martes, 5 de noviembre de 2019

Se muere el mar de todos... Me lo dicen los peces...


Cuentan los nómadas de este mundo que uno no termina nunca de abandonar la tierra que lo vio nacer; que por muy anchos que sean los mares que cruzaron e infinitos los kilómetros recorridos siguiendo los pasos de la incierta fortuna, siempre se lleva prendido en el alma el perfume del país, ciudad o aldea que nos lanzó un día a explorar la vida y sus avatares.

Así siento yo que vienen conmigo aquellos aires húmedos, que pocas veces saben a lluvia, y huelen a azahar, a dulzón verde de invernadero, a palmera que cimbrea sus brazos a la orilla del mar. 

Traen las leves olas la otra esencia, de arena y salitre pegados al barco con que sueño que lanzo mis redes para atrapar al elegante caballito y traerlo conmigo hasta esta montaña que hoy me cobija.


Y por eso me duelen también las heridas de mi tierra, las que trajeron las aguas salvajes de tantos septiembres, cambiando sus calles por insondables y temibles ríos que buscan el azul de siempre para ir a morir. 

En esta tierra adoptiva, donde el otoño se puebla de hojas caídas, siento yo mientras las piso como si me subiera el agua fría que inunda y asola mi huerta lejana, mi trémulo mar del que huyen los peces.

Boquean agónicos en mi garganta. Me susurran, ya moribundos, su funesto presagio. Dicen que morirán muchos más en otros lugares, que su huida de este pequeño mar anuncia lo que, si no les escuchamos, nos vendrá. Oíganles, nos lo dicen sus ojos, estáticos casi, sobre la arena donde ayer jugábamos y soñábamos con las estelas del caballito de mar.