sábado, 9 de enero de 2016

A una sirena




De su baile en el mediterráneo oleaje 
se pueblan las heroicas leyendas
de la Grecia de antaño, 
las de la epopeya y el verso de Homero.

Dicen que no eran ni su escamado contorno ni la exultante belleza
los que arrastraban al desastre
y la locura a cuantos los mares surcaban.

Era su melódico canto el que enajenaba y condenaba al naufragio 
a los necios hombres, fuesen marineros o aguerridos héroes.

Temidas, porque con ellas se hundían las más exitosas naves.
Deseadas, pues en ellas se encarnaban lo prohibido y la vida soñada.

Mas ella, Parténope, cantaba sin pretender el desastre.
Solo entonaba la envolvente armonía
para poder sentirse, entre el viento y la furiosa marea,
libre como el pájaro alado.

Las velas conducían a Ulises hacia las tierras de Ítaca,
donde la paciente Penélope tejía ya canas. 
El amor de siempre lo espera;
el viaje sin fin aplazó un reencuentro que se antoja ya absurdo y lejano.
Les separan años de ausencia, besos no dados,
y la extrañeza silenciosa del olvido amargo.

Él deshizo las ataduras que lo mantenían protegido en el mástil.
Escuchó embrujado su canto. 
Sintió que Ítaca lo esperaba en los brazos de la mujer del Mar,
pues allí hallaría todo cuanto había buscado, 
el verdadero viaje a la profundidad, 
al oscuro y excitante vértigo de no poder respirar.
En ella, en su regazo, 
encontrará una odisea y la libertad...




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