Vistas de La Paz, desde El Alto (Bolivia) |
Anoche
soñé que mis piernas salían corriendo despavoridas de esta cárcel. La brisa me
iba envolviendo conforme avanzaba en mi carrera a ninguna parte. Miré al frente
y me pareció ver que las hojas caducas sobre el empedrado camino me iban
indicando, con el crujir de mis pasos sobre ellas, la dirección, el destino.
Ya
casi se me olvidó cuándo y cómo fue. Yo era entonces médico cooperante en La Paz,
Bolivia. Junto a aquellos colegas de la ONG hice lo que mejor sabía hacer,
curar heridas, atender a aquellos niños desangelados y olvidados, dar medicinas
a sus cuerpos y calmar las penas de sus almas.
No
sé si podía llamarse felicidad a aquello. Para mí era la primera experiencia en
tierra extraña. Desde luego, no fue fácil aprender a vivir en El Alto de La
Paz, a 4.000 metros de altitud. Sumado a las extremas temperaturas de su clima
de montaña y a la pobreza que asfixiaba la zona en que vivía, cualquier
vivencia anterior parecería ridícula. Pero aquel lugar, en principio inhóspito,
terminó por atraparme; a lo mejor fue la satisfacción por el trabajo bien hecho
o bien la calidez de la gente, el saberse desposeído de casi todo lo material,
pero próximo al dolor del otro.
Los
vendajes se me cayeron de las manos una soporífera tarde de mayo. Sentí que la
extrañeza se me dibujó en el rostro. Como cada día, ponía en orden todo el
material que necesitaría en el puesto ambulatorio. Jeringuillas, pinzas,
vendajes, suero y apósitos decoraban mi mostrador. No sabía cuándo necesitaría
de una de las vacunas que había en la nevera o cuándo tendría que escayolar a
alguno de los traviesos que jugaban entre la mugre de la colonia. Al ver que el
rollo de venda se deslizó entre mis dedos, comprendí que quizá había llegado el
momento de descansar más, de pasar más horas en la cama, dejando reposar los
huesos y los pensamientos. El cansancio no es buen aliado para un médico. Todo
el mundo allí confiaba en mí; incluso había quienes me veían como un chamán que
debía protegerles de la muerte.
No
sentí que debiera aún alarmarme. Cerré las contraventanas y me preparé para
marcharme con la repetida satisfacción del trabajo bien hecho. Al intentar
cerrar la puerta del barracón, no atiné a meter la llave en la cerradura.
Después de varios intentos lo conseguí, pero la muñeca derecha fue incapaz de
hacer el doble giro. Me paré unos segundos, de pie delante de mi coche; respiré
hondo, y me monté en él con decisión, como si nada hubiese ocurrido frente a
aquella cerradura del demonio.
La
inquietud me persiguió desde aquel día. Era médico y ciertas señales no podían
pasarme inadvertidas. No quise alimentar la imaginación, pero en seguida, a las
pocas semanas, me di cuenta de que me empezaba a costar caminar con normalidad.
No hizo falta que nadie me dijera nada. En unos meses, el debilitamiento del cuerpo
era más que evidente; demacrado y con bastantes kilos de menos, el pánico se
apoderaba de mí cada vez que sentía un calambre en las piernas o notaba que se
me adormecían las manos. No debía esperar ni un día más. Fui a ver a uno de mis
compañeros de la ONG, que también trabajaba en el Hospital de La Paz.
El
doctor Gálvez se empleó a fondo con todo tipo de pruebas neurológicas y de
análisis. La primera resonancia magnética no arrojó unos resultados que digamos
muy halagüeños. Efectivamente, todo parecía indicar que el deterioro era
galopante y conducía a un abismo de profundidad desconocida. En el hospital
concluyeron que, a falta de una segunda opinión, se podía hacer un diagnóstico
casi certero: padecía una enfermedad llamada Esclerosis Lateral Amiotrófica
(ELA), que en mi caso parecía de origen azaroso ya que no había ningún
antecedente familiar. Con sólo escuchar el juicio clínico, se me tornó vidriosa
la mirada y el abatimiento arrasó mi, hasta entonces, optimista sonrisa.
Los
médicos no podían aventurar cuál sería la progresión ni cuánto tiempo tardaría
la musculatura de mi cuerpo en despedirse para siempre del movimiento. Podían
ser meses o años. Tampoco supieron hablarme ni de las causas ni de la
existencia de ningún tratamiento contra aquella lenta muerte programada.
Al
salir de allí, anduve durante más de una hora. Sentí que el gélido aliento de
la Muerte se había clavado en mi nuca y no tenía intención de darme esquinazo,
como yo habría querido dárselo a ella. Tras de mí caminaría desde el terrible
momento en que una venda se escabulló de entre las manos hasta que la parálisis
total del cuerpo terminara arrastrándome al definitivo precipicio.
Una
vez que mis facultades físicas estuvieron tan mermadas que resultaba imposible
seguir ejerciendo la profesión, no había razón para permanecer en Bolivia y comprendí,
sin mayor discusión, que había llegado la hora de volver al punto de partida.
Mis hijos eran aún pequeños o, al menos, lo suficientemente pequeños para vivir
un cambio tan radical con cierta naturalidad. Los niños saben adaptarse a casi
cualquier situación nueva: a vivir en otra ciudad, a hacer nuevos amigos, a ir
a otra escuela. Pero nunca podrán adaptarse a tener que ver sufrir a un padre.
La enfermedad y la muerte nunca están entre los invitados a la mente de un niño.
Lo
único que sabíamos sobre aquel mal era que existían otras muchas enfermedades
parecidas que afectan a las células nerviosas. La esclerosis lateral
amiotrófica deriva en una silenciosa y progresiva atrofia muscular, que, al
menos, deja intactas las facultades intelectuales y sensoriales. Desconocíamos
cuánto tiempo nos quedaba; mi mujer creyó que lo mejor era tomar ventaja a la
enfermedad y procurarme un entorno lo más sosegado posible. En lo más profundo
de mi entraña hubiera preferido que la esclerosis, en aquel devastador ataque,
acabara, además de con mi cuerpo, con mi razón. Creedme si os digo que convertirme
en espectador consciente de mi propia desintegración es el peor final, incluso
para cualquier tragedia.
¿Qué
me trajo a estas orillas sin mar ni escapatoria y por qué tendré que contemplar,
con desolación e ira, mi irremediable naufragio? No hubo Dios que contestara ni
calmara el grito ahogado de quien pide cuentas al cielo.
Me llevé
de El Alto el nudo en la garganta; no desaparecería ya, nunca. De ella pronto
dejó de poder salir el más mínimo atisbo de palabra. No pude articular en
versión sonora mi pensamiento. Aprendí a vivir con el silencio, con la
impotencia de que mis dos hijos tuvieran que verme hecho casi un vegetal, con
los ojos perdidos en la nada. Yo, que tendría que enseñarles a caminar con
valentía y determinación por este mundo, me había convertido en un inválido, de
piernas muertas y sin camino que andar.
Sea
otoño o primavera, siempre que la lluvia o el frío nos lo permiten, salimos a
dar ese paseo mañanero. Ella empuja con bastante esfuerzo la silla de ruedas,
peleando con los adoquines y las interminables cuestas del pueblo.
Como
minúsculos granos de arena, nos deslizamos en esta espiral inexorable. El
tiempo nos absorbe a todos, sin excepción. Igual que las aguas del río que el
poeta vio avanzar hacia el mar… La vida antes, en El Alto, parecía que sólo era
cuestión de seguir navegando por muy turbulentas que fueran las aguas; se
trataba de pelear cada día contra la miseria y el hambre de aquellas gentes, de
levantarse con ganas de entregarse hasta el final; de curar las heridas de sus
cuerpos y de sus mentes. Yo creía que aquello justificaba mi existencia, que
era un argumento más que perfecto para la historia que me había tocado en
suerte. Pero hay historias que ya conocen su final desde la primera de las
líneas del relato. El mío sería el colmo de lo fatal.
Sentado
espero su llegada. A veces, en el horizonte se me antoja que no es la muerte,
sino otra figura la que viene a buscarme. Presa de mis propias alucinaciones, me
parece que soy yo mismo quien camino hacia mi propio encuentro, con paso firme y
enérgico, con ganas de preguntar al señor postrado en esa silla de ruedas qué
le traerá el porvenir que ahora a mí ya se me ha consumido.
Yo, el de ahora, ya he dejado de caminar; ya veo cuál es
el final. No deseo saber nada más de lo que me resta por descifrar. Intuyo y
fantaseo con el desenlace, en silencio, para que ella no adivine mi tristeza ni
mi sensación de fracaso y acabamiento. Elisa clava sus meditabundos ojos en el
horizonte madrileño, que tan nítidamente se ve en días claros desde el Jardín
de los frailes. Allí termina siempre nuestro paseo diario y hasta allí, quizá,
llegue la muerte a buscarnos.
Vistas desde el Jardín de los frailes. San Lorenzo de El Escorial. |
Que duro y que bello a la vez. Sobrecogida por el relato.
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