Aún me pesa en el alma el dolor de aquellas heridas. Con el verano, volvía el suplicio del calor en mi tierra, a orillas del mar o del infierno, según se vea, momento inexcusable para el bañador, que los bikinis no eran por entonces tendencia... Yo me lo ponía, no quedaba otra, aunque luego anduviera siempre con una camiseta amplia puesta o la toalla envuelta, tapando, siempre tapando.
Detestaba mirarme en el espejo... ¿Cómo iba a dejar que las chicas con las que salía me vieran y supieran que no era como ellas, que juzgasen implacables mi talla, mi redondez, mi inseguridad bajo aquella tirana y escueta licra? ¿Y los chicos? ¡Qué más daba! Ellos no miraban ni escuchaban a la que se ocultaba tras la toalla y la sonrisa a medio dibujar.
Fueron los años en los que empecé a salir por la noche. Ya podía sacudirme la arena de la playa, lanzar el bañador del demonio contra las cuerdas y volver a esconderme, ahora tras la ropa. "No puedes ir en verano con esos vaqueros. Te va a dar algo, niña. Mira a tus amigas...". Tengo que ser un poco como ellas, para sentir que me aceptan, y para conseguir que ellos también reparen en mí. Me pongo una falda, larga, estilo hippy, como las que estaban de moda. Son anchas, disimulan, ya no voy con mi pantalón de pata recta talla "casi 48". Camino casi feliz, bordeando el mar, de camino al encuentro con la pandilla. No me gusta del todo aquel disfraz casi hawaiano; no me siento cómoda bajo la tela, aunque me agrada la idea de ser chica de las que parecen chicas, que mi abuela ya me dice que hay que ponerse faldas y zapatos con un poquito de tacón para parecer una mujercita...
Pero, en mi caso algo falla, a mí me rozan las piernas, al principio no es más que un incómodo encontronazo entre los muslos por su cara B; en un "anda que andarás", el roce se intensifica, aumenta la molestia, un leve escozor que termina por abrasarme por efecto del calor y del sudor. La piel termina levantándose, furia extrema, y comienza a hacer la herida. Una vez que he llegado al encuentro con mis amigos, se me ha terminado de torcer la sonrisa. Me duele y me seguirá doliendo el resto de la noche. Al regresar a casa, descubriré al desvestirme dos enormes heridas en la cara interna de mis piernas. Me arde la piel, grita mi amor propio. Regreso de mi guerra con la carne abierta y el corazón en guardia, rígido, también dolido... En dos días se irá formando una costra sobre aquella herida, que volverá a rozarme al contacto con mi pantalón vaquero...
No fui una niña gorda, aunque apuntaba maneras. Me gustaba comer, sobre todo dulces. No había tanta conciencia entonces sobre la salud alimentaria o la necesidad de practicar deportes. Hace veinticinco años, estar entraditos en kilos era síntoma de estar bien alimentado. Y debo decir que yo lo estaba, pero no había cosa que me gustara más que comprar bollos, que ahora llamamos industriales, siempre a escondidas, dejándolos a deber a la tendera del ultramarinos del pueblo; mi madre no debía enterarse de que las rosquillas con quesitos que ella me ponía para el recreo me sabían a poco y que antes de sus lentejas me recreaba con los croisánt rellenos de chocolate de la tienda de abajo...
Aunque en casa tomaban como una cuestión importante la buena alimentación, tampoco se me machacó en exceso con el tema de los kilos y las tallas. No se me reprendió más de lo razonable por comer chocolate ni se me impuso ningún tipo de dieta. Era una niña y estaba creciendo. Esas dos mismas razones son las que defendió mi madre para convencerme de que, con once o doce años, no debía ponerme determinadas prendas. Era impropio que una niña llevase faldas por encima de las rodillas, con medias y taconcito, para aparentar y jugar a ser mujer. Así que, aunque a mí me llamaba la atención que algunas amigas vistiesen con volantes, tuve que conformarme con los pantalones y jerseys o el chándal para ir al colegio. A regañadientes, pero en el fondo aliviada porque empezaba a darme cuenta de que, conforme iba aumentanando de peso y edad, me apetecía menos exponerme a los demás más de lo necesario. Por esto y porque mi abuela seguía insistiendo en que debía empezar a ponerme faldas y zapatos finos, yo terminé por reafirmarme en otro estilo a la hora de vestir. En un gesto de rebeldía, que en su trasfondo escondía también mucha frustración por no sentirme identificada con la tendencia dominante, quise tener mis primeros vaqueros elásticos, algunos rotos, camisas holgadas y originales, con un toque inevitablemente masculino, puesto que los estilos en la moda estaban por entonces muy estereotipados y las camisas de cuadros eran rectas y amplias, sin pinzas, y se compraban en la sección de chicos.
Creía haber encontrado la ropa con la que me sentía a gusto, conforme, para, al final, terminar rindiéndome a la evidencia de que yo seguía sin ser el tipo de chica que "molaba" tener como amiga ni aquella en la que se fijaban los chicos. Y eso que la publicidad no era todavía tan voraz ni estábamos sometidos aún a la sobreexposición a la que nos abocan internet y las redes sociales.
Queriendo ser aceptada, terminaba siempre cayendo en la trampa, en el convencionalismo por el que, históricamente, la mujer se significa como tal a través de sus prendas de vestir (tacones, faldas, medias), su maquillaje y su peinado, aderezado todo con las poses 100% femeninas que terminan definiendo su condición.
Casi siempre en verano, volvía a arrinconar mis tejanos de chicote para atreverme con la falda, con la que me sentía insegura y ridícula, no tanto por verme gorda, sino porque esa indumentaria no se correspondía con mi manera de ser adolescente. Con aquel cambio de look forzoso terminaba traicionando mi verdadera esencia y estilo. No importaba. Había que cumplir con el canon, a toda costa, aunque bajo aquella tela vaporosa terminara sintiendo la herida abierta y sangrante tras el roce de mis muslos carnosos. Alguien me aconsejó que antes de salir me pusiese polvos de talco para suavizar la piel e impedir que se irritase. La que al final acababa el día con el alma escamada era yo, entre el dolor y la pena.
Había enterrado en el olvido estas imágenes. Hace apenas unas semanas, cuando empezó a hacer calor, vinieron de nuevo a mi cabeza. Y es que, caminando por los pasillos del instituto, empezaron a dejarse ver todas las muchachas con sus pantaloncitos cortos, cortísimos, exiguos hasta decir basta... Y más allá de que yo piense que deberíamos darles un repaso sobre la importancia de la adecuación, tanto en el vestir como en el hablar, en razón al contexto (a una entrevista de trabajo no se debe ir en "shorts" ni a la piscina con traje y corbata), lo que verdaderamente me enfada es ver a bastantes chicas adolescentes que, como yo, tienen sobrepeso y que intuyo que andan bajas de autoestima, enfundadas en pantalones ridículamente reducidos que, según creen, las ponen en la primera fila del frente femenino.
Piensan, ingenuas, que luciendo muslos consiguen igualarse a las demás y cumplir con la tendencia generalizada en las tiendas y promovida por las marcas de referencia y las influencers de turno. Aunque rocen las piernas y duela, aunque en el fondo muchas no se sientan realmente ellas mismas, aunque en el silencio de sus corazones sigan sintiéndose maltratadas por la implacable tiranía de las tallas y el culto a la imagen social...
No digo yo que una chica gordita no deba ponerse un pantaloncito porque le quede mal; digo que es tremendo que lo haga no por deseo y expresión de libertad y desenfado, sino por imposición del consumismo más salvaje. Si quiero ser y estar en este mundo, tendré que ser y aparentar como dicta este mundo de escaparate continuo, aunque yo no me reconozca en el espejo al verme a diario enseñando hasta las ingles y a pesar de las heridas que me pueda llevar para siempre en la piel o en el alma.
-Profe, de verdad, es horrible, se me pegan los muslos a la silla.
-¿No será que falta tela en tu pantalón que te proteja?
(Risas).
Se me acercan varias chicas. "De verdad, profe, los llevamos porque en las tiendas no hay muchas más opciones. No hay otra cosa".
¿Es la moda expresión de tu gusto estético y tu libertad? "No". Y encima ¿me dices que eres consciente de que no hay donde elegir, que os están obligando a consumir ese estilo? Hay que rebelarse contra los cánones que nos encasillan y cosifican. Si se empeñan las marcas en que todas debemos llevar "megashorts" y enseñar cachete desde tierna edad... Mala cosa, porque no es fruto de una libre elección, sino una imposición del consumismo y los mercados... Chicas, sois grandes e irrepetibles, independientemente de cuantos centímetros de piel enseñéis. No hay que esconderse ni ir con traje de neopreno, pero tampoco "ir como todas". Sois únicas. Elegid vuestro estilo. Sed vosotras mismas, siempre.
Guau!!! Creo q el q no haya más donde elegir es una excusa para pertenecer al grupo
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