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Diseño y obra de Agustín Linares, www.veletas.net |
Yo no estaba llamado a ser
herrero ni maestro de la forja. Era mi abuelo el que tenía una fragua en su
pueblo, una pequeña aldea de la Alcarria conquense. Sobre el yunque, a golpes, modelaba los
enrejados de las casas de los vecinos o las herraduras de los bueyes que araban
la tierra del señor Domingo. De su trabajo al fuego llevaba a casa el dinero
suficiente para que mi abuela tuviese con qué preparar las comidas a los hijos,
a los propios y a los de algunos vecinos. Eran tiempos difíciles y aquella tierra
no era especialmente fértil: algunos cerezos y almendros, mucho cereal y algo
de ganado, una economía que pronto obligó a muchos a emigrar a la ciudad.
Y allá se fue mi abuelo con sus
tres hijos. Madrid llamaba a las buenas gentes del campo, con la promesa de
poner comida sobre sus mesas y llenar todos los meses el bolsillo con el jornal
nuestro de cada día. Claro, cuando uno se trasladaba a la capital no era
precisamente para buscarse un buen piso por el barrio de Salamanca, sino para
procurarse un modesto domicilio en los barrios más populares o en los pueblos
que rodean Madrid por la zona sur. A decir verdad, los primeros que llegaron en
la década de los 60 tuvieron que hacerse un hueco, levantarlo con sus propias
manos y defenderlo con uñas y dientes. De hecho, fue la tía Juana una de
aquellas primeras que llegó de avanzadilla a la ciudad. Siempre contaba, entre
el orgullo y la tristeza, que tenían que construirse sus propias chabolas para ver
con estupefacción y rabia cómo “los grises”, la policía franquista, las
mandaban destruir al amanecer. Una vez caída la noche, volvían a arremangarse
para dejarse la piel y el tesón en aquellas toscas paredes. Por supuesto, no
había allí los más mínimos servicios para el aseo ni ningún tipo de alumbrado
artificial. A estas cuadrillas que trabajaron cooperativamente se les llamó “los
domingueros”, porque empleaban su tiempo libre de fin de semana para construir,
con el mínimo coste, un espacio donde dar cabida a los suyos, guarecerles de la
inclemencia del asfalto y la creciente polución. Lejos quedó el aire puro de la
meseta castellana… Y a fuerza de cabezonería y sacrificio físico y emocional,
finalmente, consiguieron que se les reconociera el derecho a una vivienda digna
en la capital del reino.
El mayor de los hijos de mi
abuelo, o sea mi padre, había ido a la escuela de primeras letras en su pueblo
y algo sabía para poder entrar de aprendiz a algún oficio. Y a ello se dedicó,
a la siderurgia. El mediano podría repetir curso una vez instalados en Madrid,
igual que la niña, que, al final fue la única que terminó estudiando en la
Escuela de Enfermería. Mi abuelo, el herrero, no tenía más obsesión que dar a
sus hijos todas las posibilidades que él no tuvo, obligado como se vio desde
pequeño a trabajar y contribuir a la subsistencia familiar, pues, como decía el
padre de su esposa, mi bisabuelo, “los hijos son patrimonio y mano de obra”. Al
llegar a Madrid quiso buscar un trabajo que se pareciese en algo a su oficio de
origen, de ahí que se incorporase con su hijo al trabajo en la fábrica. Pronto
se dio cuenta de que, con casi cincuenta años, no reunía las condiciones
físicas necesarias para desempeñar su quehacer con profesionalidad y sin
ponerse en peligro. Así que él mismo, antes de que le echasen, terminó
buscándose otro trabajo, uno que nada tenía que ver con su fragua conquense,
pero que le iba a permitir desarrollar su lado más urbanita. Y de portero de un
edificio del barrio de Chamartín terminó, procurando mantener una buena
relación con todos los propietarios, por si alguno de ellos pudiera favorecerle
llegada la necesidad.
Todos en mi familia hemos
regresado al pueblo en vacaciones, sobre todo en verano, porque allí sentimos
que se hunden nuestras raíces. A decir verdad tampoco es que nos hayamos esmerado
mucho en el mantenimiento de aquellas casas. Sólo yo anduve siempre con la idea
de rehabilitar la fragua del abuelo. Ya de niño se lo decía y él, satisfecho,
siempre me contestaba “tú primero estudia; hazte un hombre de provecho y
aprende de los libros y, si después te sigue interesando, te prometo que serás
el que herede mi templo de forja”.
Claro, imagino que sólo de pensar
que, después de tanto sacrificio como supuso emigrar y hacerse un nuevo nido de
hormigón, junto a otros tantos de miles más; habiendo dejado quinientas mil pesetas
de entonces, marcadas con el abnegado sudor del obrero, para conseguir una
propiedad en una de las colmenas de ladrillo rojo que empezaban a levantarse
más allá del Pueblo de Vallecas; una vez que uno siente que ha dado el gran
salto y ha conseguido formar parte de la gente de ciudad, escuchar a un nieto
hablar de volver a la tierra seca del pueblo, a la casa de pared encalada y la
fragua olvidada de la mano de la modernidad… debe doler. Hacia atrás, ni para
coger impulso.
Y no fue nada fácil convertirse
en ciudadano de la capital, sacudirse el tufillo aldeano de los padres y
convencerse de que uno podía aspirar incluso a ir a la universidad. Todos mis
colegas del barrio eran hijos de inmigrantes. A todos nos tocó un episodio
difícil, por nuestro origen humilde, por vivir en un país que parecía estar
despertando a la nueva era, después de tiempos de represión y pobreza para los
pobres. Ahora, los pobres empezábamos a poder soñar con otra vida. Los derechos
empezaban a multiplicarse como setas, casa digna, escuela para todos, trabajo
para todos… No fue fácil, digo, porque ya sabéis que en esos años 80, en Madrid, se
coqueteó con la revolución, con la social, la musical, la política y con la
estética, que son las que llenan las pantallas de la televisión de entonces de
acordes, de crestas, de fotogramas transgresores, pero, en la capital, además,
fueron muchos, demasiados hijos de gente humilde, los que se pasaron de rosca,
hasta desmontar el esqueleto, enajenados de caballo y sueños rotos. Yo tuve
varios amigos de la calle que no llegaron a cumplir los veinte. Que nadie
piense, pues, que el camino hacia el futuro, que es nuestro presente, fue una
alfombra de rosas.
A veces me asombra ver en lo que
he conseguido convertirme, teniendo en cuenta el entorno tan poco propicio que
me rodeó durante la infancia y la adolescencia. No tuve precisamente unos
padres concienciados sobre la importancia de cultivar el intelecto; fueron unos
supervivientes, eso sí, y, no sé muy bien por qué razón, tenían claro que
debían dejarse la piel para que sus dos hijos estudiasen algo. Pensaría mi
madre que siempre sería mejor tenerme en mi cuarto, bajo el flexo, que
callejeando con los hijos de las vecinas, explorando rincones para ella
insospechados, y aventurándome, al final, a un destino que olía a la legua a
cárcel o a sobredosis.
Con las jornadas de doce horas
que hacía mi padre, como mano de obra no cualificada, se fue llenando la nevera
de casa, de todo lo que mi madre compraba en el mercadillo de Fontarrón, no sin
antes haber intentado regatear para estirar la peseta y conseguir hacer alguna
escapada con los chicos en agosto. Ésas eran sus ilusiones, hijos alimentados,
calzados y abrigados para el invierno, y equipados de flotador de pato, cubo y
pala para veranear como buen madrileño de barrio obrero, en las playas de Alicante
o cerca de ese mar de aguas calientes y anti ahogo que tenían los murcianos.
Bueno, su motivación era ésa y ver que los hijos iban pasando de curso, dando
señales de que la vida podía depararles algo mejor. Y, ya puestos, habría que
animarles a estudiar algo más después del instituto… Algo que dé de comer
seguro… Ingenieros, buena opción, pero de los técnicos, que son tres años. Mi
hermano, que siempre se sintió llamado a cambiar las cosas y proteger al mundo
de la destrucción, optó, tras un par de tropezones en su elección
universitaria, por Forestales, que entre árboles y organismos vivos andaban sus
designios. Y yo, a quien los de la clase llamaban “el casero”, por haber
preferido siempre quedarme en casa arreglando aparatos que andar de tropelía en
tropelía, me sentí atraído desde el principio por la mecánica, de manera que mi
salida no podía ser otra más que la de ingeniero técnico industrial, en su
especialidad de Mecánica. ¡Cómo se le llenaba la boca a mis abuelos! Un nieto ingeniero
industrial suena a categoría primera, a billetes de diez mil, a traje de
chaqueta y coche turbo diesel… Y bueno, algo hubo de todo esto, pero nada
especialmente llamativo comparándolo con la tendencia del momento. Muchos, a lo
mejor demasiados, terminamos colgando en las paredes de casa títulos de
ingeniero, arquitecto e informático, que en aquella época de finales de siglo
sonaban a futurismo y auguraban prosperidad.
De nada me quejo, vaya por
delante, porque, efectivamente, mi titulación me ha procurado un proyecto de vida
que mis padres ni siquiera soñaron. Junto a otros muchos, he contribuido al
desarrollo tecnológico y de infraestructuras de este país. Aunque todo eso es
verdad, si tengo que ser sincero diré que lo que me mueve y me llena no es mi
trabajo encorbatado y mi cuenta corriente holgada para una vida despreocupada.
A mí lo que me ilusiona es irme al pueblo todos o casi todos los fines de
semana, para seguir siendo ingeniero, pero ingeniero de la forja, moldeando a
fuerza de golpes incandescentes los rumbos ajenos. ¿Por qué, diréis? Pues
porque no encontré negocio en esto del hierro que no estuviese ya explotado y
terminé lanzándome al diseño y forjado de veletas, sí, de ésas que marcan la
dirección del viento y solían colocarse siempre en el tejado de las iglesias o
sobre los establos de los pueblos. Ahora, no creáis, las mías son especiales,
de ingeniero, porque la punta de flecha que señala hacia dónde sopla el día
está técnicamente diseñada, según las leyes de la física y la cuántica,
contrarrestando el peso de la cola, e indicando dónde se hallan los puntos
cardinales. Una virguería, que diría mi abuelo.
En ello andaba, consumiéndome de
lunes a viernes en las rutinas de la ciudad y el trabajo, esperando al fin de
semana para encaminarme al pueblo y enfundarme el mono de trabajo, y poder así
diseñar el indicador de indicadores, brújulas de hierro forjado, que han ido
adoptando formas más que peculiares. Y es que comencé en el negocio recurriendo
al boca oreja; ya internet y las redes sociales terminaron trayéndome una
clientela renovada, imaginativa y exigente. En el primer portal que ofrecí con
mi producto ya me vendí como un arquitecto de rumbos, que sonaba muy bien, y
artista del hierro, capaz de forjar un modelo sencillo que incluyese flecha,
con punta y cola, y las letras iniciales de los puntos cardinales, o dar forma
a las fantasías que cada quien fuera sugiriendo. En sus mensajes, los clientes
me daban indicaciones precisas de cómo querían que fuesen sus veletas, sencillas,
con flores o figuras trazadas sobre el hierro fundido, símbolos de las fantasías
que cada uno de ellos deseaba ver movidas por el viento.
Transcurría mi vida así, entre el
estrés de la semana y las delicias del pueblo, de la fragua y las veletas que
mis manos creaban. Hasta que me llegó su mensaje. No diré que aquel día me
escribió una musa o sentí una revelación mística. No me sentí atravesado por un
rayo celestial, pero creí leer más allá de aquellas letras que me encargaban
una veleta.
“Mire usted, recientemente he
comprado una casita próxima al mar, que yo soy del Mediterráneo, ¿sabe? Aquí
sopla el Levante y revoluciona la vida. Siempre me sedujo la idea de que el
viento nos guía, señalándonos el norte, reconduciendo nuestros destinos. Y
pensé, pues una veleta para mi jardín. Soy profesora de Literatura y mis amigos
siempre dicen que soy también muy dada a imaginaciones y desvaríos filosóficos,
pero, como he visto que usted diseña a la carta, y da forma con hierro a todo
tipo de peticiones, pues, ¿por qué no yo?...”.
Nada podía extrañarme, porque ya
había recibido mensajes de lo más variado y atrevido, pero aquello… Esta mujer
quería poco menos que hiciera poesía a golpe de martillo sobre el yunque,
porque lo mío, por si cabía alguna duda, es artesanía pura. Le contesté de
inmediato. “Sería conveniente que viniera usted a mi taller y viese mis
diseños; a lo mejor algo de lo que ya he hecho pueda interesarle…”. Tenía que
conocerla, si o sí. Sentí el pálpito de que la vida me estaba poniendo delante indicios
cristalinos sobre la dirección que debería tomar. Esto de que me hicieran poesía
en una carta mientras me encargaban una veleta de hierro me supo como si me
hicieran el amor, que viniendo de alguien alfanumérico y cuadriculado como yo,
venía a ser un festín sensorial. Me sedujo sólo con mezclar mi mecánica de
ingeniero con su lírica de maestra en Letras.
Tan pronto la conocí me di cuenta
de que ella estaba hecha de otra pasta. Tampoco creo que la hubieran criado
como a una damita de alta alcurnia, pero algo distinto se le veía, al menos muy
distinto a lo que yo conocía de otras mujeres de mi edad. Digo yo que no nos
llevamos muchos años, o al menos eso deseo… Siempre creí que terminaría
formando familia con otra ingeniera, con otra loca de las ecuaciones y fórmulas
a la que le gustase desentrañar el funcionamiento de los artilugios del mundo.
Pero, cuando la vi y la escuché, y saboreé su cadencia y me hicieron sombra sus
palabras, sentí que viraban mis coordenadas. Y hablaba y hablaba y hablaba, y
las letras de su hablar me atravesaban, que si versos, destinos, amores,
tiempos que empiezan y acaban, veletas que marcan caminos… Y quedé secuestrado
en ella. Yo, el ingeniero mecánico, herrero y maestro de forja en ratos libres,
el de la forma perfecta, de mecánica precisa, quedé atrapado por su imagen
difusa, de metáfora extraña, que habla y parece no decir, pero que tanto enseña
y oculta tras su verso. ¡Qué será esto que me posee! ¿su encanto? y quizá, sólo
ahora, el chico de barrio que se hizo ingeniero podrá construir con sus manos
un rumbo para su poesía. ¿Se escribirá en verso esta vida nueva? Yo pongo el
rumbo en la veleta; ella, el viento que nos guía...
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Cortesía de www.veletas.net. Gracias por permitir que esta imagen acompañe las publicaciones del blog "Palabras cardinales". |