sábado, 19 de octubre de 2019

Silencio



Regreso del sueño cada mañana, en silencio, justo el que necesito para ordenarme por dentro, para recordar quién soy y qué me espera en el mundo, ahora que tengo los ojos abiertos. 

Necesito el vacío de palabra para recobrar las ganas y lanzarme al día. Desaconsejo que nadie perturbe el momento de mi liturgia en silencio, la del café humeante y la mirada perdida.

Falta al menos una hora para que pueda ser capaz de sonreír, después de dar gracias por todo lo que tengo y tomar conciencia de que la vida merece mucho la pena. Esa gran verdad cósmica me es revelada por el silencio, en silencio.

Se rompe la magia imperturbable cuando se van despertando mis hijos, de uno en uno, haciendo aumentar a cada minuto el nivel de ruido y agitación. No importa, no zozobres, que con hijos chillones también resulta apetecible vivir, me digo, mientras contengo el grito en la garganta con el que reprocharles que no obedecen a ninguna de mis indicaciones y van a conseguir que el vecino de al lado quiera mudarse de barrio.

Recobro el silencio y la calma en el justo momento en que dejo a los ruidosos en el colegio. Me despido de ellos mientras suben la escalera, que se me antoja larga y tardona. Una sonrisa se me dibuja en los labios sabiendo como sé que media hora de silencio en el pensamiento me separa del próximo baño de estruendo del aula. Aun con la música estridentemente alta, siento con satisfacción que puedo navegarme el alma, abstraída frente al parabrisas y el horizonte.

Llego al trabajo. Con un pie en mi clase, después del efusivo saludo a los compañeros y alumnos, compruebo que no soy la misma que se despertó al rayar el alba, que en ese escenario donde soy profesora me siento llena de ilusión y energía. Sonrío y me muevo con seguridad y soltura. Creo que convenzo a todos de que me gusta lo que explico y  de que aprenderlo puede procurarles a ellos la misma felicidad. 

"Profe, tú es que siempre sonríes". "No te creas, amigo, que yo siempre me despierto escupiendo fuego, enfadada con todo y con todos porque habría preferido quedarme aferrada al silencio de la noche".

A pesar de la alegría que me embarga la mayor parte de los días en el trabajo, hay varios e insufribles momentos en el transcurso de las clases en los que vuelve a saltar por los aires el equilibrio. "Shhhh, shhhh, silencio!!!!" ¿Queréis dejarme terminar la frase? ¿Por qué chilláis así, como polluelos hambrientos y enloquecidos? Silencio, silencio, por favor. Hasta que no calléis, no sigo. No siento que respetéis mi esfuerzo por abrir la ventana de vuestros cerebros...

Se me frunce el ceño. Pienso entonces en lo vulnerable que es la paz interior, en cuánto ruido nos ensordece y colapsa. Comprendo al observar a mis alumnos que, en realidad, no hay mala intención en su comportamiento. No saben ser de otra manera, porque les han enseñado a ser así, a hablar siempre para opinar siempre, porque alguien pensó alguna vez que no se puede privar a los niños de su libertad de expresión, no se vayan a traumatizar los pobres. 

Me doy cuenta de que no solo debo enseñarles la vida de las palabras, cuántas existen y cómo se ordenan para nombrar el mundo, sino que, también, están pidiendo a gritos alguien que les calle la boca, que les enseñe el valor del silencio, para escuchar lo que los demás nos tienen que contar, para aprender a corresponderles solo cuando es oportuno y pertinente. Porque en silencio es como dejamos trabajar a nuestra mente; saber callar es la fórmula prudente para no invadir el espacio de los demás, en silencio es como podemos apreciar la belleza de la poesía y la música, elegantes quebrantadores de mi calma.

Shhhh, shhhh, contened la palabra, no me robéis " las ganas de tener ganas" de hablaros y sonreíros, ensordeciéndome ahora el oído y el alma.

Silencio, que en silencio llegamos al día, y a la vida, y en silencio nos vamos al sueño, que todo lo acalla. Me siento a esperarlo, olvidada del ruido del día, que tanto me espanta...