No tendría apenas los diez años el verano en que a mis padres se les ocurrió apuntarme a mecanografía, la actividad extraescolar estrella de aquellos años ochenta en los que todo hacía pensar que el futuro estaba a la vuelta de la esquina y venía a nuestro encuentro encriptado en letra de imprenta, en cursiva, y cifrada en inglés... Porque esa empezaba a ser la otra obsesión, que los niños se fueran hermanado con el "Yes, I do"... Para mandar a aquellos hijos en la cápsula de la modernidad haría falta que supieran relacionarse con los nuevos artefactos tecnológicos, los computadores que entonces nos parecían ingenios de la ciencia ficción, y decodificar con solvencia la lengua de Shakespeare o Steve Jobs, no importaba si la del uno o la del otro, porque por entonces ignorábamos quién había sido el uno y en quién se iba a convertir el otro.
Pero, claro, antes de lanzarnos al océano tecnológico, parecía más que prudente tomar contacto con la mecanografía más convencional, porque, en caso de que la vida no nos deparase ser programadores informáticos, al menos siempre nos quedaría el virtuosismo dactilar sobre las teclas y su copia indeleble sobre el papel. Alguien que supiera mecanografiar con cierta soltura podría ser secretario o administrativo, transcriptor de la vida y sus avatares.
Pero, claro, antes de lanzarnos al océano tecnológico, parecía más que prudente tomar contacto con la mecanografía más convencional, porque, en caso de que la vida no nos deparase ser programadores informáticos, al menos siempre nos quedaría el virtuosismo dactilar sobre las teclas y su copia indeleble sobre el papel. Alguien que supiera mecanografiar con cierta soltura podría ser secretario o administrativo, transcriptor de la vida y sus avatares.
Y allí veía yo a mis amigas a través del cristal del club social donde se impartían aquellas clases, reconcentradas sobre las teclas, pendientes de que ningún dedillo desobediente se fuera a su aire, escabulléndose de la pauta, el ritmo y la velocidad esperados. Me produjo tanto desasosiego la estampa que ya el primer día me mostré firme y decidida ante mis bien intencionados padres, "no me apuntaré a una clase para que me enseñen a mover los dedos a la velocidad del rayo para escribir...".
Aquella obstinada negativa hacia todo lo que no considerase útil permaneció en la adolescencia, en la que me mantuve igualmente reacia a otras actividades que mis padres creyeron apropiadas para mí. Los deportes no tenían sentido si uno no iba a ir a las Olimpiadas; la optativa de Informática, una chorrada por aquel entonces, cuando no teníamos ordenador e ignorábamos su potencial en aras del desarrollo y la comunicación. Con el inglés siempre me mantuve ambivalente, pues es verdad que lo estudiaba con cierto interés y rutina, aunque no terminaba de entregarme a la causa anglófila, vista la escasa aplicación práctica de la lengua shakespereana en mi mundo construido con letras hispánicas.
Y hasta ahí quería llegar, precisamente a los años en los que fui estudiante de Filología Hispánica, entre 1997 y 2001, durante el cambio de siglo en lo que a cronología se refiere y cambio de era, de la análógica a la digital, de la peseta al euro, del sello de Correos al mail ultrasónico que daba la vuelta al mundo en 80 nanosegundos. Y a mí me pilló empeñada aún en hacer de la caligrafía y la versión en papel mis únicos instrumentos académicos, con la fortuna a mi favor, pues la gran mayoría de los profesores de la Facultad de Letras aceptaban y casi agradecían que los trabajos exigidos para superar sus asignaturas fueran manuscritos, uff, qué alivio. Yo, con mi falsilla de rayas negras debajo del papel para no torcerme ni un tanto y luciendo letras redondas y estilosas en mis monográficos sobre Poesía o Lingüística... Hasta que ya en el último año, oh, desastre, uno de los profesores insistió en la necesidad de que las entregas se hicieran a ordenador, a doble espacio y márgenes justificados. "¿Justiqué?". ¿Cómo haría ahora para no "manchar" mi expediente académico, si no sabía mecanografiar ni tenía ordenador? Solventé el asunto: primero hice el trabajo a mano y después pagué a alguien para que me lo transcribiera haciendo uso de algún editor de textos (-He utilizado el Word y letra Times... (Me explicó el moderno escribano) -¿Ya estamos? ¿Se nos ha "colao" también "el english" hasta en los trabajos sobre la Literatura española del Siglo de Oro? Bonico se iba a poner Quevedo con tu "Word" y tu "Times"; te iba a soltar un buen "palabro" a "tiempo"... ;)
Sí, así fue cómo conseguí licenciarme sin haber puesto ni un dedo sobre ningún teclado de máquina de escribir ni ordenador, aunque, paradójicamente, quise reconducir mis pasos académicos hacia el mundo del Periodismo, por eso de la afición a escribir, ya sabéis; y ya sabéis también que ni los periódicos en papel ni los digitales se escriben precisamente a mano... En el Máster de Periodismo que realicé en Madrid, a los otros diecinueve alumnos y a mí, nos pusieron a cada uno un ordenador delante para el desarrollo de nuestras clases de la mañana y nos lanzaron sin asideros al oficio periodístico por las tardes, en la redacción del periódico, una sala enorme, con los espacios distribuidos por secciones, donde una plantilla de unos cien periodistas preparaban las páginas del diario del día siguiente, siempre con el visto bueno de "la mesa", el tribunal implacable que juzgaba la adecuación de la edición, con su corrector de estilo a la cabeza, un elegante señor, de nombre Juan Espejo, que leía todas y cada una de las páginas del periódico y que, sirviéndose de un rotulador rojo, se encargaba de rodear todos y cada uno de los errores ortográficos que iba encontrando, que, a su parecer, eran siempre muchos...
Lloré disimuladamente los veinte primeros días de mi clase de informática del Máster, en la que nos explicaban los programas de edición digital del periódico. ¡Sí yo no sabía ni qué era "Windows" ni cómo poner las manos en el teclado! Ya el día veintiuno, como dicen que ocurre si se quieren afianzar nuevas costumbres, tragué saliva y dije "se acabó el llorar "pá dentro", si hay que escribir con un teclado y delante de una pantalla, se hace y, si se necesita ayuda, se pide", o sea, adaptarse o morir, porque estaba claro que, cuando el señor redactor jefe de la sección de Cultura y Espectáculos de ABC decía "escribe tres columnas para esta página, con entradilla y foto" no se refería a que sacase la pluma y el tintero...
Observando al personal, comprobé que cada uno escribía con su propio estilo, no en los textos, sino a la hora de mecanografiar; había quien reñía en velocidad y gracia con el mismísimo Chopin sobre el teclado; alguna redactora, muy sofisticada, cuya manicura daba a la redacción una musiquita particular; también el que escribía con un cigarro en una mano (aún se permitía fumar en muchos lugares de trabajo) y el teléfono en la otra y nadie cuestionaba si aquellos dedos se estaban moviendo con la cadencia adecuada, cumpliendo con la exigente partitura dactilográfica, que reserva un dedo para cada letra del teclado.
El que más me convenció, sin duda, fue un redactor, ya veterano, que tan pronto hacía una crónica del partido Madrid-Barça a velocidad del rayo, emulando al locutor radiofónico, como se marcaba una extensa entrevista, haciendo uso, únicamente, de sus dos dedos índices. ¡Maravilloso! -pensé-. Aquella técnica me parecía asequible para alguien lego en la mecanografía y, además, me recordaba a mi abuelo, quien desarrolló con cumplida solvencia su carrera como abogado, registrado todos los casos que defendió con una "Olivetti" y sus dos dedos índices.
De esta manera fue cómo, sin complejos por mi torpeza en lo informático y lo mecanográfico, aprendí a cumplir con mi trabajo como periodista. ¡Qué pedazo de satisfacción ver publicado un texto propio sobre papel de periódico y pensar que está en todos los kioscos del país! "Mira, abuelo, mi reportaje, hecho con dedos, como tú" (mi abuelo se tomó la molestia de ir recortando todos mis artículos de aquella época, tanto si era una doble página como una media columnita, y los iba guardando en una carpeta que hoy conservo yo como testimonio de aquellos maravillosos años de escritura de estilo dactilar libre...).
E introduciendo alguna variante a lo largo de los años, fui consiguiendo incorporar otros dedillos, como el anular y el meñique, muy útiles a la hora de escribir con un teclado de ordenador. Fui completando también mi aprendizaje sobre cuestiones informáticas para utilizar el dichoso "Word", en sus casi infinitas versiones, algún editor de imagen, exploración de archivos, navegación por Internet... Los básicos imprescindibles para todo lo que llegó ya en mi faceta docente, en la que cambié las entrevistas y reportajes por programaciones, memorias, adaptaciones curriculares... Pero ¡cuántas veces me acordé de aquellas amigas mías que, aplicadas y conscientes de que el futuro sería tecnológico, acudían a sus clases de mecanografía en el Casino de mi pueblo! Bueno, al final, conseguí salvar el tipo y ganarme incluso la vida tecleando.
Después del teclear para ganarme la vida, llegó el teclear para disfrutarla, para escribir por deleite y no por necesidad primaria. La revolución tecnológica de los últimos diez años nos ha convertido a todos, casi sin excepción, en usuarios de dispositivos electrónicos, "smartphones", ordenadores portátiles o tabletas, que dedicamos con fruición a la comunicación en redes sociales, en "blogs" y "web" (nótese que la invasión del inglés, más de Steve Jobs que don William, diría yo, es imparable y convivimos con su léxico con naturalidad e incluso desparpajo). Y, gracias a esta revolución global, me encuentro convertida hoy en aficionada a la escritura y las redes sociales, aun sin saber mecanografiar ni programar, con una pantalla de cinco pulgadas entre las manos, inventando o recreando historias para un blog de creación personal, aprovechando ratitos de aquí y de allá, sin necesidad de un gran despliegue de medios materiales, ¡y utilizando solo mis dedos pulgares! Tanto tiempo preocupada por una limitación que se ha convertido al final en habilidad, ja, ja, ja, así de paradójica es siempre la vida y no siempre tan compleja como solemos imaginarla, porque los avances tecnológicos han llegado para simplificar y acercarnos el futuro, para convertirnos a todos en usuarios digitales y comunicadores y consumidores de información. En cierto modo, hoy somos todos periodistas, miren ustedes por dónde, y todo gracias a Jobs y a lo que yo llamo desde hoy la "pulgrafía", o lo que es lo mismo la escritura con los pulgares, que, por si fuera poco, además de ser muy funcional en nuestra era táctil, resulta que ya hay estudios que demuestran que también aumenta nuestra actividad cerebral. Nada, que a este paso, en cien años, todos escritores y superdotados. :)
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