Mi abuela fue una mujer buena, de carácter severo y firmes convicciones, pero buena.
En la década de los 20, cuando ella nació, imagino que no era habitual que una niña se llamara Mónica y menos aún que se la tratara con el diminutivo cariñoso de Monín, muy sofisticado y urbanita, diría yo, para una chica de pueblo, de costumbres arraigadas en el decoro y la decencia. Lo verdaderamente curioso es que el "rebautizo onomástico" viniera de las "monjicas" (como decía ella) con las que estudiaba. Quizà pensaron que el nombre de Mónica venía grande a aquella moza o que el apelativo de Monín aludiría a su agradable aspecto e incluso realzaría sus cualidades femeninas.
En aquellos años convulsos y oscuros, de contienda civil y carencias sociales generalizadas, debió ser un privilegio poder ir a la escuela y ser hija de los dueños de un teatro. No hablamos de Madrid ni de Barcelona ni de ninguna capital importante. Mi abuela Mónica nació en Almoradí, en la Vega Baja del Río Segura, en las tierras fértiles que cerca del Mediterráneo daban y siguen dando excelentes frutos y riquezas. Y allí, en tiempos difíciles de subsistencia, mi familia apostó por la cultura y el espectáculo. El Teatro Cortés sirvió de evasión y esparcimiento a las gentes de Almoradí y alrededores. Sobre aquellas tablas se estrenaron obras teatrales y números musicales que recientemente habían debutado en la capital. Esquivando a veces y acatando casi siempre la estricta censura, el telón se abrió y cerró cientos de veces, alegrando al público y mitigando sus angustias.
No creo que mi abuela fuera una niña pobre, teniendo en cuenta los factores ambientales de su vida familiar. Sea como fuere, el objetivo de cualquier muchacha, rica o pobre, era en aquella época comprometerse pronto con un buen mozo que le procurara el bienestar y la "logística económica" para sacar adelante a los hijos que estuvieran por venir. Y Monín no iba a ser menos; con apenas dieciocho años se casaría con un hombre, José, casi quince años mayor que ella. El prometido era un joven apuesto y de actitud gallarda. ¡Habría sido fácil aquella elección para cualquier mujer con vista y tino!
Pero, no iba a ser tan fácil el comienzo de aquella vida juntos, no, no. Mi abuela me contó muchas veces, con un tono casi melodramático, que justo el día de su boda, mientras se vestía de novia (iba a tener el honor y la osadía de ser la primera muchacha que se casara en el pueblo vestida de blanco; hasta entonces, en las bodas se lucía el negro en el vestido, como si se llevara el luto por adelantado o vayan ustedes a saber por qué), decía que, justito ese día quiso la providencia o el mal fario que Dios se llevara para siempre al señor párroco de Almoradí: "¡Madre mía, nena (me decía), imagínate que te estás vistiendo para tu boda y empiezas a oír campañas de muerto; la abuelica Pepica (mi bisabuela) no sabía cómo tranquilizarme. No me podía casar ya en la iglesia porque allí iba a celebrarse el sepelio por el cura. ¡Dónde iba a ir yo! Menos mal que mis "monjicas" me buscaron un hueco en una capilla que ellas tenían y pude casarme ese día con el abuelo Pepe". Menudo agobio tuvo que pasar la pobre Monín.
El abuelo Pepe fue un hombre del campo. Muy inteligente y consciente del mundo en que le tocó vivir. Ademanes serios y honrado hacer el suyo. Recordaré de él que, aun siendo agricultor y cosechador de patatas y melones, fue quien me enseñó los números romanos. La segunda cosa es que, según me han contado, le tocó en suerte ser conductor de unos oficiales militares del bando ideológicamente contrario al suyo durante la guerra civil. Una noche, sus superiores bebían animadamente en la taberna del pueblo, rondando la ebriedad y casi el desmayo. Pepe, el conductor, era un hombre de sanas costumbres y responsable de su cometido. Estaba preparado y con el coche a punto para cualquier contingencia. El destino le tenía preparada la sorpresa definitiva, pues en plena madrugada el pueblo comenzó a ser bombardeado por el enemigo (enemigo de sus superiores, pero aliados suyos), mientras "los jefes" yacían casi inconscientes sobre la mesa, agarrados a la jarra de vino. Mi abuelo, sin pensarlo, entró a por ellos, los subió al coche oficial, aunque en su corazón supiera que los amigos eran los de los aviones atacantes. Arrancó el motor, puso ruedas en polvorosa y salvó la vida de aquellos incautos militares. Siempre me gustó la anécdota. Fue un hombre consecuente con la misión que le había sido encomendada.
Las mujeres no hacían la guerra. Pero la sufrieron igualmente. Mi abuela Mónica nunca me contó cómo afectó a su vida aquella contienda nacional. Ella debió centrarse en aprender lo básico para enfrentarse a su próxima vida marital. De vocación, ser buena esposa y madre, que no es poco ni fácil. Fue la excelente cocinera; la madre de cinco hijos y la responsable de que "el casuchón", como lo llamaba ella, funcionara. Intuyo que no cejó en el proyecto de la maternidad hasta que no llegó la niña, la quinta, otra Mónica. Antes que la hija llegaron cuatro " zagalones " de caracteres e inquietudes de lo más dispar. Mi padre fue el segundo. De él hablaré otro día. Fue un espíritu de profunda sensibilidad e inteligencia y, quizá por ello, su madre (mi abuela) sintió siempre cierta debilidad.
Estos últimos años, cuando he llevado a mis hijos a conocer a la bisabuela Mónica, he tenido ocasión de ver documentos muy curiosos. En un álbum, mi abuela reunía recuerdos diversos; además de fotos, encontré allí la factura de los muebles de su salón, según perjuró ella siempre "de estilo isabelino", que alcanzó las siete mil pesetas de los años cuarenta. También una especie de pasaporte, el " kilométrico ", en el que se llevaba el registro de los lugares que el joven matrimonio visitó en su viaje de novios.
En aquellas visitas intenté tomar nota de algunas recetas de cocina, la del cocido con pelotas, el tocino de cielo o el brazo de gitano hecho con tortilla. Ella, por su parte, me contaba sus preocupaciones políticas, sociales y religiosas. Su profunda fe la animaba a intentar reconducirnos a todos, a hijos, nueras, nietos y biznietos por el buen camino. Llevaba años profetizando su propio fin; siempre creyó encontrarse al borde de la muerte. Afirmaba que " si el Señor no se la llevaba ya, aunque estuviera tan floja y enferma, era porque tenía una misión que cumplir: dar buenos consejicos a mis nietos: Nena, Emilia, cuida mucho de tu familia ".
No siempre estuvimos de acuerdo.
Cuando yo iba acercándome a mi adolescencia y me atreví a finales de los 80 con mis primeros pantalones elásticos, ella discrepó vehementemente porque creía mejor que su nieta vistiera falda recatada y zapato castellano con calcetas como sus primas y las niñas buenas de colegio de monjas. Yo era buena, pero no iba a colegio de monjas y apuntaba ciertas maneras rebeldes. Aprendimos a comprendernos y a queremos y respetarnos. En su álbum conservaba el primer relato que escribí en el instituto y por el que tuve hasta un premio, escolar y pequeño, pero premio en definitiva, y ella, abuela orgullosa, lo guardó amorosamente. Es el único ejemplar que hay de aquella historia. Debería hacer por rescatarlo.
Ayer hizo un año que Monín se fue de verdad, para siempre, aunque ella parecía estar yéndose hacía años, siempre enferma y débil. Aquel día de noviembre me trasladé de Madrid a Almoradí, para acompañarla en su despedida, con la que tantas veces fantaseó (era yo pequeña y mi abuela hablaba alegremente sobre cómo quería que se la llevaran para el otro mundo).
Nunca pensé que lloraría tanto en su misa funeral. En las últimas visitas siempre me decía, en su acostumbrado tono pesimista, "toda una vida criando hijos y una al final de la vida siempre está sola" Yo tragaba y trago saliva; así de agridulce es esto del vivir.
El último adiós fue en el campo santo de Almoradí. No me gustan los cementerios ni las plañideras costumbres de pueblo. Yo sollozaba del brazo de mi madre. Asistí sin tenerlo previsto a la escena definitiva y más impactante. El señor encargado de la poco amable encomienda sacó un ataúd del nicho familiar que no era el de mi abuela; lo abrió, extrajo una forma aparentemente humana envuelta en una sábana, y la introdujo en el lugar en el que reposaba ella. No entendí nada al principio: ¿Qué estaban haciendo esos hombres del cementerio? Yo solo lloraba y observaba. Pronto comprendí. Se estaba cumpliendo una última voluntad. El amado se reencontraba con la amada, al otro lado, en el de la muerte. Mis abuelos quisieron reposar juntos cuando fallecieran y lo cumplieron literalmente: los restos de Pepe, fallecido veinte años antes, se introdujeron junto a los de Monín, recién llegada a la otra vida. Se me traspuso la cara y me acordé de los contundentes versos de Quevedo: "Su cuerpo dejarán, no su cuidado \serán ceniza, más tendrán sentido.\ Polvo serán, mas polvo enamorado".
Así me despedí de mi abuela, con la pena de no haber escuchado más "consejicos", sintiendo que la vida se nos escapa entre los dedos, y con la íntima paz de saber que ya para siempre la amada duerme junto al amado".
Que bonito lo haces!
ResponderEliminarEs lo único que va más allá de todo. . .polvo enamorado. . .
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