Mi querido Mihai fue uno de “los
once; mis once”. Para poder formar parte del grupo de compensatoria educativa,
los alumnos deben reunir dos requisitos, por un lado haber repetido al menos
dos cursos, con el consiguiente desfase académico, y, por otro, estar en riesgo
de exclusión social. Por desgracia, Mihai cumplía con ambos y fue uno de los
primeros chavales propuesto por el claustro para el grupo específico de apoyo
del que fui tutora el año pasado, en un instituto de Carabanchel (Madrid).
Para él era ya la segunda vez en
aquella clase. Para mí, sin embargo, era una experiencia totalmente nueva, un
reto que al principio me pareció inasumible. Los profesores de secundaria no
contamos con la formación específica necesaria para trabajar con los alumnos
con necesidades educativas especiales (según la nomenclatura que utiliza la
actual ley de educación); la administración termina utilizándonos a su antojo
para cubrir algunos puestos de difícil desempeño.
Mi predecesor era profesor de
plástica, especialista en Bellas Artes; mi especialidad como docente es Lengua
y Literatura. Ninguno de los dos contamos con los conocimientos didácticos
apropiados para enseñar a chicos que, aunque oficialmente están matriculados en
1º de ESO, presentan un nivel académico de 3º, 4º o 5º de Primaria, según los
casos. Mi grupo del año pasado estaba compuesto por once alumnos (diez
españoles y un rumano, todos de etnia gitana); algunos manejaban la multiplicación
por dos cifras, otros no dominaban las tablas, ninguno de ellos sabía dividir;
una chica sabía sumar y restar, pero no era capaz de diferenciar cuándo hay que
usar cada una de las operaciones. El nivel de lectura, alarmantemente bajo. La
mayoría de ellos ha estado durante largos periodos de su educación Primaria
sin escolarizar. No estamos ante niños con deficiencias intelectuales; en
muchos casos tienen un gran potencial. Son víctimas de la dejadez familiar, de
la falta de perspectivas de futuro que su propia comunidad les plantea en el
horizonte, víctimas de un entorno económicamente desfavorecido, del prejuicio
social…
Los padres son los principales responsables
de estas enormes carencias escolares, pues son quienes, en primera instancia,
permiten que sus hijos falten a la escuela, desoyendo las indicaciones de los
servicios sociales. La ley no contempla la posibilidad de que un niño de 12
años permanezca matriculado en Primaria, así que, aunque no tenga el nivel
necesario, se le pasa al instituto para procurar que cumpla con la Enseñanza
Obligatoria, que en nuestro país es hasta los 16 años, según la normativa
actual.
Lo más desolador no es al final
que un chaval de instituto no sepa leer o dividir, que ignore casi todo del
mundo que le rodea. Lo que más me impactó desde el principio fue su absoluta
indiferencia hacia todo lo relacionado con la escuela. “Profe, yo no necesito
estudiar. Me voy “a la chatarra o a la fruta” o “a mí no me hables de
divisiones, que yo ya estoy pedida, me voy a casar y sólo vengo para que no nos
quiten la ayuda y no venga la policía a buscarnos…”. Así que, con ese espíritu,
suena el timbre, entran al aula, se acuestan sobre la mesa, sumidos en la
modorra, la desidia y el enfado, porque intentan rebelarse ante lo que
consideran un encierro, un tremendo castigo, tantas horas allí con alguien que
no sabe ni cómo enfrentarse al panorama. No hay libros de texto, ni programa
fijo. Ni alumnos, porque ellos reniegan de tal condición. Sálvese quien pueda.
Sólo queda remangarse, respirar hondo e intentar darle la vuelta a la tortilla,
aunque sea a base de sopas de letras, juegos con números o recurriendo a un tablero
de ajedrez. Una locura que se repite año tras año y con la que se evita que
algunos jóvenes puedan terminar delinquiendo en las calles de nuestra ciudad. “Mejor
recogidos con una maestra que en la calle, haciendo Dios sabe qué”, debe pensar
el que legisla.
Estamos ante la punta del iceberg
de un problema con raíces profundas, de índole cultural, social y política. No
soy la más indicada para hacer un análisis de la situación ni para buscar
responsables. Yo solo soy la que durante nueve meses tuvo que enfrentarse a una
realidad inquietante: niños, casi adolescentes, abocados a un futuro incierto,
a los que parece imposible convencer de que hay otro camino transitable, distinto
al de la venta ambulante y el mercadeo de chatarra, que si estudian y se
preparan pueden romper con el estereotipo social, con la etiqueta prejuiciosa
que el sistema les encasqueta por defecto. Para ellos, todo eso es “apayarse”,
o lo que es lo mismo, convertirse en payos al intentar imitar su estilo de
vida, faltando por tanto a su condición gitana y defraudando a los de “su raza”.
Todos terminaron siendo
especiales para mí, a pesar de que me llevaron al límite de mi paciencia muchas
veces. Comprendí pronto que era casi más urgente abordar sus carencias
afectivas y sociales que pretender ponerles al día en contenidos académicos. Al
final, lo más constructivo para ellos y para el grupo fue trabajar a diario los
aspectos relacionados con la convivencia, con los valores, con el respeto a uno
mismo y al prójimo…
Alumnos del Grupo específico de Compensatoria, curso 2014-2015 |
Con Mihai no resultó difícil trabajar
estas cuestiones porque era educado, incapaz de insultar ni incomodar a nadie.
Cumplía, eso sí, con el perfil: chaval gitano de catorce años, con un nivel
académico de 4º de Primaria y dificultades para el aprendizaje. El día que le
puse un mapa del mundo delante descubrí que no sabía decir dónde estaba España
o Rumanía; ignoraba dónde se encuentra Madrid o qué hay más allá de las tres
manzanas que más frecuenta en su barrio. Un pobre niño perdido, que no sabe
dónde está ni cuál es su origen ni su destino. Su existencia consiste en asumir
su condición de pobre como algo irremediable, sin casa digna ni ducha donde
lavarse, recogiendo ropa de los contenedores y probablemente coqueteando con
los bajos fondos sociales, como vía engañosa de escape de una vida que no ha
elegido y que se ve incapaz de cambiar. “Soy rumano, gitano, pobre. Me miran
mal todos porque mi ropa está sucia y huele mal, por el color de mi piel, por
ser extranjero, por mi acento, porque creen que voy a robarles… Y los propios
compañeros gitanos también se burlan porque dicen que no soy tan gitano como
ellos…”.
A este muchacho le habían robado
la infancia, la inocencia, sumiéndole en el abismo de la miseria. Él ni lo
cuestionaba, sólo andaba preocupado por un hermano mayor que, en el colmo del
infortunio, terminó falleciendo víctima de un cáncer. Mi querido Mihai era
quien lo acompañaba al médico y al hospital para recibir los tratamientos de
quimioterapia, quien estuvo leyéndole la Biblia para reconfortarlo
en sus últimos días de vida. No le importaba no tener qué comer; mucho menos le
iba a importar una explicación sobre el origen del universo o el sistema solar.
Es más, cuando intenté hablarle de que más allá del planeta Tierra hay otros
tantos y que giran en torno al Sol, sólo conseguí que sintiese más inseguridad.
El mundo le pareció todavía más hostil y se vio aún más perdido en él.
Este año, Mihai estudia en un ACE
(Aula de Compensación Educativa) de Mecánica. Aprenderá lo básico del oficio y
cumplirá con la permanencia obligatoria en el sistema educativo. Imagino que,
en cuanto cumpla la edad, se deshará de las ataduras escolares; a partir de ese
momento no habrá tutor ni trabajador social que vele por él. Correrá el riesgo
de perderse en el amplio sentido, víctima de la exclusión social y de la mala
suerte. Su sueño es poder trabajar como mecánico en el taller de su primo y
ganarse la vida honradamente para poder ayudar a su madre y a sus hermanos, que
son muchos y todavía son muy pequeños y quizá estén a tiempo de ser salvados. Creo
que Mihai no perderá su mirada limpia, su tímida sonrisa de niño, su nobleza,
aunque la pobreza continúe cebándose con su familia mientras muchos,
lamentablemente demasiados, siguen mirando para otro lado.
Un abrazo para este niño, “carne
de yugo”:
“ (…)
Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.
Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.
(…)
¿Quién salvará a ese chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?
Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros”.
Consigues con sólo leerte hacer digno nuestro trabajo, ser conscientes de la oportunidad de ampliar la mirada social y de ayudarnos a no olvidar que ante todo compartimos nuestro tiempo con personas. Gracias de verdad.
ResponderEliminarGracias, Cati. Es una responsabilidad social; la labor del docente es una función pública, de índole académica, pero, sobre todo, humana. Un abrazo.
Eliminarme parece muy bonita la historia,profe.
ResponderEliminarpor cierto ya he hecho el reportaje sobre el, te va a encantar¡¡¡¡
¡Seguro que me va a encantar! ¡Estoy deseando leer lo que has escrito! Abrazos
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