Cometa Halley, 9 de febrero de 1986 |
A mi pueblo se podía llegar por
carreteras de las que ahora llamamos secundarias. Eran en realidad caminos
agrícolas asfaltados. No recuerdo que hubiera arcenes ni que estuvieran
pintadas las rayas divisoras de los carriles. Si uno venía de San Javier, se accedía
entrando primero a la carretera de Sucina, que aún hoy sigue bordeada por una
frondosa hilera de pinos, y desviándose a la altura del cementerio. Cuando
nuestro Cientoveintisiete naranja rebasaba la puerta fúnebre para dirigirse a
El Mirador, mi mente de niña, impresionable y asustadiza, siempre sentía cierto
escalofrío, sobre todo si era de noche, porque entre las rejas negras se podían
ver lucecitas rojas, procedentes, me imagino, de esos velones de carcasa de
plástico carmesí, tan del gusto de las liturgias religiosas.
Pronto se pasaba la tétrica
sensación; las siguientes luces que íbamos a ver serían blancas, un poco
tenues, las de las farolas casi recién estrenadas que daban la bienvenida al
pueblo, si ya había caído el sol. Pero, hasta llegar allí habría primero que
recorrer unos cuantos kilómetros de campos de limoneros, plantaciones de
lechugas o alcaciles (que así llaman en Murcia a las alcachofas) y cientos de
invernaderos que, vistos desde dentro del coche y a unos 70 kilómetros por hora,
daban la sensación de ser un infinito camino blanco, paralelo al asfalto. A mí
me parecían tiendas de campaña de plástico basto. Ahora son muy sofisticados, alardes
de ingeniería, pero entonces eran una obra artesana, a veces un poco tosca,
pero muy eficaz, a la vista de las buenas campañas de recogida de pimientos que
se festejaban cada temporada.
Yo no sabía calcular las
distancias ni casi medir el tiempo; había un par de cruces de caminos en los
que podía salirte al paso un tractor o una furgoneta de trabajo, camuflada tras
una buena capa de tierra de color marrón rojizo, nutrida a base de jornadas de
campo, señal indiscutible del esfuerzo de su conductor. A veces, en el camino,
el coche tenía que sortear algún viejo ciclomotor, conducido con despreocupación
y casi imprudencia por algún trabajador o, incluso, hacer parada técnica,
obligado por un rebaño de ovejas que, parsimoniosamente, se dirigía al mismo
lugar que nosotros; no parecían hacer mucho caso ni a su pastor ni a su perro,
que ladraba efusivamente para darles el aviso de que había un intruso sobre
ruedas a la vista, de manera que el viaje que podría haberse recorrido en lo
que tardaba Julio Iglesias en cantar tres de las suyas en el “casette” de mi
madre, podría al final obligarnos, si las dichosas lanudas seguían sin
apartarse de nuestro camino, a darle incluso la vuelta a la cinta y escuchar
otras tantas del “amante bandido”. También podía suceder que la conducción de
mi padre no encontrara contratiempo alguno y no diera ni para terminar la segunda
canción, cosa que solía coincidir, mira por dónde, con el día en que yo había
convencido a los demás ocupantes de poner la de Mecano.
Y “entre el cielo y el suelo”,
como cantaban aquéllos, terminábamos por ver siempre, al final del camino de
invernaderos, el perfil dibujado de aquel “mirador” que mis padres habían
elegido para otear la vida. Varios acontecimientos familiares que no vienen
ahora al caso les llevaron a poner el dedo sobre el mapa de la región, atinando
a señalar aquella pedanía desconocida para la mayoría, pero que pronto daría a
conocerse en aquellos años ochenta por sus exportaciones agrícolas y su
prosperidad, que vino de la mano de la riqueza de su tierra, pero también de la
inteligente y sostenible gestión del agua, que aunque por estos lares escasea,
es convenientemente distribuida y administrada desde que llega por el trasvase
del río Segura, mediante un moderno sistema de regadío, heredero del que ya los
árabes nos dejaron para sacar buen provecho de estas tierras del sur.
Desde el primer día, la gente se
volcó con nosotros, gente del campo, gente noble y entregada, de la que abre
los brazos al de fuera, tanto si viene a trabajar bajo el plástico, bajo el sol
o frente al encerado y los pocos pupitres de la escuela, como mi padre, maestro
de números, de letras, de geografías físicas y soñadas, otro hombre gentil, de
carácter afable y maneras sencillas, que gustaba tanto de la relajada charla
con el agricultor como del libro de Sócrates o de la cartilla Palau.
Mucho ha cambiado El Mirador en
estos más de treinta años. Entonces, igual que ocurría en cientos de pueblos
españoles, aún estábamos despegando hacia lo que sería la modernidad. No
teníamos farmacia ni centro de salud; para los menesteres médicos había que
desplazarse a San Javier y a San Pedro del Pinatar, si se quería ir al cine o a
un supermercado de los grandes. Había lo fundamental, una iglesia, un colegio,
un Casino, la carnicería de Mari Puri, la pescadería de la madre de mi amiga
Loli y dos tiendas de ultramarinos, “Ca Pepe” y “Ca Concha”. Yo era más de la
segunda, que me pillaba más cerca y siempre me dejó, con mirada comprensiva y
sonrisa de regañina, que dejase “apuntado el bollycao”, cuando no llevaba encima
los cinco duros que costaba. Ya con apenas siete años hacía yo la compra a mi madre,
aunque por el camino de regreso a casa terminase perdiendo siempre quinientas
pesetas, de las del billete azulón (demasiada encomienda para la zagala del
maestro, que apenas levantaba un metro del suelo).
Aunque la tienda de Concha y
Pedrín estaba al cabo de mi calle, la que se conocía con el nombre de “Mayor”,
aunque en la placa que había en la pared luciese el de “Calle de Rosario
Bernabéu”, en el corto trayecto hasta nuestro piso, que no llegaría a los
cincuenta metros, de todo me podía pasar. Menos mal que detrás del cristal de
alguna ventana siempre habría alguien para darse cuenta del despiste, caída o
travesura: Francisca, mi catequista, aquella mujer de maneras cuidadas que
practicaba vida sosegada y en soledad; la abuelita de mi amiga Lourdes o
Concha, la de la tienda. Ella llevaba la alimentación y droguería, y ya en los
últimos tiempos incluso los artículos de papelería y la venta de tabacos. Su
marido, Pedrín, era quien regentaba el bar contiguo a la tienda, entre cafetería
y heladería, y siempre lugar de reunión para los hombres del pueblo, los del
puro y el dominó. Y allí en “los pisos” vivía el maestro don Manuel, con su
mujer y sus hijas, pared con pared con Sebastián, el director del único banco
del pueblo y entrenador, en sus ratos libres, de los chavales que empezaron a
jugar al fútbol más allá de la verja del colegio o la pista de tierra del
descampado de la calle de atrás.
Aquel edificio de ladrillo rojo y
dos alturas donde vivíamos, moderno a más no poder para los tiempos que
corrían, compartía su patio de luces con el de la casa del cura y de la
iglesia, donde había varias palmeras plantadas que servían de resguardo a los
gorriones y pajaritos mañaneros; entre el canto y las campanas de la misa de
los domingos no había quien parase en la cama más allá de las 10 de la mañana.
Los días de diario, uno ya andaba acostumbrado a escuchar cómo el reloj de la
iglesia iba dando las horas y las medias. Yo creo que hasta los cuartos. En
torno a “los pisos del Montes”, bautizados con el nombre de su propietario,
sólo había casas de planta baja, adosadas unas a otras, como un rosario
dibujando cada una de las calles. Y tres
calles por detrás, se hallaba el otro edificio que tenía el pueblo, rodeado
igualmente de viviendas unifamiliares de las de entonces, nada de dúplex ni
chalet, que esos vinieron mucho después. La otra gran construcción en ladrillo
rojo era el colegio, que se levantaba a las afueras, donde estaban a punto de
extenderse de nuevo los plásticos del pimiento.
Plaza de la iglesia de El Mirador (San Javier). El edificio de dos plantas que asoma por la izquierda es en el que yo vivía con mi familia. |
Y allí transcurrieron muchos años.
Desde casa al colegio tardábamos andando apenas diez minutos; teníamos que
cruzar, como ya conté en una ocasión, una rambla, que ahora está ya pavimentada
y tiene pistas de fútbol y parque infantil, pero que entonces era de tierra,
con higuera y almendros incluidos, que daban buena sombra y servían de recatado
resguardo para los primeros besos de pubertad. Atravesábamos ese cauce
artificial, que tantos sustos nos daba cuando venía la riada con las lluvias
torrenciales del mes de septiembre, porque si se desbordaba parecía señal de
ser el acabose; mi padre, don Manuel el maestro, abanderaba la marcha de las 8,
45 de la mañana, camino del cole, seguido, como el flautista de Hamelin, por
una buena recua de críos que habían ido saliendo de sus casas conforme la
comitiva escolar iba avanzando. En esas pequeñas caminatas hubo veces en que me
sentí bien orgullosa de mi padre, el que nos llevaba y enseñaba verdades
mirando las hojas de la higuera. Él nunca me dio clase, por eso de evitar el
favoritismo familiar, pero siempre sentí, aun cuando era pequeña y apenas me
enteraba de la misa la media, que a mi padre se le quería en El Mirador. Los
chavales le apreciaban porque era un hombre cercano y sabio. Conservo una
fotografía que se hizo con un par de alumnos gitanos y tengo en la memoria
también la anécdota que siempre contó sobre ellos: “A mí me dijeron, ay, payo,
danos uno de esos billetes azules que tienes (de 500 pesetas) y, claro, nena,
no pude decirles que no. Y así los tuve mucho tiempo, detrás de mí y de mis
billetes azules, como si me sobrasen”. Y es que, en aquella época, un maestro
ganaba cincuenta mil pesetas, unos trescientos euros, que nos da ahora la risa.
Las muestras de afecto y
agradecimiento hacia el maestro podían venir de muchas maneras. Los
miradorenses nos invitaban siempre a sus festejos y celebraciones, como si
fuésemos de la familia. Y, al final de curso o en Navidades, se honraba al
tutor con una cesta, un buen cajón de brócoli, pimientos o alcaciles de primera
y eso no es un regalo, es un regalazo. O bien aparecía por casa un conejo vivo,
tan mono él, como obsequio destinado a un trágico final que mi madre ni sabía
ni estaba dispuesta a darle. “Manolo, yo no lo mato”. Y en la galería andaba
saltando el pobre animal, esperando a que alguien tuviera el valor de asestarle
el golpe de gracia… Nunca supe muy bien qué fue de él; sospecho que mi madre lo
dejó escapar escalera abajo, para que terminara perdiéndose por el campo de
atrás. Lo mismo hacía con mis periquitos; les daba pena y terminaba soltándolos
para que hicieran amistad con los canarios del patio de la iglesia, los
cantarines de la palmera que hacían de coro a las campanas de la misa… A mi
madre, por cierto, también se le tuvo mucho cariño, como profesora y como
artista. Hace apenas unos años, en el centenario de la iglesia, el pueblo tuvo
la gentileza de regalarle una placa en agradecimiento por el escudo de la
localidad, que con tanto cariño mi madre diseñó y regaló más de veinticinco
años atrás. Ya en él se podía leer el lema que hoy llevan por bandera: “El
Mirador, huerta del Mar Menor” (bueno, ahora son “huerta de Europa”, según reza
la rotonda que en la actualidad da acceso al pueblo). El dibujo de un limonero corona
el de la fachada principal de la iglesia, emblemas ambos de lo que eran y son
en este pueblo de tradición agrícola.
Son muchos los nombres que
resuenan en mi cabeza, los de las amigas de la comba y el elástico, con las que
a veces peleé tanto y que hoy cuento entre mis confidentes y aliadas; los de
los niños que cuando era pequeña me hicieron rabiar y reír a partes casi
iguales; los de los maestros de la escuela, que eran pocos y bien avenidos, la
panadera, el ferretero, la tendera, la de las golosinas, “el Rojo” (el de la
cuba, que repartía con su camión cisterna agua para todos, cuando no había aún
agua corriente); Hortamira, Centramirsa o "El Dulze" templos de la exportación hortofrutícola,
la droguería de Olmos, que tantos años ostentó el cargo de alcalde; la
panadería de Los Pinos, donde voy ahora con mi hijo mayor cuando vamos de
vacaciones para que se entere de lo que es un “pan moreno” de verdad… Y tantos
otros que han terminado por difuminarse con el paso del tiempo, pero que forman
parte importante de ese entretejido de la memoria… Si tuviera que elegir una
imagen escogería la de la fachada de la iglesia y la de los pinos que bordean
la verja del colegio, que ahora miden más de cinco metros, pero que plantamos
los niños en aquellos años ochenta. Nos llegaban por nuestra cintura infantil y
ahora rozan casi el cielo. Y, si se trata de rescatar olores, viene en seguida
el olor intenso a pimiento, sobre todo el verde, cuando está en la mata dentro
del invernadero, con esa atmósfera enrarecida que acentúa el perfume, o el de
las plantas de hinojo que había en los bordes del camino y que arrancábamos
para chupar y refrescar la boca con su agradable sabor.
Pero, de entre los muchos días
felices de mi infancia en El Mirador, hay uno cuya imagen ha regresado a mí, como
si fuese una captura de pantalla y eso que el recuerdo llega desde el siglo
pasado. Antes de la revolución tecnológica y de la comunicación globalizada,
cuando sólo había cámaras de fotos analógicas, con suerte de la marca Kodak, y
no existían los teléfonos móviles (en mi casa no había ni teléfono fijo; para
llamar nos íbamos a la cabina o al teléfono público del Casino de pueblo),
cuando el conocimiento llegaba sólo a través de “la Espasa Calpe” o “el
Larousse” o, en su defecto a través de la clase del maestro, y con un único
canal de televisión, a la vida sosegada del campo podía pasarle por alto hasta el
acontecimiento astronómico más relevante de finales del siglo XX.
El 9 de febrero de 1986, el
cometa Halley y su brillante estela pudieron observarse nítidamente desde
nuestro Planeta; orbita alrededor del Sol y puede ser avistado cada 75 años, recordándonos lo
pequeños e insignificantes que somos, pero también lo afortunados que debemos
sentirnos por poder presenciar y disfrutar de un espectáculo estelar así. Y como no había “smartphones” ni andábamos abducidos aún por las pantallas de “Apple”,
no había otra que dejarse atrapar por la situación y clavar los ojos en la
inmensidad del cielo. Para los niños de El Mirador ochentero fue mi padre el
maestro de ceremonias del cometa; se encargó de avisar boca-oído a todos cuanto
pudo, para terminar reuniendo al final de aquel día a un grupo numeroso y
diverso de jóvenes curiosos. Subimos al edificio más alto del pueblo, o sea al
terrado de mi casa, y allí, bajo aquella bóveda diáfana y centelleante, mi
padre comenzó a explicarnos qué era un cometa y qué tenía de especial el que
estábamos a punto de ver pasar. Yo veía que mis amigos del colegio le
escuchaban con atención, y juraría que con admiración, y sentí una gran
satisfacción y orgullo por ser su hija, por tener en casa un maestro de
estrellas que embelesaba al tiempo que explicaba. Me sentí importante a su
lado. Todos nos sentimos aquella noche especiales, al paso de aquella impresionante
estela. No hizo falta fotografiarla ni compartirla en “Twitter” o “Facebook”;
aquella imagen quedó grabada a fuego en nuestras retinas, en nuestro disco duro
interno de niños de pueblo que se convertirían en adultos, y a veces víctimas,
de la moderna globalización. Ese 9 de febrero, el Halley surcó la noche
miradorense y, quizá sin pretenderlo, nos llevó de viaje al futuro, a lo que
hoy somos.
Emilia. . ... si se volverá al recordar lo importante que son todos los valores implícitos en tu relato. . . . Que facil seria todo
ResponderEliminarGracias, Cati. Un fuerte abrazo.
EliminarMe ha parecido tiernisimo. . . .
ResponderEliminarLo es...
ResponderEliminarGracias, José.
EliminarTu infancia me trae la mía... Gracias por compartir tus recuerdos. Sin duda eres digna heredera de tu padre!!
ResponderEliminarGracias, Amig@ desconocid@. ;)
EliminarHoy, leyéndolo en voz alta, no he podido evitar llorar. Saludos.
Precioso y conmovedor como siempre. Gracias por tus textos Emilia. Un Saludo.
ResponderEliminarPreciosas palabras. Ojalá llegues a ser esa octogenaria que embeleses a los niños contándoles lo tímido que es el cometa Halley, mientras se deja ver después de 75 años.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Y que usted lo vea, con 65. ;)
EliminarPreciosas palabras!. Tu madre fue la mejor profe del mundo mundial qué tuve 🥰🥰🥰.
ResponderEliminar¡Qué pena quedarme sin saber quién eres! Si te apetece, dímelo por privado en mi correo emiliar10b@gmail.com
EliminarAbrazos