Hoy,
por primera vez en este curso, me he visto obligada a amonestar por escrito a
un alumno, a uno que, paradójicamente, me cae bien y a quien tengo por buen
chaval. Suelo rehuir de los llamados “partes” en clase, porque considero que
hay cuestiones que es preferible gestionar recurriendo al diálogo y a la
reflexión, para que de ellos aprendamos todos, no sólo el alumno reprendido.
Ante una actitud inadecuada, como por ejemplo hablar a destiempo o lanzar bolas
de papel, me parece que resulta más constructivo parar la clase y tratar de
convencerles y concienciarles sobre lo absurdo de su comportamiento, sobre el
perjuicio que se ocasionan a ellos mismos y al grupo. Si cada vez que un alumno
habla con el compañero u olvida su material, pongo un parte verde, la medida
termina devaluándose: sólo podrán empapelar su habitación de hojas de colores
y, si los padres andan implicados en su educación, que no siempre esto ocurre,
puede que también atesoren restricciones varias, en el uso del móvil o el
ordenador, o alguna reprimenda verbal. Finalmente, este tipo de apercibimiento
deja de resultar efectivo como medida correctiva: si no hay un trabajo de
fondo, en el aula o en casa, con el que padres y profesores reforcemos las
conductas positivas, de nada servirán cuantas sanciones impongamos, incluso
cuando éstas conlleven la expulsión temporal del instituto.
Este
ha sido mi planteamiento de partida en todos los centros, también en aquellos
en los que he tenido que trabajar con alumnado de necesidades específicas, a
los que se suele mantener a raya a base de partes y expulsiones. Ellos empiezan
a enmendarse cuando comprenden el impacto real que sobre sus vidas tiene o
tendrá un comportamiento inadecuado. Mis alumnos saben desde la primera clase que hay cosas por las que no
paso. Pasen los avioncitos ocasionales, los chismorreos cuando me vuelvo a la
pizarra o, en el colmo de mi paciencia, el “tablao” flamenco e “improvisao”…
Pero los insultos y faltas de respeto, no hacia mí, sino hacia otros
compañeros, no pasarán, y seré implacable. A la primera, aviso a navegantes:
“¡Ojo a esas bocas que andan sueltas!”. Y hoy ha sido el día en que mi querido
alumno se ha zambullido en aguas turbulentas.
El
ambiente era muy distendido. Les acababa de pedir que escribiesen sobre el
amor, sobre el vivido o el soñado, pero que me hablasen de su percepción sobre
este “sustantivo abstracto”. Yo acababa de contarles una anécdota sobre un amor
de adolescencia. Una de las niñas, la que suele andar más dispersa con asuntos
varios que nada tienen que ver con los libros, ha dicho antes de empezar, con
cierto tono de pena: “Yo no creo en el amor, profe…”. Y su compañero, al que
tiene por buen amigo, y que necesitaba llamar la atención del grupo diciendo
una barbaridad que despertara la risa, apostilla: “A ti es que no te interesa
el amor, hija; a ti sólo te interesa…”. Sus obscenos gestos con las manos y sus
vulgares sonidos han completado la oración inconclusa. La chica ni se ha
inmutado. Su “amigo”, con cara de boba satisfacción. Entonces, he levantado la vista
y se han abierto los mares.
-“¿¡Pero
un parte me vas a poner!? ¡Si a ella le da igual lo que le diga! ¿No sabes que
somos amigos desde pequeños y es que nosotros nos entendemos así, que no es que
yo quiera ofenderla? Ella también me llama gordo y gilipollas!”.
-¿Y
tú crees, muchacho, que yo puedo venir aquí a explicar lengua, los dichosos
verbos y sus endemoniadas conjugaciones, si mis alumnos resulta que no saben
comunicarse más que a base de insultos, improperios y despropósitos varios,
aderezados con todo tipo de gestos, atentando contra su integridad moral,
contra la del compañero y contra la del grupo? Pero ¿en qué clase de adultos os
vais a convertir si no sólo no nos dejáis daros contenido, sino que desconocéis
las mínimas formas de civismo y comunicación? ¿Para qué tanta red social y
global, si lo único que sabemos decir a la sociedad y al mundo son insultos? Y
si eso es lo que le dices a quien consideras tu amiga, ¿qué apelativo regalarás
a un desconocido? Lo siento mucho, pero es intolerable tu comportamiento”.
Las
palabras, el lenguaje, nos identifican como seres inteligentes. Nuestras
palabras dejan siempre huella en el otro, positiva o negativamente. Pueden
enamorar o despertar el odio más acérrimo; pueden provocar una sonrisa y ser
fuente de placer o reavivar los más oscuros fantasmas en el otro. Tenemos una
enorme responsabilidad sobre el uso que hacemos de nuestro lenguaje. Podemos
ocasionar guerras mundiales o forjar grandes amores. La palabra puede ser un
dardo envenenado o una flecha de Cupido. Es el espejo de lo que somos, de lo
que llevamos por dentro. “Por eso, chaval, porque te tengo por buena persona,
me entristece comprobar que de tu boca sólo salen palabras malsonantes, que
ofrecen una imagen muy pobre de ti, y, lo que es peor si cabe, de tu compañera,
a la que llamas tu amiga; aunque parezca no importarle tu insulto (ya hablaré
con ella sobre esta cuestión y sobre la necesidad de hacerse respetar), ¿qué
pueden pensar de ella quienes no la conozcan e ignoren que para vosotros es
normal tratarse así entre amigos?”.
Lamentablemente,
se está extendiendo
entre nuestros jóvenes un estilo de comunicación en el que impera la
agresividad y el lenguaje soez. Han normalizado tanto este registro que no
llegan a entender ni la reprimenda. “Profe, ella sabe que no quiero ofenderla
porque no sólo importa lo que se dice, sino dónde se dice y cómo -me explica el
alumno a modo de clase magistral- y tú no tienes por qué decirme lo que puedo o
no puedo decir a quien yo quiera y donde yo quiera, porque a vosotros os pagan
por que nos enseñéis lo que nos tengáis que enseñar, no para decirnos cómo
tenemos que hablar”.
“En
la calle, o en el pasillo si quieres, podéis establecer el código con el que os
queráis relacionar; será igualmente inapropiado y vulgar, pero lo habréis
acordado entre ambos y os tendréis que responsabilizar de sus consecuencias.
Ahora bien, en mi clase, en nuestra clase, donde tenemos que convivir y adonde
venimos a aprender, a formarnos, a escuchar, a expresarnos libre y
ordenadamente, aquí no se van a consentir salidas de tono ni comportamientos
soeces. Y no, a mí no me pagan sólo por explicar Lengua, a mí me pagan, o así
lo entiendo yo, por contribuir a tu desarrollo como individuo, por dar apoyo a
la educación que deberías traer interiorizada de casa y muy mala profesora
sería si cerrase los ojos ante vuestras desbandadas y atropellos verbales.
Nadie me va a convencer de lo contrario; antes de hablar, el cerebro tiene que procesar.
La gente no va por la calle soltando por su boca lo primero que piensa.
Pensamos, filtramos y luego hablamos. Y, si no lo hacemos, el conflicto estará
servido”.
Sin
duda, éste es un muy mal síntoma. Los adultos del futuro son estos chavales para
quienes el lenguaje ha dejado de ser una proyección de su inteligencia. La
sociedad de consumo y del espectáculo y las instituciones que mueven los hilos
de este gran teatro les han desprovisto de contenido, de cultura, de intereses,
de valores. A muchos, a demasiados, les han terminado convirtiendo en
consumidores pasivos de audiovisuales, en espectadores de series y programas
televisivos nada ejemplares ni edificantes, donde la tónica general a la hora
de relacionarse con el otro pasa por el insulto y la ofensa continuos. De
nuevo, el poder de la palabra. La que viene envenenada, la primera vez no
parece amarga, pero, poco a poco, va haciendo mella, va socavando nuestro
interior hasta provocarnos daños irreparables. La palabra bella no sólo se creó
para la poesía y el embeleso amoroso, que también, sino para convertirse en la
bandera que cada uno debe ostentar, en señal de paz si es blanca, de amor si es
roja o azul si quiere transmitir sabiduría. Que cada uno elija su color, que
embellezca su lenguaje conforme a sus intenciones y a su estilo, pero no
dejemos que aquello que nos convierte en seres especiales, el don de la
palabra, sea vapuleado por el mal gusto y la ignorancia. Debemos pasar un buen
testigo a las generaciones que vienen. Los jóvenes no sólo deben convertirse en
los más avezados en cuestiones tecnológicas; deben también conservar el
patrimonio de la palabra, de la certera, de la hermosa, la que hable de
nosotros a los demás, con la que replicar educadamente al adversario, con la
que enamorar al ser amado, con la que reivindicar nuestros derechos, con la que
hablar con nosotros mismos en continuo y terapéutico monólogo…
“Las
palabras pueden actuar como dosis mínimas de arsénico: uno se las traga sin
darse cuenta, parecen no causar problema alguno, pero al cabo de un tiempo se
produce el inevitable efecto tóxico”.
VÍCTOR
KLEMPERER [2006: 14]
Víctor
Klemperer (Landsberg an der Warthe, actual Polonia, 1881-1960) fue un
periodista, filólogo y escritor alemán de origen judío. Cuando el nazismo llega
al poder en Alemania, es destituido de su cátedra de Filología de la
Universidad Técnica de Dresde. Desde entonces, y trabajando ya como simple
obrero, se dedicó a recoger en un diario sus reflexiones sobre la manipulación
del lenguaje que empleaban los nazis, y de cómo impregnaba a toda la sociedad
alemana. Estas anotaciones se plasmaron en su obra de 1947, Lingua Tertii
Imperii: Notizbuch eines Philologen (La lengua del Tercer Reich: Apuntes de un
filólogo), de donde procede la cita empleada.
(
Cf. Luis Carlos Díaz Salgado. UNIVERSIDAD DE SEVILLA).
Qué razón tienes, compa
ResponderEliminarGracias, Elia... Seguimos estando a tiempo de ponerle remedio, en casa y en la escuela.
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