viernes, 22 de enero de 2016

Carne de yugo, “soy rumano, gitano y pobre”




Mi querido Mihai fue uno de “los once; mis once”. Para poder formar parte del grupo de compensatoria educativa, los alumnos deben reunir dos requisitos, por un lado haber repetido al menos dos cursos, con el consiguiente desfase académico, y, por otro, estar en riesgo de exclusión social. Por desgracia, Mihai cumplía con ambos y fue uno de los primeros chavales propuesto por el claustro para el grupo específico de apoyo del que fui tutora el año pasado, en un instituto de Carabanchel (Madrid).

Para él era ya la segunda vez en aquella clase. Para mí, sin embargo, era una experiencia totalmente nueva, un reto que al principio me pareció inasumible. Los profesores de secundaria no contamos con la formación específica necesaria para trabajar con los alumnos con necesidades educativas especiales (según la nomenclatura que utiliza la actual ley de educación); la administración termina utilizándonos a su antojo para cubrir algunos puestos de difícil desempeño.

Mi predecesor era profesor de plástica, especialista en Bellas Artes; mi especialidad como docente es Lengua y Literatura. Ninguno de los dos contamos con los conocimientos didácticos apropiados para enseñar a chicos que, aunque oficialmente están matriculados en 1º de ESO, presentan un nivel académico de 3º, 4º o 5º de Primaria, según los casos. Mi grupo del año pasado estaba compuesto por once alumnos (diez españoles y un rumano, todos de etnia gitana); algunos manejaban la multiplicación por dos cifras, otros no dominaban las tablas, ninguno de ellos sabía dividir; una chica sabía sumar y restar, pero no era capaz de diferenciar cuándo hay que usar cada una de las operaciones. El nivel de lectura, alarmantemente bajo. La mayoría de ellos ha estado durante largos periodos de su educación Primaria sin escolarizar. No estamos ante niños con deficiencias intelectuales; en muchos casos tienen un gran potencial. Son víctimas de la dejadez familiar, de la falta de perspectivas de futuro que su propia comunidad les plantea en el horizonte, víctimas de un entorno económicamente desfavorecido, del prejuicio social…

Los padres son los principales responsables de estas enormes carencias escolares, pues son quienes, en primera instancia, permiten que sus hijos falten a la escuela, desoyendo las indicaciones de los servicios sociales. La ley no contempla la posibilidad de que un niño de 12 años permanezca matriculado en Primaria, así que, aunque no tenga el nivel necesario, se le pasa al instituto para procurar que cumpla con la Enseñanza Obligatoria, que en nuestro país es hasta los 16 años, según la normativa actual.

Lo más desolador no es al final que un chaval de instituto no sepa leer o dividir, que ignore casi todo del mundo que le rodea. Lo que más me impactó desde el principio fue su absoluta indiferencia hacia todo lo relacionado con la escuela. “Profe, yo no necesito estudiar. Me voy “a la chatarra o a la fruta” o “a mí no me hables de divisiones, que yo ya estoy pedida, me voy a casar y sólo vengo para que no nos quiten la ayuda y no venga la policía a buscarnos…”. Así que, con ese espíritu, suena el timbre, entran al aula, se acuestan sobre la mesa, sumidos en la modorra, la desidia y el enfado, porque intentan rebelarse ante lo que consideran un encierro, un tremendo castigo, tantas horas allí con alguien que no sabe ni cómo enfrentarse al panorama. No hay libros de texto, ni programa fijo. Ni alumnos, porque ellos reniegan de tal condición. Sálvese quien pueda. Sólo queda remangarse, respirar hondo e intentar darle la vuelta a la tortilla, aunque sea a base de sopas de letras, juegos con números o recurriendo a un tablero de ajedrez. Una locura que se repite año tras año y con la que se evita que algunos jóvenes puedan terminar delinquiendo en las calles de nuestra ciudad. “Mejor recogidos con una maestra que en la calle, haciendo Dios sabe qué”, debe pensar el que legisla.

Estamos ante la punta del iceberg de un problema con raíces profundas, de índole cultural, social y política. No soy la más indicada para hacer un análisis de la situación ni para buscar responsables. Yo solo soy la que durante nueve meses tuvo que enfrentarse a una realidad inquietante: niños, casi adolescentes, abocados a un futuro incierto, a los que parece imposible convencer de que hay otro camino transitable, distinto al de la venta ambulante y el mercadeo de chatarra, que si estudian y se preparan pueden romper con el estereotipo social, con la etiqueta prejuiciosa que el sistema les encasqueta por defecto. Para ellos, todo eso es “apayarse”, o lo que es lo mismo, convertirse en payos al intentar imitar su estilo de vida, faltando por tanto a su condición gitana y defraudando a los de “su raza”.

Todos terminaron siendo especiales para mí, a pesar de que me llevaron al límite de mi paciencia muchas veces. Comprendí pronto que era casi más urgente abordar sus carencias afectivas y sociales que pretender ponerles al día en contenidos académicos. Al final, lo más constructivo para ellos y para el grupo fue trabajar a diario los aspectos relacionados con la convivencia, con los valores, con el respeto a uno mismo y al prójimo…


Alumnos del Grupo específico de Compensatoria, curso 2014-2015


Con Mihai no resultó difícil trabajar estas cuestiones porque era educado, incapaz de insultar ni incomodar a nadie. Cumplía, eso sí, con el perfil: chaval gitano de catorce años, con un nivel académico de 4º de Primaria y dificultades para el aprendizaje. El día que le puse un mapa del mundo delante descubrí que no sabía decir dónde estaba España o Rumanía; ignoraba dónde se encuentra Madrid o qué hay más allá de las tres manzanas que más frecuenta en su barrio. Un pobre niño perdido, que no sabe dónde está ni cuál es su origen ni su destino. Su existencia consiste en asumir su condición de pobre como algo irremediable, sin casa digna ni ducha donde lavarse, recogiendo ropa de los contenedores y probablemente coqueteando con los bajos fondos sociales, como vía engañosa de escape de una vida que no ha elegido y que se ve incapaz de cambiar. “Soy rumano, gitano, pobre. Me miran mal todos porque mi ropa está sucia y huele mal, por el color de mi piel, por ser extranjero, por mi acento, porque creen que voy a robarles… Y los propios compañeros gitanos también se burlan porque dicen que no soy tan gitano como ellos…”.

A este muchacho le habían robado la infancia, la inocencia, sumiéndole en el abismo de la miseria. Él ni lo cuestionaba, sólo andaba preocupado por un hermano mayor que, en el colmo del infortunio, terminó falleciendo víctima de un cáncer. Mi querido Mihai era quien lo acompañaba al médico y al hospital para recibir los tratamientos de quimioterapia, quien estuvo leyéndole la Biblia para reconfortarlo en sus últimos días de vida. No le importaba no tener qué comer; mucho menos le iba a importar una explicación sobre el origen del universo o el sistema solar. Es más, cuando intenté hablarle de que más allá del planeta Tierra hay otros tantos y que giran en torno al Sol, sólo conseguí que sintiese más inseguridad. El mundo le pareció todavía más hostil y se vio aún más perdido en él.

Este año, Mihai estudia en un ACE (Aula de Compensación Educativa) de Mecánica. Aprenderá lo básico del oficio y cumplirá con la permanencia obligatoria en el sistema educativo. Imagino que, en cuanto cumpla la edad, se deshará de las ataduras escolares; a partir de ese momento no habrá tutor ni trabajador social que vele por él. Correrá el riesgo de perderse en el amplio sentido, víctima de la exclusión social y de la mala suerte. Su sueño es poder trabajar como mecánico en el taller de su primo y ganarse la vida honradamente para poder ayudar a su madre y a sus hermanos, que son muchos y todavía son muy pequeños y quizá estén a tiempo de ser salvados. Creo que Mihai no perderá su mirada limpia, su tímida sonrisa de niño, su nobleza, aunque la pobreza continúe cebándose con su familia mientras muchos, lamentablemente demasiados, siguen mirando para otro lado.


Un abrazo para este niño, “carne de yugo”:

“ (…)
Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

(…) 
¿Quién salvará a ese chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros”.


4 comentarios:

  1. Consigues con sólo leerte hacer digno nuestro trabajo, ser conscientes de la oportunidad de ampliar la mirada social y de ayudarnos a no olvidar que ante todo compartimos nuestro tiempo con personas. Gracias de verdad.

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    1. Gracias, Cati. Es una responsabilidad social; la labor del docente es una función pública, de índole académica, pero, sobre todo, humana. Un abrazo.

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  2. me parece muy bonita la historia,profe.
    por cierto ya he hecho el reportaje sobre el, te va a encantar¡¡¡¡

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    1. ¡Seguro que me va a encantar! ¡Estoy deseando leer lo que has escrito! Abrazos

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