Visito a Ángel cada día en el
hospital. Desde hace unos meses sale y entra de allí con demasiada frecuencia.
Sé que las cosas no van muy bien con lo suyo. Y lo sé porque siempre soy yo
quien acompaño a mi madre a los médicos; ella no sabe español. Muchas veces
dejo de ir al instituto para acompañarla al hospital, a pedir las medicinas o
para ver a la asistenta social, la que tiene que conseguirnos ayudas. Así que
mejor que nadie sé lo que le pasa a mi hermano mayor, un cáncer. Lo han operado
ya, pero no parece que haya salido muy bien. Si no, no estaría ahora ingresado,
con esa mala cara.
Ángel es cristiano y su novia,
también. Ella llora siempre que va a verle. Me imagino que será de pena, de
pensar que pueda morirse. No creo que a él le ayude mucho verla así, llorosa.
Yo, cuando voy, es para animarle. Le cuento lo que hago en el taller de nuestro
primo cuando no voy al instituto; le hablo de los chavales a los que he conocido en el
barrio y de nuestros hermanos. Somos muchos, con él y conmigo sumamos diez.
Ángel es el mayor; yo, el cuarto. Entre nosotros hay una relación especial. Nos
llevamos siete años o así, pero nos une un lazo fuerte. Cuando aparezco por el
hospital siempre me pide que le lea la Biblia y así lo hago, en rumano, y,
menos mal, porque, si no, se me va a olvidar cómo se dicen las cosas en mi
lengua. Sí, mis padres siguen hablándola, pero apenas hablo con nadie, y menos todavía con ellos. La
Biblia me ayuda a no olvidar el rumano, pero a nada más; no entiendo por qué
Ángel cree en Dios después de lo mal que
se ha portado con nosotros y, sobre todo, con él, allí metido, con la cara
pálida y con el miedo en el cuerpo con sus veintipocos años.
Soy el mayor de los que vivimos en el piso,
así que me veo casi como un padre, sobre todo porque el mío, aunque dice que se
va a la chatarra y a ganarse el pan, bebe mucho y no anda muy pendiente de
nosotros y me da rabia, sobre todo por Eric, que está enfermo de los pulmones,
y las dos pequeñas, que tienen tres años. Muchas veces mis hermanos no van al
colegio y mira que viene la asistenta a regañar a mi madre, a decirle que los
críos no pueden quedarse en casa, y menos solos, y que vamos a perder la ayuda
de dinero que nos dan todos los meses, y que hay que ir a la escuela a
aprender, para que todos tengamos un buen futuro.
Creo que a mi madre le preocupa
el futuro; sé que no le gusta ver dónde vivimos. A veces me preguntan en el
instituto si desayuno por las mañanas o si hay en mi casa de todo lo básico
para comer. Yo hago como que soy de pocas palabras y muevo la cabeza para que
parezca que digo que sí. Pero comer, comemos poco. Y se me nota, porque Miriam,
la que se ocupa de los problemas de todos en mi instituto, siempre me dice que
estoy demasiado delgado. Gracias a ella tengo el chándal para las clases de
educación física; se lo dio para mí una amiga suya. También me ha dado
sudaderas y pantalones. Ella sí sabe dónde vivo. No le gustó nada cuando le
conté que estamos de ocupas en un piso pequeño, sin ducha, y sin sitio para
lavar, por eso mi ropa va siempre más bien sucia y yo debo oler peor de lo que
creo. Otra chica del ayuntamiento les contó a las profesoras de mi instituto
que la casa está, además, sucia, que cogemos ropa de contenedores y que la
nevera anda siempre vacía. Les preocupamos porque, como dicen, somos menores y
no tenemos culpa de la mala suerte de mis padres. Ellos se vinieron hace unos
años de Rumanía. Allí era todo peor y eso que aquí ya es malo. Prefieren buscar
chatarra y estar amontonados todos en una habitación antes que volver a la
miseria de mi país. Pero, claro, bien, lo que se dice bien, no estamos. Mi
madre tiene miedo de que en ese ir y venir de la gente del ayuntamiento, al
final, nos terminen separando de ella. Entonces, cada vez que tenemos que ir a
hacer papeles y a que nos `pregunten, se le tuerce el gesto, más aún. El día
que vino a mi instituto a firmar el papel para que yo pudiera estar en un grupo
de apoyo especial, con una profe especial, iba ya poniéndose en lo peor. Creía
que le iban a seguir preguntando sobre nuestra vida, nuestra casa y la comida
de la nevera. Nadie se creyó que aquella señora de aspecto pueblerino, con
arrugas en la frente y la sonrisa queriendo ser de falso oro pudiera ser mi
madre, porque parecía más bien mi abuela. Y no es mayor, o por lo menos es igual
de mayor que las otras mujeres que parecen que tienen su edad y que trabajan
allí en el colegio, cuarenta o así, o algunos más, pero no muchos más.
Menos mal que ese día también
venía Isabel, una buena mujer del barrio. Ella tiene una asociación de vecinos
que ayuda a los que más lo necesitan. Y a nosotros no es que nos ayude, es que
es como la mano derecha o como el corazón. Si nos faltase… Yo no sé. Está
hablando con mucha gente del ayuntamiento para conseguirnos una casa de
alquiler barato; lleva a Ángel a los médicos; ha recogido en su propia casa a
mi hermano Eric, que tan malos catarros pasa por su enfermedad porque nosotros
no tenemos calefacción. Y por mí también mira, claro. “Ay, Mihai, ¡qué bueno
eres, pero tienes que pensar más en ti y en tu futuro! ¡Que no me vuelvan a
llamar diciéndome que faltas o que te escapas en el recreo!”. Siento mucha vergüenza
cuando Isabel me dice todo eso. Yo no quiero enfadarla; es que a mí lo de los
libros no me va. Además, no entiendo nada de lo que ponen.
Pero, qué le iba a hacer, no
podía defraudarla, y por eso empecé el curso otra vez. De nuevo en el grupo ese de compensatoria, el
del apoyo con la profesora. El año pasado era profesor. A mí no me disgustó;
algo aprendí. Los demás la tenían tomada con el pobre hombre. Pero ahora tocaba
una mujer, la “paya de la profe” que dicen los otros. Somos once y nunca
estamos todos. Creo que todos somos gitanos; ellos españoles, yo, gitano rumano.
De mí se burlan, ¿no que dicen que yo no soy gitano? ¡Sabrán mucho los
desgraciados! Se meten con mi pelo y mi
coleta, con mi ropa y mi acento. Algún rato hay que me tratan como de los
suyos, cuando a escondidas echamos un cigarro, o si nos vemos en la calle y
queremos prepararla.
La profesora no tenía muy buena
cara el primer día que vino a nuestra clase; estábamos en un taller, al lado de
donde estudian los mayores que hacen cosas de cables y coches. Lejos de los
demás, de los de nuestra edad. Y ojo con salir de allí sin permiso o andar por
los pasillos. Ella sonrió como de mentira; yo creo que ni se imaginaba dónde se
metía. Luego nos enteramos que era la primera vez que trabajaba de apoyo,
explicando de todo, o de nada… La clase era grande, fría, nosotros, pocos y
ella, con cara de “dónde estoy”. Pasábamos hasta cuatro horas al día con ella.
Quería empezar todas las mañanas con lo mismo, leer, escribir, las
cuentas. Yo, en mi mundo y los demás,
con la gorra enroscada a la cabeza y tumbados sobre la mesa. No tenía que ser
fácil estar en el lado de la profe. Cuando pasaron unos meses y vimos que no
era tan mala como creíamos, igual había alguna mañana que conseguía que
trabajásemos con fichas. Siempre nos preguntaba cuánto habíamos dormido y si
habíamos desayunado. Todos rebufaban de rabia con sus preguntas, aunque, poco a
poco, fueron tranquilizándose. Hasta íbamos a la biblioteca y veíamos películas
o hacíamos multiplicaciones con el ordenador.
A mí no me importaba hacer cosas
en clase. Me gustaba leer y escribir, pero me costaba mucho. A la profe le
sorprendió saber que yo hubiese aprendido solo, sin ayuda, a leer y a escribir
en rumano. “Debes tener facilidad para las cosas de lengua”, decía siempre, y
también “es que el español y el rumano se parecen”. Intentaba llevar mis
cuadernos siempre en la mochila. Muy ordenados al final no iban porque yo
siempre falto mucho a clase y porque la mayoría de los días, la pobre paya no
conseguía de nosotros nada, más que jugásemos al ahorcado o que echásemos una
partida al ajedrez. “Menos es nada”, se consolaba ella.
Sé que me miraba con cariño.
Debía darle pena o algo así. Siempre me preguntaba por mi hermano Ángel y por
mi desayuno. Del cáncer no le decía nada; sobre lo que en realidad no había
comido, mentía. No creo que se quedara convencida, pero ella sonreía y a mí eso
me gustaba.
Después de muchos meses, ya en
primavera, en el instituto se enteraron por Isabel de que Ángel había
empeorado. Mi profesora, sin querer que ninguno de los otros de la clase se
enterase, me preguntaba en el pasillo cómo iba todo. Le conté que estaba mal,
que yo iba todos los días a verle y a leerle la Biblia, para entretenerle y
calmarle, incluso por las mañanas, aunque tuviera que dejar de ir al instituto.
No me pareció que le enfadaran mis faltas. Entendió que era más importante que
yo estuviera al lado de mi hermano, que en realidad era como si fuese mi padre.
El día que más me sorprendió fue cuando apareció con una crucecita que decía
que le habían dado a su hijo en la iglesia, en sus clases sobre Jesús. Me pidió
que me la quedara y que se la llevara a Ángel, para que le sirviera de
consuelo, él que era tan creyente, en esos momentos de soledad en el hospital
en los que tanto miedo debía tener. Guardé la cruz con su cuerda negra en mi
abrigo. Le di las gracias. Esa misma tarde iba a verle. Le leería lo que él
quisiera y le regalaría “algo de Dios”.
Casi no me dio tiempo a quitarme
el abrigo al pasar la puerta. Dos enfermeras iban de acá para allá, tocando sus tubos y con el móvil llamando al
médico, claro. Mi madre estaba allí, cosa rara, porque ella siempre estaba en
casa con los pequeños. Pero ese día, menos mal. No pasó más de media hora. Es
que ni pude verlo con los ojos abiertos. En la mañana sí había estado
consciente, pero a la hora de comer dicen que se durmió, pero de verdad, para
siempre. Grité; di puñetazos a su colchón, me clavé mis propias uñas en los
muslos para dejar salir la rabia. Mi casi padre de veintipocos me había dejado
solo…
Estuvimos casi dos meses en
Rumanía. Mis padres quisieron llevarse el cuerpo muerto de Ángel para
enterrarlo con los nuestros. Fuimos mis hermanos y yo. La novia bastante tuvo
con encontrarse al que iba a ser su marido sobre aquella cama, rígido y pálido.
¡Cómo lloraba! Todos lo hacíamos. Bueno, yo solo por dentro. Fue extraño viajar
acompañando a un hermano a su funeral. Mi madre, que hasta entonces me parecía
muy despreocupada, terminó de rompérsele la poca juventud que le quedaba. Al
regreso, mi padre se perdió del todo, entre el alcohol y la oscuridad de la
noche.
Ya creían que no iba a volver al
instituto. Isabel se encargó de llevarme casi de la mano, a recuperar el tiempo
perdido. Querían que aguantase como fuera el curso para que al año que viene pudiera
hacer algo de mecánico y así poder irme, con los papeles en regla, con mi
primo, al taller del barrio. Mi profesora me dio un abrazo de los fuertes, que
me pareció de verdad, de corazón. “Bienvenido, Mihai. ¿Qué quieres que leamos
hoy?”. “Profe, lo que tú digas, pero del Quijote ése, no, por favor. Aquí
tienes, que no se me olvide darte la cruz, para que se la devuelvas a tu
hijo. Gracias. No pude llegar a regalársela. Algún día le veré de nuevo, no sé dónde, pero nos daremos un gran abrazo de hermanos". Y ella dijo “Amén. Así sea, Mihai”.
Ésta es la cruz que Mihai llevó a su hermano |
En memoria de Ángel: "Dommul este Pästorul meu: nu voi duce lipsa de nimic" (Salmo 23:1, en rumano. Su traducción es: "Dios es mi pastor, nada me falta").
Me ha conmovido la historia de Mihai.Gracias por hacernos partícipes a los lectores. un abrazo. Gemma.
ResponderEliminarGracias a todos vosotros por leerla. Es sólo un retazo de vida. Deseo con todas mis fuerzas que Mihai, que no es su nombre real, esté apostando por la vida, por el futuro, y que no se deje atrapar por los "falsos amigos", los que salen al encuentro en situaciones de necesidad, no para ayudar, sino para confundirnos, perdernos y anularnos. En su escenario cotidiano hay infiernos que los demás ni sospechamos. Ojalá sepa escapar y volar libre.
ResponderEliminarMira, Emilia. No sólo escribes muy bien. Aquí hay una muestra de lo que yo considero la mejor de las cualidades humanas: la empatía. Sabes ponerte en la piel del otro, en el corazón del otro. De hecho, has intercambiado papeles. La profe aparece al otro lado. 😉. Me quedo hoy no con la persona que escribe, sino con la persona que siente el latir del corazón ajeno.
ResponderEliminarTe agradezco enormemente tu comentario, Alicia. No siempre es fácil ponerse "en los zapatos del otro". Gracias de nuevo. Un abrazo.
EliminarEs muy triste lo que cuentas pero lo haces tan bien q no soy capaz de dejar de leerlo. Un beso enorme.
ResponderEliminarGracias, Olga. Un abrazo.
EliminarHay mucha luz en tu mirada al prójimo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Cati. Un abrazo.
Eliminaruna historia muy bonita y con un mensage de amor hacia su madre
ResponderEliminarEs increíble la labor que haces, me ha encantado leer la historia de Mihai
ResponderEliminarporque además de tremenda nos hace ver lo dura que es la vida de otras personas y nosotros quejándonos de cualquier tontería. Me siento muy orgullosa de que mi hija haya sido alumna tuya.
Gracias, con todo el corazón. Es reconfortante pensar que algún retazo de las historias que uno vive puede arrojar una nueva luz en la vida de alguien. Yo sí que estoy orgullosa de los alumnos que tengo; aunque a veces creamos que no nos escuchan, están ahí empapándose de cada palabra y gesto que compartimos con ellos. Un abrazo grande, seas quien seas.
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