En los centros escolares, en sus aulas y pasillos, se evidencian muchas realidades, académicas y sociales, algunas de ellas inquietantes.
¿Cuál creéis que es la pregunta más recurrente que he tenido que hacer a muchos alumnos estas últimas semanas? No, no acertaréis si apostáis a que ha sido una relacionada con deberes, con estudio o con ortografía. Suelo observar bastante a los chavales, su manera de estar y de relacionarse y si algo me parece raro o sospechoso, en un alarde detectivesco y de fiscalización, activo el dispositivo interrogativo, intentando que ellos no se sientan intimidados y huyan despavoridos.
-"Profe, ¿puedo salir al pasillo (o llamar a casa)? Estoy muy mareada; no me encuentro bien; me duele la cabeza...".
-¿Has desayunado hoy?
- Pues no.
- ¿Y has traído almuerzo?
"No, profe. Ya no como nada hasta la hora de comer", me responde la alumna con mirada triste. Confiesa a continuación que no ingiere ningún alimento desde la noche anterior hasta el mediodía, cuando llega a casa, pasadas las 15,00.
Afortunadamente, aunque su revelación es más que preocupante, la situación no se debe a la falta de recursos económicos de la familia, o de las familias, porque son muchos los adolescentes que andan en este absurdo y peligroso coqueteo con la "des-nutrición". Las niñas de catorce años, a pesar de estar aún en pleno proceso de crecimiento y transformación, quieren lucir contornos imposibles y enfundarse en esa endiablada lycra, marcando hueso, como los maniquíes del escaparate de la tienda y como esos irreales perfiles que vende ese otro gran escaparate, el de internet.
Hace apenas una semana se ha celebrado el día internacional de la lucha contra los trastornos alimenticios. Los datos sobrecogen: más de cuatrocientas mil mujeres padecen en nuestro país algún tipo de trastorno relacionado con un desorden de la alimentación. Si cualquiera de nosotros puede llegar a ser permeable ante las tendencias que marca la moda global, no parece descabellado que los adolescentes, que están atravesando por una etapa crucial en su desarrollo personal, en la que resultan más vulnerables que el común de los mortales y fácilmente impresionables, terminen convirtiéndose en las víctimas más rentables e inocentes de este gran "mercado de las vanidades", presas del consumo más atroz y desaprensivo.
La adolescencia ha sido siempre así de cruel; nos hace sentirnos extraños con nosotros mismos y ante el mundo. Nos miramos en el espejo con ojos inquisidores y nada indulgentes. Somos los peores críticos y, si nos analizamos por dentro, encontramos una imagen bastante pobre de nuestra persona.
Creemos que la verdad está fuera, la belleza está fuera, la razón la tienen los otros, hay que ser como los otros, como los de la televisión, la publicidad, como los que se venden como el colmo de la perfección en las redes sociales. Precisamente, en la era de la comunicación social, nuestros chavales están más sobre expuestos que nunca a la influencias estéticas externas, que les llegan en forma de canon, o "anticanon", que hay que imitar.
Otro dato escalofriante al tiempo que sintomático: esta semana se retransmitirá el desfile de ropa íntima de una conocida firma, que pondrá sobre la pasarela a sus escuálidas modelos "angelicales". Se prevé que sigan el pase quinientos millones de espectadores en todo el mundo. No hay comentarios.
Es natural que todos deseemos tener un buen aspecto. Es agradable poder sonreír y mostrarse satisfecho ante el que se asoma a saludarnos al espejo cuando nos miramos en él cada mañana. Y si somos adolescentes, con mayor motivo, porque en ese momento vital necesitamos más que nunca reafirmamos como entes individuales, llamar la atención de nuestros padres, de nuestros amigos, del primer amor y del primer enemigo, que a veces encontramos en nosotros mismos.
El problema es que lo que podría ser un proceso de construcción del yo, en el que se diera forma a nuestra autoestima, termina convirtiéndose en una trampa fatal. Miramos fuera para querer ser como el de fuera, la exultante modelo o la famosa actriz, como mi amiga esbelta y popular o como esa otra chica a la que no conozco, pero que tanto sonríe.
Todos parecen mejores, más guapos, más altos y más exitosos. Se nos olvida que el camino debería ser inverso, de dentro hacia fuera, hallar en mí lo que me hace especial, creer en ello, alimentar la confianza en esa imagen, en mis cualidades y atributos, físicos, intelectuales o emocionales. Cuando me haya encontrado y me reconcilie conmigo mismo, me sentiré más cómodo bajo mi piel, frente al espejo, delante de los demás. Y todo será de verdad, no una afectada pose ni una burda imitación de la moda hueca que también pasará de moda.
Pero, claro, todo este planteamiento llega, con suerte, con los años, con el aprendizaje de los propios errores y la madurez.
¿Qué podemos hacer para luchar contra los trastornos emocionales que arrastran a los jóvenes hacia conductas poco saludables? Trabajar desde dentro. Una prioridad de nuestra sociedad debería ser el fomento de hábitos saludables desde los primeros años de vida. Si cuidamos nuestro cuerpo, lo alimentamos convenientemente, se desarrollará en condiciones óptimas y se desmarcará de graves problemas como la obesidad o las afecciones cardiacas, entre otros. Por eso, los pediatras llevan años haciendo especial hincapié en los correctos hábitos de alimentación en los niños, comer de todo, pero frecuentando más las frutas y verduras que la bollería o los platos preparados, a los que deberíamos desterrar más pronto que tarde.
Por otra parte, desde la infancia deberíamos ya iniciar a los más pequeños en alguna actividad deportiva, como una buena opción para el tiempo de ocio, para interactuar con los demás y conseguir el equilibrio físico. Los beneficios que estas costumbres saludables tienen sobre nuestro estado emocional están más que demostrados. Tras el ejercicio físico, en el cerebro se generan sensaciones muy placenteras que contribuyen al bienestar emocional y éste es finalmente el responsable de una saludable percepción del yo, o lo que es lo mismo, que nos queramos más. Así que no hay que ser como "menganito", sino cuidar más al "zunganito" que llevamos dentro. Sobre estas cuestiones relacionadas con el desarrollo personal debería haber talleres en los institutos.
Otro dato, éste personal. Con 18 años, en plena "crisis post adolescente", pesaban sobre mí 30 Kilos más. No lo sabía aún, pero me estaba acercando al principio de la obesidad. Mis hábitos alimenticios eran poco recomendables; el ejercicio físico, inexistente. Pesaban sobre mí también 30 Kilos de complejos, 30 kilos de prejuicios hacia mí misma, una frágil autoestima de quien quería ser como todos menos como ella misma. Podría haber sido feliz con esos 30 de más si me hubiera querido más y hubiera realizado ese camino interior. Hasta que el médico no me hizo ver que además existía un daño físico, que traducido en datos ponía mi colesterol y mis triglicéridos al borde del abismo, no comprendí que había llegado el momento de dar el salto.
Finalmente, lo que realmente me cambió la vida no fue la pérdida de peso, sino descubrir que tenía una fuerza de voluntad tremenda, que había alguien ahí dentro con mucho que ofrecer a los de fuera, que muchas cualidades estaban ahí por explotar. Y perdí peso, aprendí a alimentar el cuerpo y alimentar el alma, porque fue cuando me inicié en las letras y dejé de ser la mala estudiante para aplicarme en algo que verdaderamente me motivaba.
Mi salud emocional ha ido creciendo con los años porque creo que he sabido trabajarla desde dentro. Para lo del deporte he sido más perezosa; algo hago ahora con casi cuarenta años y tres hijos. Nunca es tarde si se trata de predicar con el ejemplo.
Ojalá todos tomemos conciencia de que es preciso proteger a los más jóvenes de la locura del "canon fashion" que la sociedad del consumo y del espectáculo les venden. Y todo pasa por cuidar la mente y cuidar el cuerpo, por aprender a apreciar lo que nos hace ser únicos e inimitables.
Gracias por escribir sobre el tema. Bravo por los logros. Bravo por ti. Mens sana in corpore sano.
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