sábado, 19 de septiembre de 2020

Stranger Things: el regreso a las aulas

 


Hace apenas unos meses, aun cuando no se había dado por terminado el confinamiento, no sospechaba que esto pudiera suceder. Llegó el verano, que supo a agua de mayo después de un trimestre enloquecedor en el que convertimos nuestros salones en aulas, la cocina, en sala de profesores y el baño, en cuarto de castigo. Nunca fueron tan bienvenidas las vacaciones. Me ha parecido incluso que este verano se ha oído menos eso de “vives como un profesor; quién tuviera tus vacaciones” (provocación que siempre encajo mal y a la que suelo responder “ya sabes, las Facultades de Educación están abiertas y las oposiciones a sufridor docente se convocan regularmente”).


De verdad, que no voy a practicar el victimismo, que a mí me gusta mi trabajo; es más, me apasiona, me hacer sentir útil, siento que he sido llamada a esta gran gesta que es la enseñanza (o sea, que esto es vocacional), pero creedme que ejercer de profesor agota, física, pero, sobre todo, emocionalmente.


Y de eso nos quejábamos hasta hace poco, del estrés de trabajar con adolescentes, de los horarios apretados sin tiempo para preparar clases, del trabajo invisible que todos nos llevamos para las tardes y los fines de semana… ¡Qué bien vivís los profesores! Ja, me río yo… Si al menos contásemos con el reconocimiento social o se nos remunerase en razón al esfuerzo y la dedicación con que nos enfrentamos a la misión…


Ha hecho falta un confinamiento, que todos los niños y adolescentes de este país estuvieran encerrados en sus casas durante más de dos meses, para que las familias hayan empezado a comprender el valor de nuestro trabajo como educadores, como personas encargadas de custodiar e ilustrar a sus hijos en el camino del conocimiento. Como funcionarios públicos, prestamos un servicio que muy pocos han sabido valorar, hasta que se han visto en la obligación de apoyar a sus hijos con las distintas materias escolares, hasta que han tenido que soportar 24/ 24 horas a sus criaturas en todo su espectro neurótico…


"Bueno, ya terminó lo peor", pensé en junio, cuando tuvieron lugar todas las sesiones de evaluación virtuales con que calificamos tan generosamente al alumnado, certificando el “ego te absolvo”, el pasaporte al curso siguiente para los aplicados, que lo son con pandemia mundial o sin ella, los vagos incorregibles que entregaron 150 tareas en cuatro días y los coronados para la ocasión con el "san Covid" que todo lo perdona. Alguno se quedó en el camino, claro, porque incluso en esta benevolencia “urbi et orbe” hay quien resulta irrescatable.


Pero lo peor estaba por llegar. Ya en agosto estuve pensando en cómo sería el regreso a las aulas. Estos meses han sido para mí muy enriquecedores, a pesar del fastidio de andar entre las cuatro paredes de mi casa, desbordada de trabajo docente y doméstico, de profesora, de madre, de ama de casa y de esposa que anda preparando su “separamiento”, como lo llama uno de mis hijos. Con todo, de cada crisis surge un aprendizaje y, no sin dolor, para mí ha representado un gran paso en términos de crecimiento personal. Me sentía fuerte para darme un baño de multitudes adolescentes, de 1º de Secundaria a Bachillerato, para pelear con esto de que alguien me escuche mientras hablo de sintaxis o metáforas, para abrirme paso entre los pasillos arrebatados de hormonas dislocadas y saludos de alumnos que solo saben hablar a voces…


Soñaba con volver a la normalidad, como todos, vaya. Pero la normalidad no llegó, porque, tarde y mal, los que gestionan esto del enseñar quisieron convencernos a todos de que, para que el regreso se produjera en un entorno seguro, los alumnos debían incorporarse escalonadamente, en grupos de no más de veinte y en el caso de los niveles superiores repartidos en dos subgrupos que acudirían al centro en días alternos. Así que el instituto tuvo que prepararse, cambiar sus decorados, para que en las aulas cupieran las mesas necesarias con la distancia de seguridad prescriptiva, para señalizar con flechas la dirección en la que caminar sin darse de bruces con nadie por el pasillo… Geles hidroalcohólicos para ahuyentar al bicho y, ya de paso, ver si se desinfecta la herida de la ignorancia arrastrada por los chicos desde el confinamiento. 


Más profesores asignados para este plan de contingencia con el que se quiere hacer creer a la opinión pública que la enseñanza es en este país una prioridad. Sin embargo, a finales de este mes de septiembre, se cuentan con los dedos de las dos manos los compañeros de trinchera que aún están por llegar. Aquí los esperamos los demás, mercenarios de un sistema que nos obliga, además de a llevar mascarilla, como cualquier ciudadano de bien, a ejercer nuestra profesión en una situación a todas luces precaria. Ahora no solo hay que enseñar, sino compensar las carencias académicas, tecnológicas y psicosociales de nuestros alumnos desde el formato de la semipresencialidad, no la nuestra, claro, sino la de los alumnos, porque lo que se espera de nosotros en más bien la omnipresencia y la omnipotencia, ya que habremos de atender a los más pequeños, de 1º y 2º de ESO, que vendrán a diario, con la urgencia de retomar el contacto (en la distancia social eso sí) con esto del instituto, pero también tendremos que satisfacer las necesidades de quienes se queden en sus casas en días alternos, para que, en ningún caso, nadie pueda  reprocharnos que no satisfacemos su derecho a la educación. Y para ello, igual ha llegado el momento de formarnos en telequinesia más que en herramientas técnicas, porque las altas instancias pretenden que lo hagamos grabando nuestras clases, o con nuestros móviles o con alguna de las pocas cámaras con las que está dotado el centro, sin red Wifi ni un digno ancho de banda, pero, eso sí, que pasemos lista, que comprobemos que los adolescentes que están solos en sus casas se han levantado a las 8 y no están malgastando su tiempo en dormir o en enredarse entre las pantallas del ocio.


Creo que están urdiendo la gran distopía para la enseñanza. Nos tienen como a cobayas, quieren experimentar qué pasaría si esto de las aulas virtuales hubiera llegado para quedarse, cómo optimizar los recursos para gastar poco en capital humano, comprar una docena de dispositivos y lanzarnos a la nefasta aventura de ser el profesor holograma, que se te presenta después del desayuno y te entretiene y educa al hijo hasta la hora de comer. A mí ya me suena a película, de terror…


Igualmente inquietante y cinematográfica ha sido esta fase de pruebas del experimento distópico. Es el primer día de instituto. Todos los profesores nos saludamos arqueando las cejas por eso de resultar más expresivos ahora que llevamos mascarilla, dándonos ánimo para este nuevo curso, el del Covid del demonio; cogemos una tiza, como gesto aprendido, porque aún dudamos de que utilizarla no vaya a tirar por tierra las medidas de prevención del protocolo. Empiezo a subir las escaleras, siguiendo la flecha que me obliga a mantenerme a la derecha, junto a la barandilla. Levanto la mirada, el pasillo está vacío, casi en penumbra. Ni rastro de los chicos que en febrero recorrían el instituto dos veces antes de llegar a su clase porque así veían al colega repetidor. Nada de besos furtivos de las parejitas de enamorados que entre clase y clase se funden con la pared y se comen el cuello pase quien pase por su lado. Tampoco está el de “profe, ¿me puedes abrir, que me he dejado el bocadillo?”. Silencio. Me ha parecido oír el timbre; se ve que aún no han llegado. Pero la puerta de 1º de Bachillerato está abierta y sale luz. Antes de llegar hasta ella me encuentro a la compañera de Inglés: “Oye, Ana, qué mal rollo, ¿no? Ni rastro de los chicos”. No habían dejado rastro, pero sí habían llegado. Asomé la cabeza por la puerta, por si efectivamente estuviera la clase vacía y se me hizo un nudo en el estómago al comprobar que los alumnos ya habían entrado, se habían sentado, cual ejército, sin salirse ni medio centímetro de su zona de seguridad. Los saludé. No serían más de trece en esta clase. No sé si mascullaron un "hola" debajo de sus mascarillas porque, si así fue, me resultó inaudible. Tampoco fui capaz casi de reconocerlos, aunque sabía por las listas que muchos habían sido ya mis alumnos. 


Irreconocibles sus rostros enmascarillados, pero más aún su actitud silente y adiestrada. Entro con cierta efusividad, casi teatral, por eso de romper un poco el hielo, pero de poco sirve, apenas si se mueven, quién sabe si por miedo, por espíritu zombi o porque el confinamiento los ha metamorfoseado en unos seres tan evolucionados que olvidaron qué era eso de la algarabía, la impertinencia y la frescura adolescentes. Casi dos horas de clase de presentación con quince pares de ojos que me escrutan y parece incluso que me censuran cada vez que dejo mi nariz asomar por encima de la mascarilla antes de que me asfixie el CO2 que genera una explicación de análisis sintáctico.


Pues nada, chicos, ha llegado el momento de que nos echemos el gel hidroalcohólico y limpiemos las mesas. ¿Sabéis qué? Este fin de semana me reúno con mis amigas del "club empiñado en escribir". Tengo que sacarme de la manga un texto que se titule “De película”. ¿Quién sospecha de qué tratará mi historia después de comprobar lo extraño que está siendo todo hoy? ¿Quiénes sois vosotros y qué habéis hecho con mis alumnos?


Silencio y títulos de crédito. Stranger things...