viernes, 11 de marzo de 2016

11M, un día diferente

Monumento en recuerdo a las víctimas de los atentados del 11 de Marzo de 2004. Atocha (Madrid)

"Podía sentirme afortunada por ocupar aquel puesto de trabajo; no estaba del todo mal pagado y me iba a proporcionar experiencias profesionales muy valiosas. La rutina a veces se salpicaba de desayunos de trabajo que la empresa organizaba en el centro de Madrid y a los que acudían importantes empresarios a escuchar las ponencias de personalidades del mundo político o económico. No sabía aún que uno de esos desayunos me marcaría de una manera tan brutal. De nuevo, el efecto mariposa…

Aquella mañana, la ciudad amaneció gris, como hoy. Conforme apagué el despertador, subí la persiana de mi habitación y me sentí un poco decepcionada. Había elegido para aquel desayuno un traje de chaqueta y una camisa blanca pensando que, a lo mejor, a principios de marzo, Madrid podría sorprendernos coqueteando con la primavera. No fue así; amenazaba lluvia; a pesar de todo, decidí dejarme el uniforme, segura de que con un pañuelo y el abrigo encima resolvería la contingencia climática. Me miré en el espejo y me vi más descansada que de costumbre; cuando no tenía que madrugar tanto para coger el tren a El Escorial y podía salir por la puerta de casa casi una hora más tarde de lo habitual, me sentía de maravilla.

Sólo se celebraba uno de estos desayunos cada dos o tres meses. Cuando terminaban, las compañeras que los organizábamos debíamos regresar al puesto de trabajo en coche particular, más o menos a media mañana, así que, al menos por ese día, no daría los buenos días al real monasterio ni a sus benditas gentes. Y menos mal que así fue y que aquel undécimo día de marzo no viajé, como hacía cada mañana, al rayar el alba, a San Lorenzo de El Escorial. Ahora creo recordar que una moribunda mariposa negra apareció al abrir la ventana de mi cuarto, prendida de la cortina y de su propia vida, como si se encontrara a medio camino entre los dos mundos. Quizá fuera ese un mensaje de Felipe II, diciéndome “ya sabes por qué El Escorial te eligió o lo elegiste”.

Pasaban ya las 7, 30. Intentaba trazar una línea negra con el lápiz de ojos sobre el párpado derecho. Justo entonces un sordo estruendo recorrió toda la casa; mi gesto quedó congelado, mirándose atónito en el espejo del baño. Pensé que habría sido alguna explosión doméstica; ya había habido algún que otro accidente con bombonas de gas butano mal manipuladas. Corrí a la habitación para asomarme a la ventana y comprobar de dónde venía aquel estallido. No me dio tiempo, una segunda deflagración me dejó clavada en medio de mi dormitorio, observando, con estupor, cómo las cortinas, que estaban echadas con las ventanas abiertas, fueron adsorbidas hacia el exterior como consecuencia de la onda expansiva. El eco de aquel ruido resuena aún en mi cerebro. Una sacudida me recorrió la columna, vértebra a vértebra; retrocedí sobre mis pasos y me dirigí a la televisión, convencida de que aquello era una señal maléfica y saldría de inmediato en las noticias. Así fue. A los pocos minutos, la presentadora informaba de que habían estallado varias bombas en la estación de cercanías de Atocha. Sentí que se me desencajaba la mandíbula; si yo, que vivo a varios kilómetros de aquella estación del centro, había escuchado con esa nitidez y fuerza las explosiones, no podía ser más que un terrible indicio de que la capital había reventado por los cuatro costados. Por un instante, imaginé Madrid arrasada, ultrajada en sus más profundas entrañas (después de Atocha, el cercanías transita por los subterráneos atravesando la ciudad de cabo a rabo).

No podía ser verdad, ¿quién sería capaz de atentar contra las gentes de a pie, los de la calle, los esclavos de rutinas diarias y fieles pasajeros del mismo vagón en el mismo tren cada día, sin excepción? A los pocos minutos, se fueron respondiendo algunas interrogantes. Las noticias decían que había habido otras explosiones en las estaciones de Santa Eugenia y El Pozo, además de la que se produjo en un tren que circulaba en las inmediaciones de la calle Téllez. Ésa era la razón por la que mis oídos habían sido testigos del cavernoso estruendo; a tres manzanas de mi casa, en el mismo andén donde cada día esperaba impaciente y somnolienta mi primer tren a Atocha, allí donde, a fuerza de costumbre, habíamos acabado por coincidir los mismos pasajeros casi en el mismo metro cuadrado del día anterior, precisamente allí, se abrieron las puertas del infierno, el mismo del que debieron salir los seres que ejecutaron la inclemente sentencia para nuestra ciudad.

Me quedé petrificada, sentada en el sofá, a medio vestir. De haber terminado un poco antes, ya habría estado de camino al cercanías. Descolgué el teléfono, “mamá, verás que ha sucedido algo espantoso; estad tranquilos; hoy no he salido todavía de casa”. Ni de lejos sospechaban mis padres la magnitud de mi mensaje. Al poco tiempo ya no se pudieron hacer más llamadas ni por teléfono móvil ni fijo. Se empezaron a escuchar sin cesar ambulancias y helicópteros. Abrí las ventanas y vi a mis vecinos, que se habían echado ya a la calle.

Pasaban las horas para mí, hipnotizada por la repetición constante de imágenes atroces, que, lamentablemente, han quedado grabadas a fuego en la memoria del país. No fui capaz de salir por la puerta de casa; no tuve la valentía de acercarme a mi estación a intentar ayudar; quizá temí entonces encontrarme a mí misma tendida en el andén, arrebatada de aliento y vida, dándome cuenta de que yo ya no era yo ni estaba donde creía estar. Alucinaciones transitorias de quien ha visto pasar de cerca la guadaña.

De no haber estado aquel día en el infierno de El Pozo, habría estado en el de Atocha, esperando mi tren a El Escorial. Mi vida había estado abocada a la extinción, hasta que a alguien se le ocurrió celebrar aquella mañana gris de marzo una reunión entre el embajador de Brasil y un grupo de empresarios españoles. Lógicamente, no pude acudir (no habría habido manera de llegar hasta la calle Alcalá en transporte público desde mi casa). No sabía entonces si fueron el azar o el destino los que me habían librado de vivir la tragedia. Murieron ciento noventa y una personas que se habían despertado dispuestas a vivir; otros muchos centenares murieron también un poco, después de haber visto la cara al mal; las almas de todos se oscurecieron para siempre.

Nunca pude saber si entre los muertos se encontraba algún “compañero” de fatigas. Cerraba los ojos y podía ver a la joven de auriculares, al señor de gabardina del día anterior y al grupo de trabajadores charlando. ¿Cómo fue? ¿Qué se debe sentir cuando el fuego y la metralla te arrebatan el aliento a dentelladas? ¿Qué se puede hacer, sino gritar de furia cuando se ve al compañero caído y no se sabe de dónde ha venido el ataque asesino? El mismo caos que colapsó Madrid el 11 de marzo anegó mis pensamientos. Durante meses, me persiguieron el olor a ceniza y la imagen de la mariposa negra en mi cristal.

Me atormentaba pensar en las razones por las que seguía viviendo, mientras aquellos que sí cogieron el tren hicieron, en realidad, su último viaje. Algo de lo que hice o no hice en el pasado reciente había condicionado la cadena de acontecimientos; o, a lo mejor, algo que estaba por suceder explicaba mi continuidad en este mundo. Aquella terrible noche de mi nueva vida no hubo manera de descansar. La tarde había transcurrido agitada; miles de personas se habían concentrado en torno a la Asamblea de Madrid, para manifestar su rechazo frente a la sinrazón. Unos amigos vinieron a darme apoyo y me acompañaron a la calle. Estar rodeada de tanta gente indignada y conmocionada, presa de cierta enajenación, me hizo sentirme dentro de un sueño, de una pesadilla. Ese pensamiento me tuvo paralizada en el silencio de la noche.

Creo que ese día perdí ciento noventa y una razones para seguir adelante y descubrir el siguiente eslabón de mi cadena. Debió ser para todos los ciudadanos de bien una noche larga, de inquietud e interminable angustia por volver a ver el sol.

Y salió el sol, siempre lo hace. Esos primeros días a todos se nos encogía el pecho cuando, al acercarnos a las inmediaciones de la estación de El Pozo, descubríamos unos vagones reventados por el odio, medio cubiertos por lonas. No sé qué intención podía haber en mostrar a la gente del barrio, como en un escaparate, los restos del tren. El escenario se completaba con el tenebroso desfile de cirios encendidos en recuerdo de los asesinados; flores y mensajes pretendían llegar al cielo y hacerles saber que, aunque no les conociéramos, llorábamos su pérdida. Durante muchos meses, esa fue la escena de los andenes. De vez en cuando, alguien, quizá una madre o un esposo, arrojaba a la vía varias rosas rojas como muestra de un amor más allá de la muerte. En los rostros de los viajeros se podía intuir la rabia y el desconcierto. Han pasado los años y yo aún los siento".

3 comentarios:

  1. Me ha emocionado tu relato, Emilia. Desgraciadamente ese terrible suceso me toca muy de cerca como a tantos ciudadanos de a pie. Ese fatídico día un familiar muy allegado, por un capricho del destino, tomaba el tren en Santa Eugenia antes de lo habitual.Fue su último viaje.

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  2. Lo sé y lo siento, Gemma. Hay que responder a estas atrocidades con mesura, conciliación y espíritu democrático, aunque ésos no nos vayan a devolver a los seres queridos. Pero no podemos caer en el odio y la animadversión. Es fácil decirlo, lo sé...
    Un abrazo

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  3. Tienes toda la razón, en mi caso solo sentí dolor, en ningún caso rencor, ni odio. Son sujetos aislados, nada que ver con la inmensa mayoría de las personas, que solo anhelan vivir en paz.
    Un beso.

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