sábado, 26 de enero de 2019

Sangre de Divya




Me trae la brisa del poniente el eco vibrante del cobre, que viene de lejos, el golpe de la maza con la que se llama a las gentes a la oración. Dieciocho colinas rodean el templo, aunque desde cualquiera de sus cumbres puede uno sentir la caricia del salitre. Los dioses, en su sabiduría, buscaron su descanso en un lugar donde la naturaleza, rica y diversa, se hace única, donde cielo, tierra y mar, densos bosques y enormes praderas se dan la mano. Así es esta región hindú de Kerala en la que nacieron mis ancestros y yo misma vi la luz primera.

Venidos de todos los rincones de nuestra vasta tierra, adoran los hombres al dios Ayyappan. Deben adentrarse entre los árboles que escalan la montaña en dirección al templo, guiados por su fe y el sobrio tañido con que se adora desde lo alto a la divinidad. Quedan las puertas abiertas al mundo durante los días del Mandalapooja, justo antes de las nieves,  para Makaravilakku, ya en el primer mes del año, y durante el Vishu, con la flor de abril.

Recuerdo aquella primavera, la de mi primera visita, de la mano de mi padre cuando a él ya le resultaba demasiado cansado llevarme sobre sus espaldas. Lucíamos en el cuello una guirnalda hecha con semillas de tulasi, pues ese era el primer gesto con que daba comienzo el vatahm, la penitencia que mis mayores iniciaban 41 días antes de emprender la marcha. Debían entonces vestir de negro o azul, tanto al orar como en sus casas, realizar baños dos veces al día, ingerir solo alimentos vegetales y no afear en ningún caso su lenguaje ni conducta.  


Los hombres purificaban de esta manera sus cuerpos antes de llegar a Sabarimala. Mientras avanzábamos, mi padre me contaba que allí, en aquel templo, fue donde el Dios hindú Ayyappan meditó después de matar al poderoso demonio Mahishi. La gente sale de Erumely hacia el río Azhutha; cruzando las montañas viene el cruce sagrado de Karimala y, finalmente, hay que atravesar el río Pamba. Salidos de las aguas, apenas unos kilómetros de sendero separan a los mortales de la regia divinidad que consiguió aniquilar a la encarnación del mal.

En aquel camino había cientos de hombres, unos jóvenes y fuertes, otros ya maduros; algunos portaban a sus hijos, casi todos varones; niñas como yo, de corta edad, no debía haber más que una decena, y mujeres, muy pocas, sólo aquellas que conservan la fuerza en el cuerpo a pesar de frisar el medio siglo en años. Me decía mi padre, y así lo aseguraban otros hombres que nos acompañaban, que en otras peregrinaciones las mujeres no pueden contarse ni con los dedos de una mano.


La leyenda sagrada nos cuenta que Ayyappa prohibió entrar a su morada a las mujeres en edad de engendrar, desde que la sangre maligna las hace impuras, pues su vientre y sus pechos dan la espalda a dios, ofreciendo su carne a la carne, poniendo los ojos solo en el hombre. Las niñas se quedarán en sus casas al cumplir los diez años, junto a sus madres, abuelas si son estas jóvenes, y todas las mujeres que aún se encuentren en edad de menstruar. “El dios Ayyappan es un Bramachari”, decía mi padre. Ya siendo mujer supe qué querían decir aquellas palabras. Ese dios que solo abre sus brazos al varón y desdeña la fe y las semillas de tulasi que cuelgan de nuestros hermosos cuellos, hace siglos que renegó del placer de la carne, castigando con su cobarde celibato a las mujeres de mi estirpe.

Cuando mis pies alcanzaron la puerta del templo aquel día húmedo de abril, un rotundo sonido se me metió en mi alma de niña; desde los oídos consiguió adentrarse con gravedad por entre mis venas y pensamientos. Cada vez que el monje golpeaba con la maza el cobre sagrado de Sabarimala, mi corazón bombeó con fuerza, con furia, pero también con fe, para darme la valentía con que mirar a Ayyappan a los ojos y preguntarle por qué, por qué yo no, por qué mi madre no, por qué mis hijas y mis nietas, no.

No hubo para aquella niña respuesta. Regresó a su casa, a su pueblo, para convertirse en mujer de la tierra y de los hijos, también mujer del esposo. Mujer de todos, menos de sí misma y del dios, pues para Ayyappan, ella tampoco era más que carne impura, manos manchadas de sangre y de barro. Recordé muchas veces siendo joven el día en que me sentí atravesada por el sonido sagrado del templo y quise aprender yo a extraer de mi entraña las notas que anidaron mi corazón desde entonces. Aprendí a tocar el punjab, a tamborilear sobre su piel tensada los gharanas, ritmos de mi tierra reservados casi siempre a los hombres. Y a golpe de tambor me fui haciendo vieja, viendo a muchas niñas de la aldea visitar con sus padres el templo de Sabarimala y a cientos de mujeres despedirlas, levantando sus manos con tristeza y resignación.

Pero llegó el día; los cielos y sus dioses, los del entendimiento y límpido espíritu, sabían que llegaría el día. Fueron dos las valientes, que no siendo yo me representaban, con sus cuerpos y sus almas, pues de mi hija y de mi nieta se trataba. Peregrinaron camufladas con las prendas de hombre y sólo descubrieron sus rostros justo en la entrada de Sabarimala. Las leyes de nuestro país ya habían dicho que aquella prohibición debía ser abolida, por injusta y absurda, mas ninguna mujer se había atrevido a encaminar los pasos hacia el templo, por miedo a la reacción de sus esposos o vecinos.

Tan pronto como mi hija Neeja y mi nieta Divya, cuyo nombre significa “divina”, se postraron ante las túnicas de Ayyappan, sintieron sobre sus cabezas la reprobación de los hombres del templo, en forma de hiriente mirada y grito grosero, ese que tanto ofende a los dioses en los días del vatham. Algunos las empujaron; otros las escupieron, enloquecidos por una rabia que parecía inspirada por el mismísimo demonio.

Terminaron siendo salvadas del horror por la benevolencia de un monje de Ayyappan, que se apiadó de ellas y no dudó en rescatarlas aunque ello le obligase a tocar dos cuerpos impuros. Ese día comprendieron Neeja y Divya la gran mentira del mundo y del hombre; vieron a los peregrinos piadosos transformarse en fieras iracundas de corazón sombrío. Nada de dios hay en ellos; nada hay en dios para el hombre.



Mi corazón pudo verlas allí, de rodillas, insultadas y vejadas. Por cada grito de hombre, un golpe de mujer sobre mi punjab. Esa era la llamada para todas las mujeres de Kerala, el rotundo tambor que llama a la reunión y a la unión de las impuras. Que esta sangre que nos une nos mueva. Ya no levantaremos la mano para despedir a los peregrinos que parten hacia las montañas. Seremos nosotras quienes vayamos a la montaña. Démonos la mano, tú conmigo, hermana; tiende la tuya a la hija, a la abuela, a la nieta. Unidas con fuerza, desde la capital, en este primer día de enero, recién comenzado Makaravilakku, hasta las mismísimas colinas que rodean Sabarimala.

El “muro de mujeres” lo han llamado las gentes del mundo. Más de seiscientos kilómetros de millones de manos unidas, de mujeres de Kerala que han decidido que ellas también son dignas del dios Ayyappan y de cuantos haya en la inmensidad del cielo.



Las más ancianas seguimos apoyándolas a golpe de gharana, en armonía y fuerza consagradas a la misión que la naturaleza nos reservó, la de dar vida y proteger la vida. Nuestras manos entrelazadas han llegado hoy al templo, a pesar de todos los infieles que han puesto el grito en cielo y en la tierra. Que suene hoy en todo cuanto conocemos la música que nos llama a ser iguales a los ojos del mundo y del hombre.