Hoy he soñado con él. Hacía mucho tiempo que no me pasaba. Tengo que reconocer que en los últimos años han sido incontables los momentos en que su rostro ha venido a mi recuerdo, en que he deseado que estuviera cerca de mí, de nuevo, como el aliado, el confidente, el amigo incomparable que una vez fue. Seré sincera: le llevo en el corazón, pero también es verdad que han sido innumerables los días en que mi memoria le ha tenido desterrado, invisible.
Así de cruel es el cerebro. Creo que si el ser humano pudiera retener todas y cada una de las imágenes de su existencia y recrear constantemente, para siempre, cada recuerdo de quienes no están, la vida terminaría resultando demasiado dolorosa, insufrible al final. Por salud emocional oxigenamos el alma y la dejamos reposar, libre de recuerdos.
Pero la mente termina devolviéndonos siempre lo que de manera terapéutica nos arrebata por períodos cortos. Después de semanas o meses sin recordar algo o a alguien, su imagen, su presencia regresa, nos visita y reconforta para luego marcharse de nuevo. ¡Y que siempre vuelva!
Me fui pronto a dormir. Han sido unos días agotadores. Concilié el sueño en pocos minutos. Una vez dormida, embriagada por el descanso apacible de mi inconsciencia, exclamé en voz alta, sin que pareciera haber conmigo nadie que pudiera llegar a responder: "¡Qué horroroso e inhumano lo que ha ocurrido en París! ¿Verdad?".
Del rincón oscuro de mi sueño he creído adivinar un asentimiento, un murmullo aprobatorio a mi sentida e indignada exclamación. “ ¿Quién me escucha y apoya en esto que digo mientras duermo?”. Miro hacia la difuminada realidad que a mí izquierda se expande; parecía estar sentado, me ha mirado y sonreído, y con una ternura indescriptible me ha recordado: "A París fuimos tú y yo juntos". Le he reconocido de inmediato y me he lanzado a abrazarle sin pensarlo: "¡Eres tú, Pascual! ¡Cuánto tiempo sin verte en mis sueños, cuántos años de ausencia y silencio! Diecinueve años sin ti y los que quedan... Es verdad, conocimos París en aquel viaje de estudios. Para todos fue una experiencia formidable, la primera al otro lado de la frontera, y para ti, sin aún saberlo, terminaría convirtiéndose en la última vivencia feliz, entre amigos, ebrio de despreocupación y adolescencia. Conservo aún una fotografía en la que salimos juntos, en el autobús, camino de la ciudad de la luz, la misma que hoy parece sumida en dolor y oscuridad. En la memoria, sus calles, sus monumentos, nuestras risas y aventuras parisinas.
Nadie sabe ni el día ni la hora del ineludible desenlace, pero nadie debería marcharse de este mundo antes de tiempo. Ni la enfermedad ni los desastres naturales ni la sinrazón de algunos hombres deberían aparecer en el escenario para precipitar un final que no deseamos y no nos corresponde.
A ti, amigo, se te llevó “la blanca dama” cuando apenas eras un muchacho, cuando casi acababas de estrenar la vida y se te desbordaba la energía por los cuatro costados. Sin avisar, como un zarpazo, nos fuiste arrebatado. Honda tristeza para tus familiares. Rabia contenida y extrañeza para todos. ¿Quién puede comprender la irreparable fractura que la enfermedad, la innombrable, produce en el ciclo natural de la vida?
En las tiernas edades en que nos sentimos por primera vez prisioneros del amor, en ti encontré al amigo de paciente escucha; el primer chico que sentí que me respetaba y apreciaba sin otra intención que la de ser mi fiel consejero; el compañero de clase con el que reír hasta desencajarnos y con quien preparar exámenes sesudos. Tú querías ser médico. Estoy convencida de que lo habrías conseguido. Yo no sabía muy bien hacia dónde dirigir los pasos; escribía de vez en cuando, aun a riesgo de ser una nota discordante en la tónica general de nuestro grupo de amigos. Pero tú me entendías y me leías, y me animabas, y me calmabas cuando no era correspondida por quien ya sabes. Compartíamos los cigarros, comprados sueltos y a medias no sé muy bien dónde, y con ellos, disfrutándolos, arreglábamos el mundo, que tú también tenías lo tuyo, tus encuentros y desencuentros con el amor, y necesitabas terapia de nicotina y charleta.
Recuerdo la gravedad de tu voz; los finos rasgos de tu cara, de piel morena, y profundos ojos marrones e infinitas pestañas negras. Brillaba la oscuridad en tu tez y en tu cabello, ni largo ni corto: moldeable, adaptable al paso de la palma de tu mano para repeinarlo, coquetamente, en un gesto de pretendida masculinidad. Apenas eras un muchacho y anunciabas en cada movimiento el perfil del hombre en que te habrías convertido. Educado, sereno y elegante, extraordinarias cualidades que todos apreciaban. De cuidado aspecto, estudiado (imagino) con el íntimo afán de resultar atractivo a los ojos de propios y extraños.
No te hacía falta puesta en escena; brillabas (y quienes te conocieron pueden dar fe) sin necesidad de esforzarte. Y yo me sentía bien orgullosa de poder contar con un amigo de tu talla. Guardo en mi memoria la imagen de tus dedos, dignos aspirantes a ser los de un pianista, pero que se dedicaron finalmente a acariciar las cuerdas de una guitarra y a acompañar al grupo de amigos, los del “heroico silencio”, que coquetearon con la música y el éxito. Y yo vuestra fiel espectadora, tan joven, ilusa e ingenua…
Enfermaste el año en que terminamos los estudios en el instituto. Yo marché a la universidad sin ser plenamente consciente de la gravedad de la situación. Nos distanciaron las circunstancias; me mantuve alejada de tus necesidades, de tus grandes problemas y pocas esperanzas. Y te marchaste y yo no estuve para despedirte. La estupidez y la juventud me bloquearon. No me reuní con tu familia, con los grandes amigos, para decirte adiós. No sé si llegué a llorar aquellos días. Lo he hecho otras muchas veces en los últimos años. Te pienso, te recreo en mi memoria y te evoco con cariño y sentimiento de culpa. Esta noche has venido a verme en sueños, a recordarme nuestro viaje a París. He querido abrazarte por mí y por todos los que sé que te añoran; por quienes sé que llevan tu ausencia a cuestas y a quienes acompañarás en su corazón para siempre. Y siempre nos quedará París, la ciudad del amor, de la luz; ese gran último viaje que tú y yo hicimos juntos y que hoy nos ha reencontrado en mi sueño.
Un día de otoño te perdí y otro día de tintes ocres y hojas caídas te rindo mi pequeño homenaje. Vivir cada día como si fuera el último y no dejar nunca pasar la ocasión para decir a quienes amamos cuánto y con qué profundidad lo hacemos.
Estoy convencida de que mis palabras llevan también el mensaje de tantos otros que como yo te admiraron y te quisieron. Se me ocurren muchos nombres: Mauricio Ruiz Sáez Jose José Luis Vera Martínez Ana Ros Rebeca Criado Martínez Jose Luis Lomas Albaladejo Sonia Villaescusa Alarcon Maria Jose Leon Ramon Paula Sabatel Y otros muchos con quienes no mantengo el contacto, pero que te recuerdan con todo el afecto.
"(...)
A las aladas almas de las rosas...
de almendro de nata te requiero,:
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero".
A las aladas almas de las rosas...
de almendro de nata te requiero,:
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero".
ELEGÍA A RAMÓN SIJÉ. MIGUEL HERNÁNDEZ
In memoriam.
Con todo el amor, a Pacual David V. M.
Con todo el amor, a Pacual David V. M.
Gracias a Maria Victoria por enviarme y dejarme compartir estas fotografías. Un abrazo.
¡Cuántas veces te escuché entonar esta canción, a capela con tu amigo (casi hermano)! "El final del verano"
Qué tristeza Emilia. . . Vivir lo suficiente pará añorar al ausente. . .
ResponderEliminar