Hoy, a primera hora, antes de conocer lo sucedido en Bruselas, he mandado a uno de mis mejores alumnos un artículo sobre los principales errores gramaticales del español. Él, Zacarías (éste es su nombre castellanizado), es marroquí y siempre está atento a las explicaciones, siempre se muestra ávido ante el conocimiento, siempre educado, cabal y respetuoso. Ha debido recibir mi mensaje casi al mismo tiempo en que han empezado a llegarle las noticias sobre los atentados terroristas en el aeropuerto de Bruselas, de la capital de Europa, de su Parlamento. Así que antes de comentarme nada acerca de los errores gramaticales, ha querido confirmar a través de mí la terrible noticia: "Profe ¿lo de la estación de metro de Bruselas es verdad? ¿Ha sido hoy?". "Sí, Zacarías, acabo de compartir el enlace con las primeras informaciones". "Esa gente no tiene corazón, con la de personas a las que han dejado sin familia", me ha contestado triste. Y esa gente no es su gente y, afortunadamente, ninguno de sus compañeros lo piensa ni de él, ni de su familia, ni de ninguna otra de las familias marroquíes del pueblo.
Ahora, mientras llegan imágenes de horror y desconcierto, mientras Zacarías, tan atento como siempre al mundo que le rodea, estará sentado frente a una pantalla de televisión, intentando comprender por qué esa gente mata en nombre de su Dios, refresco la reflexión que llevé a las aulas con motivo de los atentados de París, el pasado mes de noviembre:
Cuando el Homo dejó de ser Sapiens:
"Esta mañana he sentido cierta inquietud al llegar al instituto. Me preguntaba cómo habrían reaccionado mis chavales ante los últimos acontecimientos, ante el terror y la barbarie. En este pequeño pueblo de la sierra madrileña hay una civilizada convivencia entre los ciudadanos de distintas nacionalidades. La comunidad árabe se ha integrado con normalidad a la vida del lugar; en todos mis grupos hay, por lo menos, dos alumnos marroquíes. Lo verdaderamente significativo es que mantienen una excelente y enriquecedora relación con los chicos españoles. Me encanta ver a las niñas del pañuelo estudiando, jugando y riendo con Sara, Ana, Georgiana, Alexandra o Lucía…
Los profesores hemos optado por la prudencia, por no hablar del asunto, a no ser que la situación en el aula lo hiciera estrictamente necesario. Hemos querido confiar en que reinaría la cordialidad entre niños que son amigos desde la educación infantil. Creo que es la actitud más adecuada; además, resultaría difícil abordar determinados temas sin acompañar nuestras palabras de una determinada visión del mundo y de la realidad que puede llegar a condicionarles. Nuestra misión es formarles, instruirles y educar siempre en valores, pero valores universales, comunes a todos los seres humanos.
Las primeras horas han transcurrido con normalidad. Algún alumno me ha preguntado “profe, ¿te has enterado de lo que ha pasado en París?” y a otros les he oído palabras sueltas dichas en voz alta: “bombas” o “terroristas”, pero, más allá del comentario anecdótico, he podido comprobar que los alumnos marroquíes se comportaban con absoluta normalidad, sonrientes, y que sus compañeros españoles, rumanos o portugueses se mostraban también como siempre, jugando y bromeando en cuanto me daba la vuelta para escribir en la pizarra, y participando activamente en la clase de Lengua.
Con los alumnos adolescentes, con los mayores, he tenido la misma sensación de normalidad, aunque bien es cierto que ellos, que son más conscientes del mundo que les rodea y que empiezan a necesitar manifestar que tienen ideas propias, me han transmitido nada más entrar al aula su necesidad de hablar. No se pueden poner puertas al campo ni me parece que sea adecuado que intentemos silenciar la realidad. Lo importante es crear el escenario idóneo para que puedan decir qué sienten o piensan, siempre que ejerzan la libertad de expresión desde el respeto y la moderación. Los dos alumnos marroquíes parecían hoy más tristes o preocupados (la chica nos ha dicho que se sentía cansada ya del tema; no debe ser fácil sentirse en el punto de mira). Todo lo que han ido comentando incidía en la necesidad de acabar con los fundamentalismos; en que no se puede acusar a todo un pueblo por las terribles acciones de unos pocos radicales; en que, tal y como expresaban, podría empezar una guerra… En otras ocasiones les he visto debatir con mucha vehemencia y visceralidad, con discursos agresivos y muy cargados ideológicamente (reproducen muchas veces lo que oyen fuera del aula). Hoy no ha sido así; han hablado con corrección, moderación y recurriendo a planteamientos tolerantes. Yo no he podido más que insistir en que las naciones deben trabajar por la paz y en que los ciudadanos que las componemos tenemos que asumir el compromiso de luchar contra los prejuicios, sean de la índole que sean.
“¿Os acordáis de mi primera clase? En ella os explicaba cómo y por qué aparece el lenguaje humano; la capacidad lingüística surge como consecuencia de la inteligencia. Hasta que los primeros homínidos no contaron con un cerebro lo suficientemente desarrollado no apareció el lenguaje, la posibilidad de comunicarse con otros miembros de la especie a través de la palabra. La comunicación humana ha ido perfeccionándose desde entonces a medida que los individuos y las sociedades que estos han constituido han evolucionado. Así que nuestra lengua, la que estudiamos en esta clase, es espejo de nuestra inteligencia, de manera que es preciso y necesario cuidarla y formarnos en su correcto uso, pues ella nos permitirá dar forma lingüística a nuestro pensamiento y será el vehículo de entendimiento con otros. Ésa debería siempre ser el arma para resolver cualquier desencuentro”.
“Por otra parte, pensad que en esas primeras etapas de la vida del hombre, cuando ya se le puede llamar “Homo sapiens”, y en las que no existían las naciones ni las banderas ni las religiones ni las lenguas, si me apuráis igual ni los nombres; no había etiquetas. La vida giraba en torno a un objetivo común, subsistir como especie, no sucumbir a los avatares del ciclo natural del planeta, no desaparecer. Habría disputas, no lo dudo, pero por cuestiones relacionadas con el mantenimiento del “ciclo sin fin”, la cadena trófica.
El hombre descubrió el fuego, inventó la rueda y comprendió las inmensas posibilidades que para él había en el mundo. Durante miles de años nos hemos diversificado, hemos evolucionado y afortunadamente hemos alcanzado cotas insospechadas de desarrollo que nos alejan de las cavernas. O no.
Se nos ha olvidado que seguimos formando parte de la misma especie, que deberíamos estar velando por asegurar nuestra pervivencia en el planeta. En la era de las comunicaciones globales, la palabra, el lenguaje humano, no parece ser muy útil para asegurar la convivencia entre los pueblos. Se ha abandonado el objetivo común; cada pueblo, el pequeño en el que vivo y la nación más lejana, busca su propio interés, sea del tipo que sea. Levantamos banderas; apelamos a la lengua, a la religión, al dinero (por tenerlo o por carecer de él). Las guerras del pasado parece que no han servido para aprender que hay caminos que es mejor no transitar. Tal es la soberbia humana que hemos terminado por olvidar que somos caducos, que nadie se va de este mundo con riquezas ni ideologías, pero que sí deberíamos preocuparnos por dejar un lugar habitable para las generaciones venideras.
Así que, chicos, yo no sé de política ni de Historia, pero repasando todo lo que os he contado, quizá deberíamos pensar en “involucionar” un poco, volver a los orígenes, a cuando no había banderas, países ni lenguas para recuperar la consciencia y ver cuál debe ser el objetivo de nuestra especie: sobrevivir. Yo estoy por hacerme “Homo sapiens”, mirad lo que os digo”. Cuando por fin he terminado de hablar (me han escuchado atentos y lo he agradecido), la más habladora del grupo ha cerrado la sesión, antes de que sonara el timbre, con un “pues yo también me hago Homo Sapiens de esos, profe”.
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