domingo, 10 de enero de 2016

San Lorenzo de El Escorial y el aleteo de la mariposa



Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, Madrid.



El día que Felipe II salió triunfante de la Batalla de San Quintín quedó sentenciado nuestro destino. El rey ordenó construir el Monasterio para conmemorar su victoria en aquella afrenta contra los franceses, que tuvo lugar el 10 de agosto de 1557, coincidiendo con la festividad de San Lorenzo, de ahí el nombre del Real Sitio ubicado en El Escorial.

De no haber sucedido aquello, hoy no habría ni Monasterio, ni camino empedrado, ni Casita del príncipe; no habría grandes casas en la ladera del monte Abantos, la vida no nos habría traído hasta aquí, ni a mí ni a las miles de personas que, durante años, eligieron San Lorenzo de El Escorial como lugar de descanso. La historia sería otra, quién sabe quiénes seríamos y dónde estaríamos si aquel rey no hubiera elegido este mágico enclave para construir su sueño de grandeza. Por lo pronto, mi hijo pequeño ya no se llamaría Lorenzo; quién sabe si el mundo que esa nueva generación está a punto de descubrir también tendría otro nombre y apellidos. Creo que el destino de mi familia habría sido distinto, sin duda.

El monarca, hombre de fe y extrañas obsesiones, eligió la sierra de Guadarrama, a escasos cincuenta kilómetros de Madrid, para ordenar la construcción de un universo único, una Ciudad de Dios en cuyas piedras quedasen custodiados el conocimiento y la memoria real. En un primer alarde mistérico, la arquitectura del monasterio parece ser reflejo de coordenadas astrológicas muy precisas. Dicen que es un templo del sol, una magna obra en la que algunos han creído que se halla la mismísima “Boca del Infierno”.  A esta leyenda debió contribuir la historia del perro negro que los monjes vieron merodear por primera vez en 1577, durante la construcción del monasterio. Los aullidos del can encogían el alma de cuantos trabajaban de sol a sol con el granito de El Escorial y al cernirse la noche escuchaban al animal clamar a la luna.

El sueño del rey se rompía también con el lamento perruno, aunque varios monjes intentaron convencerle de que aquello que él creía un heraldo de muerte pertenecía en realidad a un miembro de la corte aquejado de horrosos dolores. Nada calmó su angustia. Felipe II tomó una drástica e inquietante decisión: mandó ahorcar al perro en una de las ventanas del templo, a la vista de todo el mundo; allí permaneció colgado hasta pudrirse. Aquello imprimió un particular sello en la mágica historia del lugar y el inofensivo (y probablemente aterrado) perro se reencarnó en el Can Cerbero, el monstruo que según la mitología guardaba las puertas del infierno. Cuentan las viejas historias que nuestro rey, famoso entonces por ser el regio gobernante más poderoso del “orbe conocido”, presa quizá del pánico que despertaban en él la idea de la muerte y los espíritus del mal, siguió escuchando en el silencio de su alcoba y en el de sus pensamientos, el aullido infernal, aun habiendo sacrificado ya hacía años al pobre animal.

Admirando la sobria fachada del Monasterio, no se llega a sospechar la riqueza que alberga en su interior. Cruzo el patio de los Reyes que da la bienvenida al visitante del templo. Desde allí es obligado pasar a conocer la biblioteca; todos quedan maravillados al descubrir sus dimensiones, su belleza y la riqueza de sus fondos. Fue creada para hacer acopio de todos los saberes imaginables y albergar en sus anaqueles ejemplares únicos sobre literatura, ciencia, astrología, alquimia, juegos e, incluso, dibujos y grabados. Una librería del pueblo ha llevado hasta hace poco el nombre de Arias Montano, aquel fraile agustino a quien quedó encomendada la ilustre tarea de reunir para la Biblioteca del rey los fondos bibliográficos sobre todo el conocimiento de la época.

Encaminamos los pasos de nuestra visita al Monasterio hacia los palacios, donde el lugar que más interés despierta es la habitación real, recogida y austera, lugar de ansiado reposo para el monarca y rincón donde llegó a esperar durante más de treinta días una agónica y penosa muerte. Nos cuenta el guía que Felipe II se empeñó, contraviniendo las indicaciones médicas, en ir a morir a San Lorenzo de El Escorial, a despedirse de su querido monasterio. Dicen que el viaje desde Madrid, transportado en silla de manos, duró siete días; todos apostaban a que se quedaría en el camino. Pero no, tuvo que soportar aún altísimas fiebres, sentir hasta el delirio el dolor y el olor de sus llagas y pústulas. No sé qué le atormentaría más, si la proximidad de la muerte o el saberse rodeado de aquel hedor, él que era conocido por su extremada pulcritud y aseo. 

Mientras hablaba el encargado de la explicación, imaginé que a aquel lecho de muerte debieron acudir en procesión todos los fantasmas y miedos del rey, incluido el aullido del perro que sacrificó hacía años, y que, ante la perturbadora estampa, sólo debía reconfortarle poder escuchar desde su cama la misa oficiada en el altar mayor de la basílica, con la que su habitación tenía comunicación directa. El gran hombre, que se había hecho señor de medio mundo, se desintegraba, literalmente, para encontrar el definitivo final el 13 de septiembre de 1598.

En el silencio de nuestros pasos se intuye el vuelo de una mariposa. Esta que bate hoy las alas quizá sea la misma que se posó sobre las flores estivales, aquel mes de junio de 1571, en la festividad de San Bernabé, día elegido por el rey y los religiosos para abandonar la villa de El Escorial (conocida popularmente como El Escorial “de abajo”) y empezar a habitar el monasterio de San Lorenzo. Entonces dio comienzo un capítulo crucial de la historia de nuestro tiempo y de nuestras propias y pequeñas historias vitales, estoy segura. Cerca de estos legendarios e imperecederos muros uno se siente sujeto a los dictados del pasado, atado al pretérito aleteo de una mariposa que sobrevoló este cielo hace cuatrocientos años.

Frente a los días que se escurren, como la arena de un reloj, nos quedan estas mañanas escurialenses; contemplar el cielo y sentirnos contemplados por él; esperar de cada día su irremediable ocaso, confiando en que nos sea regalado durante mucho tiempo un despertar más.






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