No vamos a negar que el final de este curso ha resultado especialmente exigente, por el nivel de cansancio que se ha respirado entre alumnos y profesores, pero sobre todo por las altas temperaturas a las que nos hemos visto sometidos dentro de las aulas. ¡Qué asfixiante y angustioso estar a primera hora con la tiza derretida y las neuronas líquidas!
Menos mal que siempre nos queda la cafetería de Susana, para charlar y refrescar la amígdala (la de la garganta y la cerebral) y coger fuerzas para el remate final del día. Entre trago y trago de refresco helado, cuenta Nerea, nuestra profesora de Biología, lo mucho que le está gustando la experiencia docente. "Ah, qué cosas -apunto yo- si supieras que yo también empecé a estudiar ciencias biológicas... La asignatura más sugerente, la Botánica, sin duda".
-¿Cómo? ¿Nuestra profesora de Lengua hizo Biología? Algo no me cuadra... Cuéntame, que me intrigas...
De repente, se agolpan recuerdos difusos de otro final de curso, el de 1997, cuando empecé por segunda vez Ciencias Biológicas en la Universidad de Murcia. Hasta allí llegué guiada por la inmadurez, la inseguridad y la osadía de quien, a pesar de resistirse a los contenidos científico-matemáticos, decidió matricularse en un BUP y COU de ciencias, con el convencimiento de estar asegurándose un pasaporte directo al futuro y al éxito. En aquellos años 90 recuerdo que ya se nos vendía que las ciencias, el inglés y la informática eran los nombres del triunfo del nuevo siglo. Sin duda, aquello terminó convirtiéndose en verdad, aunque no en mi verdad.
Peleada con el galimatías de matrices, derivadas, integrales, fórmulas, enzimas y aminoácidos, llegué medio enloquecida y desbaratada a mi primer año de universidad. Conseguí el 5,9 en la selectividad que me permitía matricularme en Biología, aunque haga falta aclarar que este resultado, entre lo mediocre y pseudoaceptable, se debía a las calificaciones sobresalientes obtenidas en las materias troncales y obligatorias por aquel entonces, Lengua, Filosofía e Inglés. Sólo en aquella ocasión me sentí hermanada y favorecida por la aritmética, que permitió compensar mis deplorables resultados en las materias específicas, o sea en Matemáticas, Geología y Biología, en las que me estrellé con todas las letras.
"¿Qué hace una chica como yo en un sitio como este?", debí pensar el día en que me vi sentada en un hemiciclo junto a otros quinientos más, delante de la pizarra infinita de la clase de Estadística de 1° de Biología. Salía a tomar aire, o a boquear como un pez, a la puerta de aquella aula, con cara de haber asistido a una clase de arameo de nivel experto, con el alma abofeteada de numérica realidad, con una angustia indescriptible, como si me sintiese en medio de una pesadilla sin salida...
Anduve perdida en aquel escenario, engañándome a mí misma, engañando a mis padres, ocupando un pupitre y una plaza de laboratorio que no merecía ni deseaba; cada día tomaba más consciencia de aquella farsa y de mi ineptitud académica.
Acudía puntualmente a mis prácticas de Botánica o Zoología, con el falso "postureo" de querer ser como los frikis de la bata blanca que se flipaban con cada "visu" de hojas de árbol o rajando el vientre a una incauta sardina. Mirando esa cubeta blanca sobre la que andaba recostado con la tripa boca arriba el pobre pececillo azul, mi compañera debió adivinar que "la cara anchoa" de su izquierda estaba al borde de la náusea y casi la depresión.
Yo también lo supe ese mismo día. Ignoraba qué me tendría preparado el futuro, pero yo ya habría apostado la vida a que no iba a ser ni destripadora de sardinas ni feliz recogedora de hojas campestres. Para mí, el bucolismo era otra cosa...
Llegué a casa desolada. Vivía en un pisito de alquiler en Espinardo, el pueblo más cercano al campus universitario. Compartía la casa con otras dos compañeras, una estudiante brillante de Veterinaria y otra de Químicas, que entre números de laboratorio parecía andar el juego. Con aquel contexto, andaba más retraída mi poética espiritual ;)
Mi único remanso en aquellas horas bajas lo hallaba en casa de mi vecina de arriba, una muchacha de mi edad que vivía junto a sus padres y hermanos. Siempre me abrían las puertas de su casa con admirable hospitalidad y cariño. Ya en su dormitorio y cuarto de estudio, Arancha me relataba sus avatares en la Facultad de Letras. Estaba en su segundo año de Filología Hispánica y siempre hablaba con apasionamiento y orgullo de su carrera. Solía mostrarme algunos trabajos de materias como Psicolingüística o Lingüística Aplicada, de las que hablaba con verdadero interés y efusión, o bien me hablaba de sus clases de Literatura Hispanoamericana con el catedrático Victorino Polo; que si Machado, que si Rubén Darío, que si Lugones... Yo la miraba embobada, con envidia y tristeza de saber que yo no tenía nada de lo que poder hablar con entusiasmo ni con ligera profundidad. No me dejaba corroer del todo por aquel insano sentimiento porque cada tarde volvía a la casa de mi amiga Arancha a que me deleitase con sus versos y explicaciones sobre morfología y léxico, palabras entonces extrañísimas para mí.
"Oye, ¿tú crees que yo podría acompañarte un día a una de esas clases tuyas de Literatura? Quizá si pido permiso para entrar al profesor ese del que me hablas... (Comenté ingenua, sin caer en la cuenta de que, en la universidad pública, la asistencia a las clases es optativa y la entrada, libre").
Facultad de Letras, Universidad de Murcia |
"Claro, Emilia, vente conmigo, que te va a encantar". Y allá que me fui con ella hasta el campus de la Merced, en el centro de Murcia, donde se encuentran las facultades de Derecho y Letras. Ya arreciaba el pesado calor murciano al final del segundo cuatrimestre del 97. Para los estudiantes se antojaba más apetecible y productivo pasar las horas en la biblioteca para preparar los finales. Con todo, aún había un grupo de valientes que se empeña en exprimir al máximo las clases, quizá también con la intención de preservar la imagen que el profesor tuviera de ellos. Nadie, además de Arancha, sabía quién era aquella chica nueva que apareció en la puerta de la clase de Hispanoamericana. No tenía por qué haberme identificado como extranjera académica, pero a mí me pareció correcto y prudente pedir permiso a aquel señor profesor, al que muchos alumnos tenían por hombre sabio y otros tantos por hombre severo e inaccesible. "Mire usted, soy menganita y estudio "cosas de sardinas", pero no me siento feliz. Veo que mi compañera, que es alumna de esta Facultad, viene contenta a escuchar lo que aquí cuentan, y pensé que si probaba a entrar igual a mí también me seducía y emocionaba el asunto. Y venía a preguntarle si puedo entrar hoy de oyente, aunque no esté matriculada...". Con un libro estrechado contra el cuerpo por sus manos, como muchas otras veces lo vi, me devolvió una leve sonrisa y me invitó a entrar.
No recuerdo con nitidez el contenido de aquella clase, si fueron los versos de Machado que el profesor Polo recitó con ocasión de alguna de sus anécdotas edificantes; si la referencia a una poeta que luego conocí, de nombre Sor Juana Inés, o el tono aparentemente distendido de la sesión, en la que el maestro interpelaba a los pupilos sobre distintas ideas poéticas... Yo salí de allí cautivada por la atmósfera. Miré a Arancha y le dije: "ahora, solo falta convencer a mis padres de que este es mi camino y que, como dijo el poeta, no hay más opción que andarlo para que sea definitivamente el mío".
En los días siguientes pude dar forma, a fuego lento, a mi nuevo proyecto. Una vez que tuve el apoyo familiar, solo quedaba pasar del todo la página y proceder al "entierro de mi sardina", un ritual que me permitiría cerrar una etapa, decir NO a lo que me había estado lastrando académica y emocionalmente y dar la bienvenida a mi nueva vida.
En este inexplorado mundo, que orbitaba en torno al aulario de la Merced, tuve la suerte de descubrir la hoja de ruta que me encaminaría al futuro. Conté con magníficos profesores que me enseñaron a descifrar el significado de las palabras, a analizar su estructura, a sentir su mensaje, la sintaxis del discurso y la poética y el arte del decir. José Perona, Jiménez Cano, Pilar Díez de Revenga, Mercedes Abad, Victorino Polo, Sánchez Rosillo o Vicente Cervera, entre otros muchos, son los profesores que fueron salpicando y enriqueciendo mi nuevo camino. Al último de ellos, a mi querido Vicente, creo que le debo mucho de mi modesta formación, pues fue con él con quien descubrí a Rubén Darío, en todas sus facetas, la preciosista y la íntima y "fatal"; su mirada "sentimental, sensible y sensitiva" y unos versos para mí definitivos y que siempre refiero a los alumnos confundidos: "Ama tu ritmo y ritma tus acciones, así como tus versos/ Eres un universo de universos y tu corazón, una fuente de canciones".
Por fin había descubierto mi ritmo, mi universo interior, y con él, las respuestas que tanto tiempo había estado buscando. Arancha fue mi primera guía; los maestros en Letras, los siguientes. Aún tuve una etapa de búsqueda después de terminar la Licenciatura; cuando muchos compañeros tomaron ya la decisión de opositar para ser profesores de Secundaria, yo quise reformularme profesionalmente y probé a formarme y trabajar como periodista. Aunque recuerdo con cariño aquellos años de redactora y reportera, debo reconocer que ahora que ando entregada a la docencia es cuando puedo decir bien alto "amo mi ritmo y ritmo mis acciones", porque ya encontré la fuente de donde brotan todas las canciones, la que da razón a mi vida.
Soy profesora porque un día tuve la valentía de quemar mi sardina y zambullirme en el universo de un tal Rubén Darío, que me raptó para siempre entre los versos de una hermosa Sonatina. Animo a todos los estudiantes que se sientan desorientados o desmotivados a que no dejen de buscar su ritmo, su melodía interior, pues ella será la que les conduzca a la legendaria fuente de las canciones.