía que de allí emanaba y que sólo ella podía escuchar, como se escuchan y sienten las cosas verdaderas, con y desde el corazón.

Y, soñando con tener un piano, pasaron concretamente cuatro inviernos. El tiempo había dejado a aquella niña en la antesala de la adolescencia, a punto de abandonar la candidez infantil, desdibujando en su sonrisa cualquier atisbo de ingenuidad.

A Victoria sólo parecía gustarle la música, la que escuchaba en el aparato reproductor de su madre, en el que descubrió los virtuosos movimientos de Chopin, Liszt o Schumann. Nada en la vida despertaba en ella interés. Su mente y sus manos sólo encontraban deleite en las partituras interpretadas por la genialidad ajena y en la fantasía de creerse capaz de arrancar música a cualquier superficie que pudiera representársele en la imaginación como un piano. No necesitaba salir a ver el mundo, porque el mundo, su inmensidad y su caos, estaba ya cifrado en aquel pentagrama con el que nació, sin quererlo, y que conseguía conectar su alma y su cuerpo en sostenida armonía. Las piezas que su oído registraba terminaban por grabarse indeleblemente, como si ella misma las hubiera compuesto. Seguía visitando el teclado religioso del colegio para darse el placer de escuchar, a través de sus manos, el eco de toda la música que la embargaba. Y así fueron creciendo su pasión, su arte y su sueño de tener un piano.

Para aquella ocasión ya no se tomó la molestia ni de formular el deseo. Si sus peticiones infantiles no obtuvieron respuesta, no esperaba sorpresa alguna precisamente ahora, en aquella noche de Reyes en que ella ya no creía más que en su melodía interior.

Sin embargo, la tarde anterior, cuando salió a dar un paseo con su madre, el sueño alcanzó la ventana del salón de estar de su casa. Y, en verdad así fue, porque unas poleas fueron las encargadas de cargar y aupar un hermoso piano de pared, de madera que se antojaba antigua y que dejó boquiabiertos a los vecinos que vieron volar por el cielo de su calle lo que al día siguiente sería celebrado como el mejor regalo del mundo.

Su padre había tardado mucho en reunir el dinero para aquéllo. Encontró la pieza en un anticuario del centro de la ciudad. No era especialmente vistoso ni elegante en comparación con un piano de cola, pero aquella madera desprendía un algo muy especial y envolvente. Al parecer llevaba años allí expuesto. Había pertenecido a un joven de largos dedos y extremada sensibilidad que sólo pudo acariciar las teclas y exprimir belleza de ellas los diecinueve años que duró su vida. El padre de aquel muchacho quiso conservar el piano como prenda con la que recordarle, pero, al cabo de un tiempo, el dolor y la tristeza de escuchar el silencio bajo la tapa del teclado le desbordaron el pecho y decidió venderlo. El anticuario juró al padre de Victoria que, cuando cerraba la galería de noche, mientras recontaba la recaudación de la caja, se escuchaba un extraño crujir en su interior que terminó por parecerle melódico, mágico.

Cuando al despertar aquella mañana de fiesta Victoria se dirigió hacia la sala, no encontró el paquetito de papel brillante que tantas otras veces sobresalía entre sus zapatos, ni el libro atado con cinta de raso con el que su madre intentaba ofrecerle otros lugares imaginarios donde guarecer su alma. Se quedó inmóvil en el centro del cuarto; sin ella saberlo, sus padres la observaban apoyados en el marco de la puerta, con el corazón encogido e impaciente.

Fue girando su centro de gravedad, llevando los pies y los ojos de una pared del salón a su contraria, dispuesta a abandonar la estancia y entregarse al desolado desayuno de quien se siente profundamente defraudado. Se detuvo al llegar al lado derecho de la ventana. La luz tibia de la mañana de enero se batía en duelo por atravesar el cristal y el blanco algodón de la cortina. Entre las ondas que formaba la tela, un rayo entró sin llamar para postrarse ante aquel altar, entre dorado y caoba, que Victoria descubrió de imprevisto, con la extrañeza de haberse encontrado con un sueño antiguo y que, de tanto ser anhelado, parecía desterrado en el olvido...

No podía creerlo. Ya no habría más música contenida en el pecho ni bajo las yemas de sus dedos sentiría ya el lamento de infinitas corcheas secuestradas. "Victoria, dale un beso a tu padre". Ella sin embargo no creyó que debiera darle las gracias. Ése era su regalo, el que llevaba años esperando, invocando, construido en su mente con minucioso detalle. Al verlo allí, en su salón, supo en realidad que no habría deseado que fuera distinto, ni de color negro ni con cola. Era perfecto, como si hubiera sido creado especialmente para ella.

Fue a su encuentro, ladeó la banqueta lo suficiente para poder tomar asiento y atusar la elegante falda que había elegido para ese día de fiesta. Desnudó el teclado y descubrió encantada unas maravillosas piezas de marfil que, con el tiempo, habían abandonado el blanco y presentaban manchas anaranjadas con formas caprichosas, que más parecían llameantes señales de algún remoto incendio musical.

Posó los dedos sobre ellas; los deslizó primero de un extremo a otro, como esa primera caricia que se da a lo que sentimos como propio. Sintió un escalofrío, como si, al contacto con las teclas, la electricidad la atravesara, entrando por la cabeza, recorriendo cada vértebra para después cambiar el rumbo hacia los pies, ya apoyados sobre los pedales del piano, que parecían de bronce desgastado. Así quedó cerrado el circuito, pues aquel extraño rayo que entró en Victoria a través de sus manos retornó a la caja de resonancia, sellando así un extraordinario vínculo que venía a unir destinos, los pasados y los futuros.

Con un gesto que pareció firme y a un tiempo dulce, extendió los dedos de la mano, dando amplitud a sus palmas para que el baile de los dedos sobre las teclas parecieran una ola en continuo movimiento.

Cuando él la vio en esa primera interpretación, tan ágil, tan hermosa, no atinó a distinguir a qué notas se dirigían aquellos dedos que cambiaban de tecla como un soplido imperceptible. Victoria cerraba los párpados y veía la música: frondosos árboles, terribles tormentas, vistosos pájaros, nieblas perpetuas o rosados amaneceres... La tristeza, el desdén y la furia, el dolor y el amor. Victoria veía y sentía el mundo con el oído y con el alma. Y de esa misma manera la conoció él. Se presentó el primer día y se quedó admirándola, extasiado, con el hombro apoyado en el lateral del piano. Victoria parecía abalanzarse sobre las teclas cuando la música la embargaba de pasión. Echaba su cuerpo hacia atrás, con los ojos cerrados y el ceño levemente fruncido, acorde al sentir del movimiento. Le admiró la belleza de la imagen. Pudo ver allí mismo su alma. Sin palabras. Él sólo podía contemplarla desde el silencio, el que había sido su hogar y su refugio en los últimos años. No quiso que se diera cuenta. De haberle sentido, el concierto en "mi bemol mayor" se habría visto importunado por el osado espía de acordes. Ella prosiguió con la interpretación, mas  no le fue posible acabar. Sin necesidad de abrir los ojos, percibió su presencia. Todo lo llenaba, por fuera y por dentro del piano y de la pianista.

Victoria sintió una cálida proximidad en el transcurso de la partitura. No pudo verle, pero intuyó primero y supo después quién era aquél que venía a visitarla para escucharla tocar, para admirarla. ¿Por qué has venido?, Negras y blancas entrelazadas con sus dedos. "Yo te conozco, desde siempre y para siempre", resonó en su cabeza. Quedó inmóvil por un instante, se hizo el silencio dentro del piano. Victoria abrió los ojos. En la sala no había nadie, pero nunca antes había sentido el corazón tan acompañado, tan pleno. Dejó caer de nuevo las pestañas y reposar sobre las mejillas. Entonces lo vio, nítidamente. Llevaba puestos unos pantalones oscuros y una camisa blanca con las mangas levantadas hasta el codo. Tenía los brazos cruzados y estaba apoyado en el piano, observando. El pelo era castaño claro, con cierta ondulación. A Victoria se le antojó de tacto sedoso. Sus ojos, taciturnos; su sonrisa, leve. Una pequeña marca en la cara, señal de heridas pasadas y curadas. De la herida de la muerte nadie pudo salvarle, sin embargo. Descruzó su pose y le tendió la mano. Aquellos larguísimos dedos le fascinaron, pero no correspondió en seguida al gesto. Sintió miedo. Nunca había estado tan cerca de un hombre y con aquél, precisamente, vibró su piel, tanto que, si en ese mismo instante la hubiera rozado, habría podido escuchar música saliendo de sus poros. Tomó aire y, al soltarlo, alargó el brazo, ahora con decisión, intentando alcanzar las yemas de sus dedos. Él sonrió satisfecho y extendió más si cabe su mano para acariciar la de Victoria. "No temas. Siempre hemos estado juntos. Recuérdame.  Cuando te escucho sobre las teclas regresan los recuerdos del día en que nos conocimos, junto al mar". -"Lo siento, yo no he visto nunca el mar...".

No sintió roce alguno, aunque las palmas de ambos estuviesen ya fundidas. No era piel lo que él venía a ofrecerle. Victoria descubrió en ese instante un espejo que le devolvía infinitas imágenes de sí misma, compases de otro tiempo que no recordaba haber vivido, pero en los que se reconocía feliz, de su mano, efectivamente a la orilla de un mar. "Más que a mi vida", le susurró aquel día...

Cabalgaron ligeros los dedos en el piano, agitados, al evocar la noche en que él la besó, precisamente a ella, que ni sospechaba el cálido sabor de otra boca.- "¿Nunca te han besado, verdad?", le preguntó entretejiéndole el pelo con los dedos". -"Nunca", contestó la muchacha a la orilla de la playa. -"Nunca", pensó Victoria mientras avanzaba su Sonata y mantenía la mirada clavada en esos labios lejanos, que en nada se parecían a la carne.

Un enero tras otro celebrarían el primer encuentro, la ardiente caricia, la humedad del invierno cerca del mar... Un remoto acorde consigue rescatar de la memoria trozos de otra vida. A esta orilla en la que Victoria parece no más que una niña con un piano nuevo, van llegando náufragos recuerdos de una mujer, pianista y amante, que tuvo que ver cómo la muerte le arrebataba el amor y el sentido. "No llores; prometo volver a tu encuentro, no importa lo lejos que estés. Nuestro destino no es la ausencia ni el olvido. Más que a mi vida y por encima de ella... Tendrás que saber esperar...".

Y, acariciando el marfil de su piano de pared, recordó cuántos años tuvo que esperar hasta conseguirlo, cuántos paquetes navideños desenvolvió enrabietada, hasta por fin entrar en el salón y ver su sueño hecho realidad. Ahora lo comprendía. No llegó antes porque no era el momento. Su momento estaba siendo pospuesto desde el terrible día en que sostuvo su mano fría y le besó la frente; desde que dejó ser la que fue para convertirse en otra Victoria, con otro rostro y otros ojos, pero idéntico corazón. Él encontró a ambas, que son una sola, entregadas a la hermosa "Sonata de Enero".

"Me encanta escucharte y verte tocar. Has aprendido mucho. No te apures, ya no me iré. He llegado a punto a mi encuentro con el destino".

Ella no se separaría ya del piano. Entregaría sus horas y días a deslizar las manos para arrebatarle música al tiempo. Porque no podría cumplirse aquel destino sin consumir su tiempo, su vida. Apoyado sobre la madera o compartiendo banqueta y teclado, él vería envejecer las manos y el cabello de Victoria. A ella no le importaría comprobar cómo sus dedos parecían estar convirtiéndose en ramitas leñosas de lento crepitar al cálido contacto con las teclas. Cada nota perdida le acercaba un poco más a él. Y así fue, hasta quedarse el pentagrama vacío y la sala, en silencio... Allí sólo podría escucharse ya un eco eterno desde el otro lado.