sábado, 9 de enero de 2016

Del cuento de Misha al verso de Lorca



Murcia, en torno a 1980, año de las Olimpiadas de Moscú, que tuvieron por mascota al osito Misha


"Emilia, érase que se era, en un pueblecico de las montañas, un osito muy regordete y simpático llamado Misha". Así comenzaba mi abuelo su cuento de "buenas noches" siempre que me quedaba a dormir en su casa. Yo era muy pequeña, tanto que me perdía en las cuatro esquinitas de su cama. También la noche me parecía enorme e inquietante, hasta que mi "eyo" daba comienzo a la fábula infantil. Su voz grave y profunda contrastaba con el tono entrañable de las aventuras de aquel osito.

Misha y Natasha, los protagonistas, me parecían graciosos, al menos en los argumentos que mi abuelo les preparaba improvisadamente en aquellas veladas en las que se sentía tan afortunado y dichoso por poder librarse de su soledad, la inseparable desde que se fuese para siempre su Emilia, mi abuela.

Otra Emilia escuchaba, con oídos atentos y ojos curiosos, fijos en el infinito verde de los de mi abuelo, convencida de poder ver, si permanecía inmóvil, siguiendo la cadencia del cuento, al oso Misha y sus muchos amigos, saltando y cantando conforme aquel narrador de lujo dictaba. Creía que mi abuelo era especial; me sorprendía que él, que tan serio y triste se me antojaba siempre, imaginara esas historias tan simpáticas para mí. No sabía que, en realidad, se inspiraba en la serie de dibujos animados que en aquellos años 80 se emitía en la televisión. Qué pequeña e ingenua no sería yo que no alcanzaba a conectar lo que veía en la pantalla con lo que mi abuelo recreaba para mí en sus cuentos. El cerebro del niño construye el mundo a su manera, tendiendo puentes entre aquello que nunca ha existido y cerrando los ojos, sin embargo, ante lo que para los adultos en tan obvio y simple.

Decía que mi abuelo, Bartolomé Jesús, debía hilar sus relatos con retazos de las sesiones que pasaba sentado en su mecedora de mimbre, aliado con la apreciada televisión, que acompañaba sus interminables tardes en soledad. Sé que siempre estaba encendida, con el volumen muy alto, no tanto porque aquello que la pequeña pantalla mostraba le resultase verdaderamente interesante, como por llenar el vacío salón de sonidos e imágenes. Y, en ese baile incesante de personajes tras el cristal, aparecía cada día Misha. No creo que mi abuelo estuviera pendiente del argumento de la serie; seguramente reconstruía historias para la nieta rescatando un par de nombres, tres escenarios y mucha imaginación de su parte.

Si tuviera que recrear el recuerdo de mi abuelo tendría que hacerlo yo también a base de retales e imágenes; la memoria es discontinua y no nos permite elaborar un relato del pasado completamente fiel a la realidad y ajustado a una exacta cronología, de manera que llenamos los vacíos como si fuera un mosaico, con escenas que quizá, incluso, ni sucedieron. A él podría ahora evocarle, devolverle a mi mente, sentado frente al mar, con el recuerdo perenne de su esposa dibujado en la arena, mientras tararea alguna canción de la admirada Concha Piquer, "la del famoso baúl". O bien, con gesto excesivo y teatral, declamando versos de García Lorca; comiendo un crujiente pastel de carne murciano de la pastelería Bonache o un "Pío Nono" del otro santuario del "abuelo goloso", la confitería Máiquez, al tiempo que me explica lo excelso de la obra del escultor Francisco Salzillo: "Nena, esa Dolorosa parece que está hablando". Apasionado del arte y artista; sus dibujos de juventud eran verdaderas joyas de buen gusto.

Ensimismado otras veces en sus oraciones y melancólico pensamiento, dejaba en mí una amarga tristeza cuando tocaba despedirse hasta la próxima y dejarle en su salón, sentado en la austera mecedora, aunque, eso sí, rodeado de hermosos óleos con los que, con tiempo y acertada elección, consiguió vestir aquellas paredes.
Dedicó su vida a la enseñanza y la abogacía, profesiones que imagino que ejerció con el apasionado fervor que ponía en todo aquello que le gustaba. Le encantaban los superlativos: "extraordinario, bellísimo, espantoso, maravilloso...", adjetivos que podía utilizar para hablar de un cuadro, una joya, una canción o un hervido de alcaciles y cebollas. Él fue siempre un poco hiperbólico y superlativo, para mí no fue "un abuelo", fue "el abuelísimo".

¡Qué extraña relación ésta entre el tiempo y la vida! Yo, que hasta hace poco sentía que "el abuelísimo" era un personaje principal en el fotograma global de mi vida, por lo mucho que había representado en mi infancia y por su huella en la primera juventud, y que no parecía destinado a desaparecer, tomo conciencia de que el tiempo avanza sin mirar atrás y de que dentro de poco serán ya nueve los años que hace que se fue y muchos más los que quedan de su ausencia, y de ausencias de otros tantos que se irán.

Y todo lo que pudimos decir y no dijimos; lo que se esperaba de nosotros y nunca llegó a realizarse. Sólo nos queda entonces enmendarnos con los que aún están y "hacer" y "ser" conforme habríamos querido que "hiciesen" y "fuesen" con nosotros.


Dibujo de Jesús Martínez Balibrea, en sus años de Magisterio, antes de la guerra civil

1 comentario:

  1. ¡Qué tiernos y emotivos recuerdos! Los abuelos dejan esa huella en nuestros corazones y su cariño nunca se aleja de nuestro lado ni aún con el paso del tiempo

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