sábado, 22 de octubre de 2016

Liberación. Segunda parte de "Demonios encarcelados".

"Demonios encarcelados"
¿Cómo no iba a darme cuenta de que Eva era especial? Cualquier profesor lo habría visto, sin duda; de hecho no fui el primero en reparar en su enigmática mirada. A estas edades, ya sabe que lo más común es que los chavales sean ruidosos y se dejen sentir allá donde estén. No hay quien les haga callar ni en los pasillos ni en el aula ni bajo el agua... Y, claro, en medio de ese ruido torrencial, una silenciosa presencia termina resultando muy llamativa.

Hay alumnos que son tímidos, sin más; no hablan como los otros ni destacan entre el bullicio escolar no porque no deseen significarse y dar rienda suelta al verbo; simplemente, no han encontrado todavía la tecla de su altavoz. Sin embargo, no era éste el caso de Eva. Al principio no supe bien qué le sucedía; bueno, ya sabe, una adolescente rara, como muchos otros, que sienten que están en otra frecuencia, que están decidiendo aún el registro de su voz. ¿Sabe a qué me refiero, no? Yo con esta chica enseguida presentí el sufrimiento. Al entrar a nuestra aula de Dibujo, la única que aguardaba sentada mi llegada era ella; refugiada detrás de su media melena, escondía el perfil mientras esbozaba figuras con su lápiz. Cuando conseguía que los demás guardaran un silencio razonable y se sentasen, me tomaba la molestia de pasar lista y de intercambiar unas pocas palabras con los chicos, preparando el terreno para mi clase, claro. Al llegar a Eva, la comunicación terminaba en mí, porque nunca hallaba en ella la réplica. Después de escucharme pronunciar su nombre, sólo atinaba a levantar los ojos de su papel y dirigirme una mirada esquiva como respuesta. "¡Vaya, aquí tenemos a nuestra artista! ¡Tomad nota de su trabajo!", dije aquella primera vez para aligerar la tensión en que me pusieron los ojos de Eva.

Aquellas retinas me parecieron dos espejos para ese mundo interior suyo que andaba buscando órbita. Ahora creo que en el cuerpo de esta niña ha permanecido secuestrada la mujer adulta en la que tendría que convertirse. Usted es psicólogo, esto debe tener un nombre; una disfunción cronológica de la personalidad, ¿no cree? Sí, niños que más parecen sabios con canas y arrugas, adultos atrapados en el juego infantil, ¿verdad? Eso es, esta chica sufría por sentirse fuera de lugar, por la extrañeza ante su propio yo y el mundo que la rodea. Como si entre su cuerpo y su espíritu hubiese un infinito universo, insalvable. ¿Cómo si no explicamos ese dibujo?, dígame...

Labios condenados; palabras obligadas al silencio, entre firmes costuras, infranqueables, como barrotes. ¿Y qué me dice de los ojos? Grandes, muy abiertos y tan fijos que dejan una sensación estática, como si estuvieran castigados a mirar a la pared o a admirar algo que embruja y a un tiempo mata. Quizá, es eso lo que asfixia a Eva, contemplar un mundo hostil que deja ante ella un paisaje impuesto, en el que debe aprender a vivir. Le dicen cómo debe ser una chica de su edad; cómo debe vestir si quiere ser como las demás; qué ver y qué escuchar; hacer de sí misma un escaparate para exhibir una talla, poca tela, mucha piel... Una máscara. Porque los ojos, aun siendo apenas una niña, deben de ribetearse de negro; los labios, de rojo; las prendas pegadas casi al alma de tan pequeñas. ¿Y el alma, dónde está? Se pregunta Eva. "¿Y dónde estoy yo? Ni soy como ellos quieren, ni hay dentro de mí nada que mostrar bajo esos focos".

Al mirarse en el espejo y no reconocer en él ni un gramo de cualquiera de esas chicas que tanto admira, siente frustración, rabia, ganas de decirle a todas adónde pueden llevarse sus caras o caretas bonitas y sus contornos de maniquí raquítico, al mismísimo infierno... sin saber que el infierno se expande no muy lejos, en su cabeza, y tan insufrible resulta convivir con lo deseado, pero inalcanzable; con el dolor de sentirse rechazada y el de rechazarse a sí misma, que hasta los demonios quieren huir de esa cárcel. Mire, mire, el dibujo: ahí están, con cara desencajada, representando lo que Eva quiere gritar y no puede; la desesperación y la desesperanza de quien se ve amordazado física y mentalmente. ¿Qué son, si no, esos cortes? Un castigo al que se somete el que se culpa de ser distinto, una extraterrestre que, por mucho que quiera, no consigue ser de este planeta.

A pesar de ese muro que Eva había levantado a su alrededor y que cortaba el paso a todos (no sólo a mí, sino, como supe después, también a sus padres y a sus mejores amigos), yo insistía en mostrarme cercano a ella. A veces, sólo una mirada cómplice de "Hola, estoy aquí y quiero ayudarte"; en otras ocasiones, me acercaba con la intención de elogiar su lápiz, sus colores o la profundidad de sus acuarelas. Me costó mucho llegar hasta ella, conseguir que me mirase a los ojos, que escuchase mi impresión como profesor sobre sus trabajos de clase. Y es que, después de tantos años en esto, imagínese que mi misión terminase al sonar el timbre o que todo pudiese resolverlo a base de exámenes. Usted pensará igual: con un test no puede atender a un paciente; necesita escucharle, escrutarle y después, con suerte, devolverle las riendas de su vida. Pues yo me siento un poco así, como un guardián para los chavales. Me debo a ellos, y no sólo porque se espere de mí que les enseñe el valor del arte, su historia, sus técnicas, sino porque, ante la idea de poder tener delante a un nuevo Da Vinci o un Picasso, me propongo siempre despertar en todos ellos el lado oculto, la sensibilidad que viene cifrada en su código genético, para que terminen dándole forma sobre una lámina o un lienzo. Otro psicólogo, vamos.

Un día, al final, conseguí que se acercase a mi mesa mientras yo recogía el material. La vi venir por el rabillo del ojo y en ese instante debo reconocer que me sentí muy satisfecho; seguro que aprovechaba para preguntarme algo sobre el trabajo de clase, el de la técnica del retrato. Se me licuó sin embargo la sangre cuando, ya en mi mesa, Eva despegó los labios y me puso al borde del precipicio. "Profe, no estoy bien. Necesito tu ayuda". A lo mejor era eso lo que yo esperaba escuchar, lo que me permitiría lanzarme al reto de ser su guía era esa bandera de alerta que la chica acababa de desplegar frente a mí, pero en ese momento sentí que se me acababa de caer encima un enorme edificio de veinte plantas. ¿Ayudarla yo? Pero ¿en qué? ¿Qué irá a contarme? Se me disparó la imaginación. Quería confesarme algo y ni de lejos imaginaba la magnitud de su problema. "No me soporto -continuó diciendo-. ¿Podríamos charlar un día, fuera de clase?". Le juro que sentí ganas de salir corriendo. ¡Yo soy profesor, no psicólogo! ¿Sabría ayudarla? Y, además, yo, hombre; aunque tengo hijas no ando muy suelto a la hora de comprender a las adolescentes. Pero no tenía más opción; después de todo, le había transmitido ese mensaje con la mirada: "Estoy aquí. Puedes contar conmigo". No pude evitar sorprenderme que Eva, que tan hermética se había mostrado ante todos, hubiera dado aquel paso al frente, con tanta seguridad, y con un mensaje tan directo: "Estoy mal... Necesito ayuda. Quiero contarte qué me pasa, por qué me odio tanto".

No supe si hablar antes con mis compañeros, con su tutor o con la orientadora; nunca se me había planteado una situación así, ¿sabe?, ser consciente de que un alumno te ha elegido para hacerte depositario de su confianza, para desvelar su mundo. Estaba inquieto, pero al final opté por la lealtad y el silencio, a la espera de ver qué dimensiones cobraba la historia conforme me la fuera revelando...

Ni de lejos sospechaba hasta qué punto Eva estaba sintiéndose acorralada por Eva. El día antes de que nos reuniéramos para charlar se me ocurrió pedirle que trajese algo escrito: ¿cómo te describirías?; ¿qué cualidades destacarías de ti misma?; ¿qué te gustaría cambiar en tu vida?... ¿No es eso lo que habría preguntado un profesional para romper el hielo? A mí me pareció una buena manera de empezar a hablar y, si además lo traía escrito, Eva se sentiría menos bloqueada; leyendo estaría dándome las claves de su problema. Creí que se nos iría más tiempo con esta primera parte, porque, iluso de mí, pensé que tendría mucho que contar de sí misma, pero no: "Soy una chica sensible. No hay nada en mí que pueda gustar a los demás. Tengo algo bueno, sé ponerme en la piel de los demás, y sufro con los demás. Querría cambiarlo todo, a mí, al mundo, pero no puedo". Así me quedé, petrificado.

-Pero, ¡si eres una muchacha maravillosa, con talento!

-Bueno, no sé. Yo querría mirarme en el espejo y verme guapa, delgada y feliz. Hace mucho que estoy intentando cambiar y perder kilos. Me odio y los demás huyen de mí, porque me toman por loca y eso me duele, me duele mucho, pero no se lo digo. Sí me grito a mí misma lo que callo ante el mundo y escupo a esa persona que odio tanto y que vive detrás de mí espejo. Todos me piden que sonría cuando de lo único que tengo ganas es de llorar, porque me siento destrozada... Y por eso, porque dentro de mí no encuentro razones, me sigo destrozando.

Y en ese momento se levantó las mangas del jersey y colocó los dos brazos sobre la mesa, con las palmas de la mano hacia arriba. Ni una palabra me salió de entre los labios. ¿Qué se puede decir cuando una niña te muestra las señales de su sufrimiento? Eva me dijo que sentía aquellas heridas como versos terribles compuestos por ella misma, grabados a cuchilla sobre su piel: "Me inspiran -continuó diciendo- esas voces que vienen a trastornarme cada noche, a criticarme y repetirme mil veces mis defectos y errores. Mis voces, mis musas".

Perdone, doctor, me cuesta hablarlo. Creo que siento hasta dolor en el pecho cuando recuerdo a Eva de esa manera... Bueno, enseguida supe que estaba dispuesta a todo. Quizá fueron esas mismas voces maléficas de las que la chica me hablaba las que la convencieron de que dejara de comer. Me contó que, como ya sospechábamos todos los profesores, intentaba ayunar todo lo que podía. Nada en el desayuno; tampoco almorzaba en el recreo (lo que su madre le preparaba lo tiraba a la papelera del patio). Al llegar a casa debía comer algo, claro, para que sus padres no se enfadaran, pero por la tarde... debía sentir un hambre terrible y, como me dijo, "arrasaba con todo lo de la nevera; un poco de cada cosa, para que no se notasen los vacíos...". No hizo falta que me diera más detalles sobre cómo iba a terminar la escena. A las siete  de la tarde empezaba su entrenamiento y Eva no iba a presentarse allí, bajo ningún concepto, desbordada de comida y de angustia, así que intentaba reconciliarse consigo misma, vaciándose de excesos, aunque realmente lo que estaba ocasionando con cada arcada que se provocaba era una fractura irreparable entre lo que era y lo que creía ser. Su espejo ya no le devolvió jamás una imagen nítida de su persona. Desapareció la luz sobre el cristal.

En aquella primera sesión de confesiones me sentí desbordado. Intenté convencerla de que le contase todo a su madre, a nuestra orientadora, a alguien que no fuera yo, porque yo no era psicólogo y cualquier indicación que le diera, tratándose de una menor, habría sido irresponsable sin el visto bueno de sus padres. Eva me contó que precisamente con su madre no creía que pudiera contar. "Me protegió mucho cuando de pequeña se enteró de que había niños que me acorralaban e insultaban, pero, ahora que me he hecho mayor, dice que le parezco muy rara; que entiende que los demás se alejen; me pide que deje de hacer cosas extrañas y de querer llamar la atención de todos. No pienso decirle lo que siento. No lo va a entender y me hará sentir aún peor".

Al final, la convencí de que tuviese una entrevista con la orientadora del centro; si conseguía que se sincerara también con ella, todo sería más fácil, podríamos contactar con la familia para citarla oficialmente y, así, ayudar a Eva a contar sus tormentos. Los acontecimientos, al final, se precipitaron, porque la madre la descubrió un día en el baño de su casa, casi inconsciente, la piel fría, impregnada de la humedad de las lágrimas y el vómito. Ésa fue la primera vez que entró en un hospital y se vio obligada a explicar su estado físico y mental, el porqué de su naufragio.

Me enteré de lo ocurrido por otro alumno, Nacho, el único amigo de Eva, me atrevería a decir. Sentí vértigo, mucho miedo. Cómo no me vería aquel muchacho que tuvo que sentarme en mi propia silla de clase, para recobrar la palabra y el sentido. Una situación tan dramática como la de esta chica es una bofetada para nosotros, los adultos, los padres... Una evidencia del fracaso estrepitoso de este mundo que hemos construido a los sucesores...

Usted conoce mejor que nadie estos trastornos. La bulimia nos llegó hace ya más de veinte años. Entre las chicas de mi grupo de entonces ya había alguna que empezaba a sentir los estragos de esta enfermedad. Nadie quiere quedarse fuera de este espectáculo que hemos hecho de la vida misma, pero, imagínese, todos quieren ser protagonistas, nadie desea ser segundón, ni figurante, ni mucho menos mero espectador. Y cualquiera no da la talla, ¿verdad? Se encargan de ponernos el listón muy alto.

¿Cree que debe ser fácil? A mí me da pánico, porque tengo dos niñas, casi adolescentes. ¡Se me pone la carne de gallina cuando las acompaño a ver tiendas! Ahora no vale de nada que nos escandalicemos, ni que pongamos el grito en el cielo. ¿Qué otra cosa podía suceder con esta sociedad de consumo que nos rodea y que nosotros mismos alimentamos? Ven, compra, yo te doy todo lo que necesitas para lucir sobre el escenario. Vente conmigo y te convertirás en el centro de todas las miradas. Pasarelas, pantallas, redes sociales... Pasen y vean, quédese fuera quien no quiera estar en primera fila. ¿Y yo, cómo resuelvo la encrucijada con mis hijas... y con mis alumnos? La imagen ha sido siempre importante, el canon de belleza que estudiamos en Arte, pero ¿dónde nos deja la publicidad, la exhibición constante de Internet, el consumo voraz al que nos abocan las grandes multinacionales, el afán que se alimenta entre los jóvenes de ser "lo más de lo más", el objeto de deseo y de admiración de todos aquellos que les rodean? Dígame si me equivoco, ¿no han tenido ustedes las consultas más llenas que nunca? ¿Cómo no vamos a tener hijos o estudiantes desmotivados, frustrados, que se sienten a años luz del objetivo marcado por los que mueven los hilos? Y ¿quién demonios mueve estos jodidos hilos? ¿Quién consiente que los chavales que deben convertirse en el futuro de nuestra especie, de nuestra sociedad, acaben ahogados, sin anhelos para mañana?

Eva salió de aquel primer ingreso tocada, mutilada, aún más... aunque ahora ya no podría seguir ocultándose; cada descabellada aventura con la comida o con las cuchillas sería supervisada por la madre, que no sería la mejor amiga, pero sí la más honestamente comprometida con ella; por su amigo Nacho, que desde entonces decidió no dejarla ni a sol ni a sombra; y por mí y por Esther, la orientadora, sus dos guardianes en el instituto. Conseguimos que volviera a las clases; la primera semana, la pobre parecía un fantasma. Pronto nos pusimos manos a la obra. Esther la vería al menos una vez por semana, para comprobar que seguía estable emocionalmente. Organizamos talleres para todo el instituto sobre la importancia de unos hábitos saludables de vida; también hubo actividades desde el lado del deporte. Todos nos implicamos; nadie puede mirar hacia otro lado...

De todos modos, lo que creo que más ayudó a Eva a reencontrarse consigo misma no fue la tranquilidad de no tener que esconderse, o de saber que, si volvía a verse en el abismo, podría gritar y ser escuchada; ni siquiera creo que fuera por contar con su apoyo... Acordé con su madre que Eva y yo nos veríamos una vez a la semana en el taller del departamento, para intentar ayudarla a través del dibujo y la pintura; se le daban bien y le procuraban paz, la necesaria para pensar con claridad, para ejercitarse en la aceptación. Se lo digo siempre a mis hijas: "No debemos competir con nadie más que con nosotros mismos. Siempre encontraréis a alguien más alto, más guapo, más listo. Es de locos aspirar a la perfección (o lo que nos han hecho creer que es la perfección). Esforzaos siempre, claro, pero por ser mejores que ayer; luchad por ser la mejor versión de vosotras mismas. Y encontrad vuestro talento, la pasión que os mueve...". Eva terminó encontrándolos. Ése dibujo fue el primero de su transformación. Ya veo que a usted también se los mostró... Buena cosa, porque todos hallamos la salvación cuando hemos logrado sacarnos de dentro los demonios que nos castigan. Y Eva los ha ido desterrando con cada trazo, con el pincel por escoba. Algún día la veremos brillar, se lo digo yo. Prepárese, que iremos juntos a contemplar su obra expuesta. ¿Acaso lo duda?

jueves, 13 de octubre de 2016

Demonios encarcelados... (Primera parte)


Ya le digo que Eva era mi mejor amiga. El primer mensaje que recibía por la mañana era su "whatsapp" preguntándome qué tal había dormido. Mal síntoma el del día que no daba señales madrugadoras. Si llegaban las 10,00 y  andaba aún silenciosa con el móvil, me daba prisa por echarle un ojo a su "was" y, efectivamente, allí estaba ella, sin foto de perfil ni nada, o, a veces, con un pantallazo negro y agorero... Mala espina la que se me clavaba en la garganta de imaginarla en medio de su hundimiento sin poder hacer nada por reflotarla.

Cuando se ahogaba en el miedo, Eva se esforzaba por desaparecer, eso sí dando señales claras al mundo de que andaba con los ojos vueltos hacia adentro, mirándose los recovecos del alma, y, por eso, dejaba siempre frases fulminantes en su estado de las redes... Foto agónica total y mensaje lapidario para dejar a todos tiritando de susto.

-"No hagas eso, niña. Así sólo parece que quieras llamar la atención y la gente termina cansándose de tanto teatro de penas...".

- "Y yo pensando que tú eras quien mejor me comprendía... ¡Que te den...!".

Sentía una patada en la boca del estómago cada vez que ella me soltaba aquellas palabras, que acompañaba de una mirada que conseguía partirme, así, a cuchillo... Era mi mejor amiga, sin lugar a dudas. Ya ni me acuerdo, pero quizá desde el tercer curso de primaria.

Me encantó aquella niña que en nada se parecía a las demás, escondida detrás del silencio o la vergüenza cuando estaba en clase y crecida como un titán a la hora del partido en el patio. La única chica de entonces capaz de correr y disputar el balón aunque para ello hubiera que clavar la rodilla y el amor propio en el terregal del improvisado campo de juego. Los otros niños de la clase se burlaban al principio a sus espaldas; Eva se lo olía, pero como si nada. Cabeza bien levantada, objetivo establecido y balonazo a la red del portero: su derecha terminó por convertirla en el "rayo de 4° B".

Cuando terminaban los partidos se sentía eufórica y empezaba a narrar, con atropello y orgullo, cada una de las jugadas, reviviendo el subidón que habíamos tenido poco antes con cada entrada y cada gol. Y, entonces, se le relajaban los músculos de la cara y conseguía reír, soltar la alegría, ser ella misma... Regresábamos juntos a casa y, en ese camino fue cuando conocí a Eva sin careta, al natural. Tremendamente divertida, aunque pocos lo supieran.

Sí, debió ser en aquella época. Alguna vez me contó que, cuando los chicos del equipo estábamos preparándonos para el entrenamiento, en el vestuario de las chicas, las de la clase de rítmica  se reían de ella, primero con cierto disimulo, entre cuchicheos cómplices; poco tiempo después, sin ningún tipo de reparo, aprovechaban el momento en que Eva se ponía la equipación de fútbol para hacer un corro en torno a ella e insultarla abiertamente. "Nacho -me confesó un día sollozando- , me llaman gorda y marimacho mientras se carcajean en plan burlón. Un día consiguieron que saliera de allí medio derribada por sus pelotas de gimnasia".

Así perdió mi amiga su sonrisa. Dejó de ir a los entrenamientos. Nadie sospechaba cuáles eran sus razones. Los demás compañeros de equipo se lo reprochaban cuando la veían por el colegio y ella, huidiza y sintiéndose más avergonzada aún, terminó por no querer ir a las clases. Su madre debió sufrir mucho al verla convertida en un espíritu errante entre las cuatro paredes de su cuarto. Se empeñó en no ir al colegio porque allí volvía a encontrarse con esas chavalas de la rítmica, las mismas que consiguieron que odiara el fútbol y que se odiara a sí misma.

No tardaría mucho en volver a verla en la clase; sin justificación médica o causa de fuerza mayor, ningún niño puede ausentase del colegio ni ningún padre puede dejar de cumplir con la obligada escolarización. Eso sí, la que regresó no parecía Eva, mi amiga y compañera de mesa; allí, a mi lado, se sentó apenas una sombra de aquella niña que corría tras el balón; sin luz ni ilusión en el gesto se presentó de nuevo ante el mundo. Todos la observamos con cierta curiosidad morbosa, ¿qué tiene y por qué se han apoderado de ella las ojeras? Eva no decía nada, pero yo, con solo mirarla a los ojos, la escuchaba gritar angustiada. Aun cuando se esforzaba por serenar su expresión facial, yo juraría haberla visto llorar. No había humedad en sus mejillas, aunque anduviese con el corazón anegado de dolor, hecho añicos y desesperanzado...

Ningún compañero se atrevía a cruzar la frontera y, bien por indiferencia o por vergüenza, nadie se acercaba a interesarse por Eva. Yo rehuí durante varios días de la que, sin lugar a dudas, era mi obligación como amigo. Sentí extrañeza ante alguien en cuyo ademán ya no reconocía la complicidad de entonces, la de cuando a ella no le importaba más que el fútbol, al que se entregaba en cuerpo y alma. Desde entonces, su cuerpo lucía muy desmejorado, flacucho y débil, y su alma, secuestrada por la voluntad de quienes la hirieron con el insulto fácil y la arrinconaron en un vestuario infantil.

Sí, así es... Usted lo ha dicho. Fue entonces cuando me enteré de que, por las tardes, Eva asistía a las clases de gimnasia artística. Me costó mucho creerlo, ¿Qué sentido tenía terminar acercándote a quienes te habían hecho sentir tan insignificante? ¿Para qué querría mostrarse ante aquellas arrogantes  chicas, precisamente en el momento en que más vulnerable resultaba? Y no sólo porque su mirada y su ánimo parecieran resquebrajarse a cada paso, sino porque su cuerpo también tenía un aspecto muy frágil.

Poco después lo entendí, claro... en cuanto me detuve a observarla en clase, siempre estática, mirando al infinito verde de la pizarra, hasta que algún profesor pretendía rescatarla de su ensimismamiento. Era entonces cuando Eva, en un intento de respuesta, se sentía atrapada, primero por la sensación de mareo y, después, por el desmayo.

- Muchacha -entonaba el profesor  con intención amable-, ¿Pero tú has desayunado hoy?

Eva sólo atinaba a apretar los dientes y agachar los ojos. Ahí mismo me di cuenta. Mi amiga había empezado a comer menos que poco, porque necesitaba ser como las demás, las que podían enfundarse en la moda que llevan las chicas de ahora, ajustada, atrevida, para marcar, como me contaba ella, los huesos de las caderas y lucir una pronunciada clavícula, sobre la cual algunas, las más extremas, colocaban piedras redondeadas para después poder demostrar en las redes sociales el poder de sujeción de sus esqueletos.

Eso mismo pensé yo, una locura, una extraña locura. ¿Por qué, Eva? "Necesito sentir que me quieren, que aquellas chicas me aceptan en su grupo, porque creen que estoy tan delgada y soy estilosa como ellas. Y quiero que ellos me miren y me sonrían al verme; que deseen hablarme y sea yo quien les esquive; que les guste acercarse a mí y tengan en cuenta lo que digo y lo que hago. ¿Tú saldrías conmigo, Nacho? Dime, ¿te gustó así, como para querer salir y que te vean conmigo? ¿Te parezco interesante acaso con mi camisa ancha y mis vaqueros rectos de chico, talla enorme, que llevaba antes? Anda, no mientas...".

-"Eva, tú eres mi amiga" -le decía- y , en ese instante, se hacía el vacío, un terrible silencio venía a caerme encima, como una enorme losa que me sentenciaba y aniquilaba, por idiota, por insensible.

Yo no sé si era porque la conocía desde la niñez y no era capaz de ver en ella todo lo que en las demás me parecía un sagrado deleite, o porque una chica de gesto tan gris y hundido no venía precisamente a despertar pasiones ni sentimentales ni hormonales. Sea como sea, no lograba ver en sus ojos más que un remoto recuerdo de la niña desenfadada y feliz que un día fue, con sus botas del fútbol y su balón bajo el brazo... Y, ahora, la miraba y buscaba allí en la pupila de siempre a la amiga, mas solo encontraba un gesto hostil, a veces hueco.

La veo frente a su espejo. Se ha desnudado. Va recorriendo con los ojos cada recodo de su figura, mientras da voz a su infierno interior diciéndose "¡mira qué horrible eres; tienes muchas caderas y la celulitis se ve por todos lados; qué pelo tan soso y áspero; llena de granos y sin apenas pechos...! ¿Cómo les vas a gustar?". La mirada se detiene ahora a la altura de los brazos extendidos. Veo espantado esos terribles cortes, algunos ya cicatrizados, otros más recientes, y otros pocos sólo arañazos de lo que aspiraba a ser una herida de muerte y se vio frustrado por el miedo y el abatimiento. Eva llora cada vez que se descubre la piel y comprueba las marcas inconfundibles de la autodestrucción. Piensa en ese momento que es inútil castigarse con el hambre, llenando vacíos con agua y manzanas; así que, asestada por la frustración y un latigazo en el estómago, carga su ira contra la puerta de la nevera, para sacar de ella todo lo que pueda ayudarla a calmar sus ansias. Se le escapa la furia de entre los dientes y chilla, entre bocado y bocado. Se odia por estar haciendo eso, por llenar su boca más y más, sin dar tiempo a masticar. Le corren las lágrimas por la cara y siente cuando traga un jirón por dentro. Deprisa, que pueden verte; traga, Eva, ¡qué más da! No vas a ser como ellas...

Me contó que aquellas escenas continuaban en el baño, agarrada a la taza e intentando vaciarse de culpa y comida con ayuda de los dedos en la garganta. Y así la descubrió su madre. En los párpados superiores le vio unos puntitos rojos muy marcados, por los capilares rotos con el esfuerzo del vómito y un día en la ducha vio las lesiones de los brazos. Además, después de esos episodios compulsivos, Eva caía en un estado emocional que la recluía en su cuarto y la ahogaba en llanto. La vida terminó haciéndose insostenible. "Nacho, no me soporto; odio mi imagen en el espejo; odio a mis padres; odio este mundo porque no hay lugar en él para mí... Y por eso quería un día ser valiente y poner fin a este infierno. No me quedan fuerzas ni para estar clase ni para continuar con los entrenamientos. Nadie se dará cuenta de mi ausencia, lo sé".

Eva comenzó a visitarle desde entonces. Su madre acudió primero al instituto para averiguar si allí ya se habían dado cuenta de algo. La orientadora la informó de que casi todos los profesores comentaban que el carácter de su hija había cambiado mucho en el último año. Había pasado de ser una alumna participativa y motivada en el primer curso de secundaria, a convertirse en un espíritu silencioso, ajeno a los libros; a los compañeros; a mí, que era su mejor amigo, e incluso a sus dos pasiones, el balón y los pinceles y lápices que tan bien se le daban. La madre se enteró también de que hacía meses que Eva había dejado de ir a las clases de gimnasia rítmica de las tardes. Ya no se lo pensó más; la trajo a su consulta medio engañada, haciéndole creer que iba a hacerse unos análisis de sangre. La verdad no sé si realmente usted consiguió ayudarla en algo. Es muy fácil eso de "habla, que yo te escucho" o decir "debes quererte más y hablar con tus amigos".

No sé cómo no reaccioné antes. Sí, ya lo sé, alguien que dice ser el mejor amigo de otro alguien debe acercar el hombro; vigilar los silencios, las lágrimas y las furias del amigo, a veces sólo escuchar y otras, simplemente dar un abrazo. Tendría que haberle dicho antes que a mí sí me gustaba, por su profunda mirada, su sonrisa de antes, sus atléticas piernas, el pelo en media melena que siempre se le venía a la cara; por su hondo pensamiento, que hacía que los demás pareciésemos mentes superfluas y ridículas. A mí no me parecía que fuese una chica gorda. Ninguna falta le hacía pretender una escuálida figura con la que lucir más ligera y elegante, al danzar con las cintas o lanzar las mazas, sobre todo porque a Eva no le gustaba de verdad esa constante exhibición que exige la gimnasia rítmica. No era su pasión; la suya habría sido poder seguir corriendo tras el balón sin que nadie la señalase y la hiciera sentir ridícula. "Amiga, llevas la belleza en tu manera de ser, no en la talla de tu pantalón ni debajo de la lycra del maillot. No dejes que te asfixien más. No castigues más tu cuerpo y tu insegura alma". Sí, tendría que haber ido a su casa para decirle todas estas cosas, para que tomase contacto con los de este mundo; ella hacía tiempo que había entrado en otra dimensión, donde las de sus edad a veces eran incluso ingresadas para recuperar un poco de peso y templar los nervios. La madre de Eva me contó que una de aquellas amigas casi "transparentes" había estado más de un mes ingresada en un centro especial y que, cuando salió y vio el estado en el que se encontraba su hija, le aconsejó que en la próxima visita al psicólogo le dijera que cuando vomitaba echaba también sangre, aunque fuera mentira. Así se aseguraba el ingreso de rescate. En qué estado no estaría Eva... Si seguía así, si a escondidas continuaba lesionándose, sin apenas comer ni hablar ni sonreír... Sucedería, con seguridad. ¿No supo usted actuar? ¿Le contaba ella sobre los demonios que vivían entre sus pensamientos? ¿Lloraba cuando hablaba? ¿Hablaba acaso? Tendría que haber sido yo el que estuviera en su sillón, no le quepa la menor duda. También podría haberle dicho a su madre que dirigirse siempre a Eva con esa dureza no iba a servirle más que para que se aislase más aún en su castillo interior. "No me gusta que vistas así, siempre de negro, con esa raya en el ojo. Come ya y deja de querer llamar la atención, que un día nos vamos a cansar y te quedarás sola...". Yo no te voy a dejar sola, Eva... aunque tenga que ir a rescatarte allí dentro y enfrentarme a ese dragón que tan celosamente te asedia...

Ni fue usted, ni su madre ni yo. Un día, por sorpresa, llamó a su casa su profesor de Plástica. No podía creer que su mejor alumna, la "artista del boli Bic", como él la llamaba en clase, llevase tanto tiempo sin aparecer por clase. Ya sabía, claro está, que a Eva ni le iban del todo bien las cosas. No hizo falta que la dirección del centro le diese muchas pistas sobre las razones de su ausencia. Un tipo inteligente y sensible como aquél supo ver desde el primer día que en los ojos de Eva había otros muchos ojos acechando desde dentro.