sábado, 24 de octubre de 2020

Otras cosas extrañas que nos trajo la pandemia



Ha transcurrido este inicio de curso pandémico de una manera, como os dije, ciertamente extraña, entre mascarillas, flechas indicadoras del buen destino y un baño de gel hidroalcohólico (ungüento que las leyendas que relaten los avatares del pasado referirán como bálsamo de inmortalidad, estoy casi segura).

Superadas las primeras contrariedades que nos han llevado a los profesores a rebelarnos contra los gobernantes que nos vapulean mientras sentencian la debacle del sistema educativo, llegó el momento de la verdad, el del cara a cara con el trabajo, con la gesta, tan malentendida y malquerida por la sociedad, de intentar educar a los que deben salvarnos del desastre integral.

Allí, en la arena, sin más disfraz ni armadura que una mascarilla quirúrgica ni más arma que una tiza, un cable y una pantalla para los más aguerridos, y mucha, pero que mucha paciencia, todos los que defendemos la educación como bandera del desarrollo y la igualdad para todos los ciudadanos, nos sentimos fuertes y comprometidos, a pesar del desdén de quienes nos ven desde las gradas, a pesar de la desmotivación de nuestros pupilos, a pesar de que el amor por el conocimiento ande en fase degradada y quién sabe si al borde de la extinción.

Frente a la pizarra y una decena de pares de ojos que asoman al borde enmascarillado de su existencia, me olvidé de mi enfado profesional, de la apatía que se me había instalado tras el confinamiento, se esfumó el desánimo por la ventana abierta por donde también esperamos que se vaya el bicho innombrable. En esas dos horas de clase intensiva se produce a veces la magia, cuando el profesor intuye que ha conseguido conectar con el alumno, a veces gracias a un guiño, una sonrisa (ahora obligadamente escondida, pero siempre evidente en el brillo de los ojos), un gesto cómplice que celebra que se ha entendido el concepto, que un aprendizaje empieza a recorrer la galaxia de neuronas para convertirse otro día en ladrillo de nuevos aprendizajes.

Y entonces, justo cuando empezaba a sentirme a salvo de la confusión generalizada, de la sensación de caos reinante, un día, a la salida del instituto, mientras saboreaba satisfecha el deber cumplido (que tiene regusto a gloria cuando se ha alcanzado el propósito a pesar del contexto desfavorable), me llega la noticia de que alguien ha manifestado un reproche sobre mi persona. Y, según voy escuchando el relato, se me van cayendo los vítores y galardones del triunfo que andaba celebrando. Más podría decir, a juzgar por aquellas nefastas palabras, que nunca debí sentirme vencedora en este improvisado rin en que se han convertido las aulas. 

"Estamos en una pandemia mundial y ella, sin embargo, bajó su mascarilla, incumplió su obligación y nos puso en peligro...". Oh, qué tristeza tan grande saber que mis pobres adolescentes, mis queridos alumnos de la era COVID, no han sabido reseñar de su profesora, de entre todas sus cualidades y defectos profesionales, más que la anécdota de que en alguna ocasión, después de llevar más de una hora explicando, sobreponiéndose a su dióxido de carbono, ante el desconcierto que produce ver al público impertérrito, quizá impasible, y tras pedir permiso para tamaña incorrección, descubrió la nariz para respirar, asegurándose de hacerlo pegadita a la puerta, con la distancia de seguridad, en una clase de apenas diez alumnos y las ventanas abiertas.

¿Qué hago yo explicando gramática castellana a quien realmente necesita lecciones de lógica? ¿Cómo se explica a estos hijos de la pandemia que en el mundo existen normas ineludibles, pero que, incluso ante las más importantes, existen las salvedades? ¿Debemos ser tan obedientes con el buenismo imperante como para que renunciemos a respirar aunque sea unos segundos por miedo a la censura en estos tiempos convulsos?

Siento bastante inquietud ante lo que me parece ya una tendencia social. Se nos ha inoculado un terrible virus llamado estupidez que quizá sea el causante de nuestra pronta desaparición.

Espero recuperar pronto el aliento porque, ya sea sacando la cabeza por la ventana o exiliándome unos minutos en el pasillo, como la alumna desobediente, tomaré aire para volver a entrar a las aulas como si mereciera la pena seguir educando en el sentido común y el espíritu crítico.