sábado, 2 de mayo de 2020

Amor de supermercado


Es casi la hora. Habíamos quedado en que sería mejor esperar un poco al final de la tarde para que hubiera menos gente, aún menos de la que se deja ver estos días por la calle. Antes del cambio de hora, cuando empezó todo esto, venía a oscurecer a eso de las 8, así que el plan cuadraba si bajábamos una media hora antes. Para cuando regresáramos a nuestro portal, ya se habría hecho prácticamente de noche y resultaría más fácil romper con las distancias y arrancarnos apasionadamente las mascarillas y tocarnos sin guantes. Pero, ahora, en mayo, salir a la hora acostumbrada implica exponerse a la luz vespertina y a los ojos inquisidores de los balconazis del barrio.

Siempre le digo a mi madre lo mismo. “¿Qué hace falta para hoy? ¿Traigo huevos?... No creo que a estas horas queden tomates o patatas, ya sabes que no. Sí, lejía traigo y papel, pero no te pases, que tengo que venir andando cargado con las bolsas”. Ella sabe perfectamente qué intención hay detrás de mi afán por colaborar con las obligaciones de suministro doméstico.. Conoce a Susi desde que era pequeña y sé que le hace ilusión que salgamos juntos. Siempre me dice, “hijo, es fantástico que seáis vecinos, compañeros de estudios y ahora compañeros de vida”. “Sí, mamá, pero no te flipes, que nadie ha hablado aún de comprarnos una casa o de tener hijos; estamos disfrutando, conociéndonos”. En estos días de convivencia intensiva con mi madre, la he escuchado varias veces decirle a sus amigas por teléfono: “sí, sí, mi hijo Manu es quien me hace la compra y le dejo salir, pobre mío, que a él solo le queda ahora el amor de supermercado”.

Menos mal que, aunque sea 2 de mayo, es sábado y abrirá al menos el súper del bulevar. Este año ni festivo ni nada, que está Madrid para pocos chotis con esto de la cuarentena y el puto bicho. Nos han quitado las vacaciones de semana santa y ahora el puente, así que por falta de ganas no será, digo, porque si sumamos las semanas que llevamos a las espaldas de aislamiento, estamos todos tan histéricos que bien podríamos proclamar el nuevo levantamiento rebelde de esta ciudad. Por mí, eso sí, hoy mejor no, que se queden otro día más todos en sus casitas, que yo tengo que verme con mi diosa allí, en el pasillo de los yogures, o camino a la frutería, para decirle en voz baja, mientras pesa los kiwis cuánto me gusta pasarme las horas charlando con ella hasta la madrugada, por whatsapp o por el insta…

“Anoche estabas preciosa en la foto que te hiciste en pijama con la cerveza en la mano, para brindar como si estuviésemos en nuestro cien montaditos de La Latina… Ay, dios, quién volviera a ese Madrid del mes de enero que nos dejaba abrazarnos bajo las gotas de lluvia de aquel techado. ¡Qué dulces me parecieron entonces tus ojos, Susi! 



Ella había bajado sobre las 19:25. Justo después de cerrar con ímpetu la puerta de la casa, su madre salió al rellano de la escalera mientras la recadera familiar se dejaba rodar escalones abajo; la llamada del deseo es poderosa y podía escuchar sus requiebros desde dos manzanas más allá. “¡Susiii! ¡Que no se te olvide el jabón de manos, hija, ni los yogures, que tu padre no cena otra cosa!”. Viéndola precipitarse por el vestíbulo del edificio, no parecía que la chica hubiera tomado nota de aquellas peticiones…

Yo aguardaba escondido en el hueco de la escalera. Desde allí pude verla abrir la puerta y salir a la calle. No quise decirle nada para no alterarla; ya me pareció muy agitada al oírla bajar los últimos escalones. Esperé un par de minutos para hacer yo lo propio y lanzarme a la carrera en dirección al supermercado. Nada más atravesar el umbral de nuestro portal y dirigir mis pasos por la acera, pude adivinar la figura de Susi avanzando ya hacia la otra esquina de la calle. Iba tirando de su carrito de la compra. ¡Qué elegante me parece esta chica siempre, hasta con chándal y carrito!

Habíamos quedado en que nos encontraríamos en el pasillo del pan y las galletas. Y allí mismo la encontré. Con ese porte, no me costó ni medio segundo reconocerla, a pesar de la mascarilla y sus manos de látex. Revisaba las etiquetas de los paquetes de las galletas, disimulando, como si realmente le importase lo del aceite de palma. Miré a mi alrededor; comprobé que no hubiera ningún perseguidor de infractores y me lancé al gran despropósito. Acerqué mi carro al suyo y, antes de que se diera cuenta de que ya había llegado, rodeé su cintura desde atrás, al tiempo que acercaba mis labios a su cuello. “Mi reina, qué bella estás poniendo cara de seria”.

Susi respingó, como asustada… ¿Estás loco, o qué te pasa? Si nos ve el de seguridad nos multan, idiota… Quiso fruncir el ceño y hacerse la contrariada, pero le pudo más la emoción y el saberse abrazada por un amor furtivo. Al ver mi sonrisa picarona apostada en su hombro, se giró para plantarme un beso eléctrico, fugaz e intenso. Por el rabillo del ojo vi que por el pasillo principal cruzaba una señora mayor que nos miró con gesto de extrañamiento ante la falta de distancia social. “Perdona,  -dije improvisando-, ¿podrías acercarme esa caja de cereales que está allí al fondo, porfa?

Tan pronto desapareció la intrusa, nos echamos a reír por lo bajo. No os podéis imaginar lo excitante que resulta transgredir las normas en estos tiempos tan paranoicos. Que ya me lo ha dicho mi madre antes de salir: “Manu, tú todo con guantes; el látex te protege, te lo digo yo; que nadie te vea que te atreves a coger las manzanas con las manos desnudas que la has liado, ¿eh? Y a Susi la ves, sí, pero nada de tontunas, ni acercamientos, hijo, que la gente está muy rara y hay mucho miedo. Vosotros hacéis como los novios de antes, os miráis, os sonreís y, a lo sumo, os decís un algo amoroso, pero no me hagáis los tontos, que tiempo tendréis”...

“Sí, eso mismo me ha dicho a mí la mía, así que, al menos aquí, no te dispares, que además nos tiene que dar tiempo a hacer la compra antes de las 20:00, que nos cierran. Mira, yo aún tengo que buscar el jabón de manos, el pan y las nueces”. 

Me pone mucho cuando adopta esa actitud responsable. "¡Yo también tengo que ir a por la lejía y los huevos”, pero no puedo desaprovechar ni un minuto, te deseo, necesito oler tu perfume y mirarte, aunque solo sea eligiendo entre el pan rústico y el de hogaza. Paso muchísimas horas al día, más de las que tiene, yo creo, encerrado en las cuatro paredes, pensando en ti, soñando contigo, recordando nuestros paseos, los conciertos, las estrellas cuyos nombres me enseñaste aquella noche de invierno. Me da igual, qué lejía ni qué hostias. Si tú compras nueces, yo avellanas. Te acompaño al pasillo. Mientras Susi elegía entre las de Macadamia y las de California, me atreví de nuevo, esta vez a besarle el cuello.

“¡Estás como una cabra! ¿Lo sabes, no? Como nos llamen la atención, a ver con qué cara venimos el jueves. Y, si nos multan, mi padre me aplica otra cuarentena, hasta agosto lo menos.

“Estimados clientes, les informamos que este supermercado cerrará sus puertas dentro de diez minutos. Vayan acercándose a la línea de cajas. Les agradecemos su confianza”.

Cogimos las avellanas naturales y las nueces con cáscara y nos dirigimos arrebatados a la cola para pagar. 

- “Sepárate un poco, no vaya a ser que la cajera ya ate cabos. Llevamos muchas semanas haciendo lo mismo”.
-Yo creo que no es la misma tía, no te rayes, anda.

Susi levantó una ceja sonriendo mientras iba poniendo su compra sobre la cinta. Cuando yo quise hacer lo mismo, ella ya salía por la puerta del súper, así que quise darme más prisa, porque ya debían ser casi las 20.00.

Metí todo en las bolsas a lo loco. Tenía que llegar más o menos al mismo tiempo que ella. Otro día más, caminando ya los dos por la acera que nos lleva a casa, pudimos deleitarnos con la ovación del vecindario. Puntuales siempre, allí estaban todos en sus balcones, con sus arco iris y su música a todo trapo. Susi y yo comentábamos luego lo gracioso y emocionante que resulta que parezca que todos te aplauden. “Es que saben que somos amantes de estraperlo, ¿sabes? y están ahí viéndonos, como espectadores de un teatro, emocionándose con nuestras idas y venidas, nuestros carros cargados de tomates y de besos, jajajaj”. Nos molaba sabernos admirados por el pueblo de Madrid.

Sonaba aún el "Resistiré" que siempre pone nuestra vecina del tercero a todo volumen, cuando alcancé el portal. No haría ni tres minutos que Susi había entrado. Dejé todas las bolsas en el suelo para poder abrir la puerta. Me sudaban las manos con los guantes puestos, así que me los quité, tembloroso. Tenía ya los nervios agarrados en el estómago.

Recogí mi compra rápidamente. No había tiempo que perder. Teníamos que aprovechar el jolgorio vecinal, el ruido y la variedad musical para hacer esos minutos fugaces más largos. Ella y yo sabíamos lo que pasaría, lo que siempre pasaba. Entré al portal y sin más dilación fui a su encuentro. Allí estaba, debajo de la escalera, sonriente, como una niña que espera al compañero de travesuras. Ambos sabemos que un encuentro furtivo como este está perseguido por la inquisición colectiva. 





Comenzamos a besarnos, la agarré de la nuca, acariciándole el pelo como sé que le gusta. Nos fundimos contra la pared mientras nos buscábamos acaloradamente. Sentía cómo la cadencia de su respiración se iba acelerando más y más; las caricias se estaban convirtiendo en una verdadera declaración de intenciones.
"Me gustaría tener más tiempo para preámbulos -me dijo susurrando-, pero ahora que la gente está entretenida con el santo ritual, no podemos desperdiciar ni un instante". Entre besos húmedos llenos de pasión, con algún mordisco fogoso de por medio, Susi me cogió la mano adentrándola bajo su licra ajustada. Con el primer impacto de mis dedos, tembló, suspiró, entre el deseo, la calma y el placer. 
Después fue ella quien me buscó, arrebatadamente, bajo el chándal y me encontró, ¡oh, dios, vaya que si me encontró! Durante unos minutos, nuestros cuerpos retorciéndose bajo la escalera, temblorosos, movieron nuestro centro de gravedad, trastornando (estoy convencido) la frecuencia cardíaca de todo el vecindario... Me emociona siempre verla disfrutar, temblorosa. Le apretaba de la cintura, besándole el cuello y mordiendo sus labios. 
"¡No puedo más! dime que has traído protección". Le contesté que sí, pero le susurré: "¿Nos dará tiempo? Sus ojos me respondieron afirmativamente, picarones. Nos desvestimos, no demasiado; había que tener tiempo para reaccionar en caso de intrusión. Se dio la vuelta; yo la abracé por detrás. Más allá del placer físico, recuerdo, entre idas y venidas, rodear su cintura con una mano y pasar mi brazo por sus axilas, cogiéndola del hombro, desde delante hacia atrás, oler su pelo y su cuello, mientras apoyaba mi frente sobre su nunca. "Huele a paz, a sosiego y felicidad", pensé, si a eso se le puede considerar pensamiento consciente. Susi se retorcía y temblaba intentando contener cualquier ruido que delatase nuestro “incivismo”. 
Me costaba cada vez más coordinar los movimientos, luchaba contra los gritos sordos que se apoderaban de mí; la apretaba más y más fuerte, pero lo hacía entre el cariño y la potencia emocional previos a la explosión. Sus piernas trémulas me avisaban de que el momento estaba a punto de llegar. Habría estado bien tener a todos los vecinos de espectadores de la escena final y, con ella, la ovación popular. Nos agarramos las manos, tan fuerte como quienes se agarran a la vida, pletóricos de éxito, deleitándonos aún con los temblores erráticos del éxtasis último.
Nos despedimos con un cálido y rápido abrazo y mi beso entre la comisura de los labios y su nariz. "Te quiero", le dije. "Y yo a ti. Esto pasará pronto y disfrutaremos de los momentos y los besos sin miedo", me respondió mientras miraba el reloj. 
"No sé yo si podremos besarnos alegremente después que pase todo esto", le dije, "la gente va a estar en plan “no me toques ni con un láser atado a un palo”. Susi se rio. Yo quise silenciar su carcajada con un gesto para avisarla de que nos podían pillar. 
Miramos el reloj otra vez;  había que volver a la nueva normalidad. Ella asintió y yo, antes de ponerme los “profilácticos de mano”, altamente recomendados por mi madre, le toqué la cara y le sonreí. Se marchó escaleras arriba, vigilante, buscando moros en la costa. Yo hice lo propio, regresando a esta “nueva no normalidad”, a la espera de otra excusa, otra oportunidad, para nuestro amor de supermercado