sábado, 9 de enero de 2016

El dardo envenenado


Hoy, por primera vez en este curso, me he visto obligada a amonestar por escrito a un alumno, a uno que, paradójicamente, me cae bien y a quien tengo por buen chaval. Suelo rehuir de los llamados “partes” en clase, porque considero que hay cuestiones que es preferible gestionar recurriendo al diálogo y a la reflexión, para que de ellos aprendamos todos, no sólo el alumno reprendido. Ante una actitud inadecuada, como por ejemplo hablar a destiempo o lanzar bolas de papel, me parece que resulta más constructivo parar la clase y tratar de convencerles y concienciarles sobre lo absurdo de su comportamiento, sobre el perjuicio que se ocasionan a ellos mismos y al grupo. Si cada vez que un alumno habla con el compañero u olvida su material, pongo un parte verde, la medida termina devaluándose: sólo podrán empapelar su habitación de hojas de colores y, si los padres andan implicados en su educación, que no siempre esto ocurre, puede que también atesoren restricciones varias, en el uso del móvil o el ordenador, o alguna reprimenda verbal. Finalmente, este tipo de apercibimiento deja de resultar efectivo como medida correctiva: si no hay un trabajo de fondo, en el aula o en casa, con el que padres y profesores reforcemos las conductas positivas, de nada servirán cuantas sanciones impongamos, incluso cuando éstas conlleven la expulsión temporal del instituto.

Este ha sido mi planteamiento de partida en todos los centros, también en aquellos en los que he tenido que trabajar con alumnado de necesidades específicas, a los que se suele mantener a raya a base de partes y expulsiones. Ellos empiezan a enmendarse cuando comprenden el impacto real que sobre sus vidas tiene o tendrá un comportamiento inadecuado. Mis alumnos saben desde la primera clase que hay cosas por las que no paso. Pasen los avioncitos ocasionales, los chismorreos cuando me vuelvo a la pizarra o, en el colmo de mi paciencia, el “tablao” flamenco e “improvisao”… Pero los insultos y faltas de respeto, no hacia mí, sino hacia otros compañeros, no pasarán, y seré implacable. A la primera, aviso a navegantes: “¡Ojo a esas bocas que andan sueltas!”. Y hoy ha sido el día en que mi querido alumno se ha zambullido en aguas turbulentas.

El ambiente era muy distendido. Les acababa de pedir que escribiesen sobre el amor, sobre el vivido o el soñado, pero que me hablasen de su percepción sobre este “sustantivo abstracto”. Yo acababa de contarles una anécdota sobre un amor de adolescencia. Una de las niñas, la que suele andar más dispersa con asuntos varios que nada tienen que ver con los libros, ha dicho antes de empezar, con cierto tono de pena: “Yo no creo en el amor, profe…”. Y su compañero, al que tiene por buen amigo, y que necesitaba llamar la atención del grupo diciendo una barbaridad que despertara la risa, apostilla: “A ti es que no te interesa el amor, hija; a ti sólo te interesa…”. Sus obscenos gestos con las manos y sus vulgares sonidos han completado la oración inconclusa. La chica ni se ha inmutado. Su “amigo”, con cara de boba satisfacción. Entonces, he levantado la vista y se han abierto los mares.

-“¿¡Pero un parte me vas a poner!? ¡Si a ella le da igual lo que le diga! ¿No sabes que somos amigos desde pequeños y es que nosotros nos entendemos así, que no es que yo quiera ofenderla? Ella también me llama gordo y gilipollas!”.

-¿Y tú crees, muchacho, que yo puedo venir aquí a explicar lengua, los dichosos verbos y sus endemoniadas conjugaciones, si mis alumnos resulta que no saben comunicarse más que a base de insultos, improperios y despropósitos varios, aderezados con todo tipo de gestos, atentando contra su integridad moral, contra la del compañero y contra la del grupo? Pero ¿en qué clase de adultos os vais a convertir si no sólo no nos dejáis daros contenido, sino que desconocéis las mínimas formas de civismo y comunicación? ¿Para qué tanta red social y global, si lo único que sabemos decir a la sociedad y al mundo son insultos? Y si eso es lo que le dices a quien consideras tu amiga, ¿qué apelativo regalarás a un desconocido? Lo siento mucho, pero es intolerable tu comportamiento”.

Las palabras, el lenguaje, nos identifican como seres inteligentes. Nuestras palabras dejan siempre huella en el otro, positiva o negativamente. Pueden enamorar o despertar el odio más acérrimo; pueden provocar una sonrisa y ser fuente de placer o reavivar los más oscuros fantasmas en el otro. Tenemos una enorme responsabilidad sobre el uso que hacemos de nuestro lenguaje. Podemos ocasionar guerras mundiales o forjar grandes amores. La palabra puede ser un dardo envenenado o una flecha de Cupido. Es el espejo de lo que somos, de lo que llevamos por dentro. “Por eso, chaval, porque te tengo por buena persona, me entristece comprobar que de tu boca sólo salen palabras malsonantes, que ofrecen una imagen muy pobre de ti, y, lo que es peor si cabe, de tu compañera, a la que llamas tu amiga; aunque parezca no importarle tu insulto (ya hablaré con ella sobre esta cuestión y sobre la necesidad de hacerse respetar), ¿qué pueden pensar de ella quienes no la conozcan e ignoren que para vosotros es normal tratarse así entre amigos?”.

Lamentablemente, se está extendiendo entre nuestros jóvenes un estilo de comunicación en el que impera la agresividad y el lenguaje soez. Han normalizado tanto este registro que no llegan a entender ni la reprimenda. “Profe, ella sabe que no quiero ofenderla porque no sólo importa lo que se dice, sino dónde se dice y cómo -me explica el alumno a modo de clase magistral- y tú no tienes por qué decirme lo que puedo o no puedo decir a quien yo quiera y donde yo quiera, porque a vosotros os pagan por que nos enseñéis lo que nos tengáis que enseñar, no para decirnos cómo tenemos que hablar”.

“En la calle, o en el pasillo si quieres, podéis establecer el código con el que os queráis relacionar; será igualmente inapropiado y vulgar, pero lo habréis acordado entre ambos y os tendréis que responsabilizar de sus consecuencias. Ahora bien, en mi clase, en nuestra clase, donde tenemos que convivir y adonde venimos a aprender, a formarnos, a escuchar, a expresarnos libre y ordenadamente, aquí no se van a consentir salidas de tono ni comportamientos soeces. Y no, a mí no me pagan sólo por explicar Lengua, a mí me pagan, o así lo entiendo yo, por contribuir a tu desarrollo como individuo, por dar apoyo a la educación que deberías traer interiorizada de casa y muy mala profesora sería si cerrase los ojos ante vuestras desbandadas y atropellos verbales. Nadie me va a convencer de lo contrario; antes de hablar, el cerebro tiene que procesar. La gente no va por la calle soltando por su boca lo primero que piensa. Pensamos, filtramos y luego hablamos. Y, si no lo hacemos, el conflicto estará servido”.

Sin duda, éste es un muy mal síntoma. Los adultos del futuro son estos chavales para quienes el lenguaje ha dejado de ser una proyección de su inteligencia. La sociedad de consumo y del espectáculo y las instituciones que mueven los hilos de este gran teatro les han desprovisto de contenido, de cultura, de intereses, de valores. A muchos, a demasiados, les han terminado convirtiendo en consumidores pasivos de audiovisuales, en espectadores de series y programas televisivos nada ejemplares ni edificantes, donde la tónica general a la hora de relacionarse con el otro pasa por el insulto y la ofensa continuos. De nuevo, el poder de la palabra. La que viene envenenada, la primera vez no parece amarga, pero, poco a poco, va haciendo mella, va socavando nuestro interior hasta provocarnos daños irreparables. La palabra bella no sólo se creó para la poesía y el embeleso amoroso, que también, sino para convertirse en la bandera que cada uno debe ostentar, en señal de paz si es blanca, de amor si es roja o azul si quiere transmitir sabiduría. Que cada uno elija su color, que embellezca su lenguaje conforme a sus intenciones y a su estilo, pero no dejemos que aquello que nos convierte en seres especiales, el don de la palabra, sea vapuleado por el mal gusto y la ignorancia. Debemos pasar un buen testigo a las generaciones que vienen. Los jóvenes no sólo deben convertirse en los más avezados en cuestiones tecnológicas; deben también conservar el patrimonio de la palabra, de la certera, de la hermosa, la que hable de nosotros a los demás, con la que replicar educadamente al adversario, con la que enamorar al ser amado, con la que reivindicar nuestros derechos, con la que hablar con nosotros mismos en continuo y terapéutico monólogo…

“Las palabras pueden actuar como dosis mínimas de arsénico: uno se las traga sin darse cuenta, parecen no causar problema alguno, pero al cabo de un tiempo se produce el inevitable efecto tóxico”.

VÍCTOR KLEMPERER [2006: 14]
Víctor Klemperer (Landsberg an der Warthe, actual Polonia, 1881-1960) fue un periodista, filólogo y escritor alemán de origen judío. Cuando el nazismo llega al poder en Alemania, es destituido de su cátedra de Filología de la Universidad Técnica de Dresde. Desde entonces, y trabajando ya como simple obrero, se dedicó a recoger en un diario sus reflexiones sobre la manipulación del lenguaje que empleaban los nazis, y de cómo impregnaba a toda la sociedad alemana. Estas anotaciones se plasmaron en su obra de 1947, Lingua Tertii Imperii: Notizbuch eines Philologen (La lengua del Tercer Reich: Apuntes de un filólogo), de donde procede la cita empleada.

( Cf. Luis Carlos Díaz Salgado. UNIVERSIDAD DE SEVILLA).



4 comentarios:

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    1. Gracias, Elia... Seguimos estando a tiempo de ponerle remedio, en casa y en la escuela.

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