domingo, 11 de agosto de 2024

LA HOJA CAÍDA



Después de catorce años sin él, Sara ya daba por perdida la posibilidad del reencuentro. Su viaje a España no fue por placer. Tuvo que abandonar Wenzhou, su ciudad natal. No podía (no quería, además) quedarse anclada en la pobreza, asfixiada por la cortedad de miras de sus padres. No la dejaron llevarse a Lin con ella, "eres muy joven, imprudente, no tienes marido y ¿quieres atravesar fronteras con un bebé entre los brazos?", sentenciaron, severos, dos días antes de su partida.

 Un refrán chino sentencia: "la hoja que cae vuelve siempre a las raíces". Sara empezó su nueva vida tras el mostrador de la tienda de su prima en un modesto barrio madrileño, pero soñaba con prosperar y abrir su propio local en una zona más céntrica, porque cuando ella volviese a las raíces, cuando decidiera regresar a China, deseaba hacerlo esta vez con la maleta llena de dinero y de sueños cumplidos.

Mas no quiso el destino que fuera ella quien volviese a China, a reencontrarse con su pasado, como suelen hacer sus compatriotas en señal de fidelidad y respeto a la tierra que levantó sus ramas. Fueron las raíces las que urdieron caminos para llegar, desde los lejanos confines, hasta Sara, la hoja caída y extraviada. Ignoraba aún que hay dictados inexorables de los que nadie puede escapar, ni rama que pueda dar sombra lejos del tronco que la sustenta.

Esperó inquieta toda aquella mañana, pegada al teléfono. Estaba segura de que sonaría de un momento a otro. La llamaría la directora o una responsable del centro, seguro. No era nada frecuente recibir a un nuevo alumno una vez empezado el curso. Más extraño aún resultaba que el muchacho no supiese ni una palabra de español. Lin apareció una mañana con una mochila a la espalda, cargada de libros indescifrables para él, y con el gesto entre el desconcierto, la soledad y el miedo.

No podía dejar de mirarlo. Aquel chico que estaba sentado en la última mesa parecía que se hubiera dejado caer desde las alturas para desparramar sobre las letras y los números su tristeza y el enorme vacío que lo embargaba. ¿Qué podía hacer ella para rescatarlo, para llamar su atención, más que pronunciar su nombre?

-Lin, ¿verdad? Hola, soy tu profesora. ¿Sabes decir algo en español?
-Nada, profe -se burlaron los demás compañeros- Este es tonto y no se entera de nada... "Pon el traductor del Google, como hace la de inglés" -quisieron ayudar otros.

Tragó saliva y apretó los dientes. El chico apenas levantaba los párpados; parecía rígido sobre la silla, como una estatua de sal, ligeramente encorvado sobre la mesa, por el peso de la mochila, que ni siquiera se había quitado al sentarse, con las manos reposando sobre las piernas. La mirada perdida sobre el tablero, horadando mentalmente la madera, buscando caminos imaginarios que atraviesen el planeta y lo devuelvan al lugar donde lo acunaron sus abuelos.

Laura acababa de estrenarse en este arte de enseñar a quienes no parecen querer saber lo que el mundo esconde para ellos Apenas contaba con experiencia en las aulas, pero quienes la  conocimos supimos desde el primer día que a aquella muchacha pizpireta de alocado discurso le sobraban el entusiasmo y la energía para hacerse con cualquier tipo de situación. En apenas tres pasos alcanzó aquel pupitre e intentó rescatar a Lin de su huida a ninguna parte. Posó la mano sobre el hombro del muchacho queriendo mostrarse cercana y con voz dulce le preguntó "¿Te encuentras bien?". Sin apenas poder terminar la última palabra, sintió como si bajo su palma temblase el mundo. En lo más profundo de aquel menudo cuerpo, bajo el pecho, el corazón de un niño quedó paralizado un segundo para después bombear hasta el último milímetro una sacudida de miedo ante aquella extraña que se atrevía a llamar a su puerta.