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Imagen creada por IA |
Mi infancia transcurrió en El Mirador, una pedanía del pueblo murciano de San Javier. Allí llegamos en 1981. Desde el primer día, la gente se volcó con nosotros, especialmente con mi padre, maestro de números, de letras, de geografías físicas y soñadas, otro hombre gentil, de carácter afable y maneras sencillas, que gustaba tanto de la relajada charla con el agricultor como del libro de Sócrates o de la cartilla Palau.
Entre los muchos días felices en El Mirador, hay uno cuya imagen ha regresado a mí, como si fuese una captura de pantalla. Antes de la revolución tecnológica y de la comunicación globalizada, cuando sólo había cámaras de fotos analógicas, a la vida sosegada del campo podía pasarle por alto hasta el acontecimiento astronómico más relevante de finales del siglo XX.
El 9 de febrero de 1986, el cometa Halley y su brillante estela pudieron observarse nítidamente desde nuestro Planeta; orbita alrededor del Sol y puede ser avistado cada 75 años, recordándonos lo pequeños e insignificantes que somos, pero también lo afortunados que debemos sentirnos por poder presenciar y disfrutar de un espectáculo estelar así.
Para los niños de El Mirador ochentero fue mi padre el maestro de ceremonias del cometa; se encargó de avisar boca-oído a todos cuanto pudo, para terminar reuniendo al final de aquel día a un grupo numeroso y diverso de chavales curiosos. Subimos al edificio más alto del pueblo y allí, bajo aquella bóveda centelleante, comenzó a explicarnos qué era un cometa y qué tenía de especial el que estábamos a punto de ver pasar.
Todos nos sentimos aquella noche especiales, al paso de aquella impresionante estela. Aquella imagen quedó grabada a fuego en nuestras retinas, en nuestro disco duro interno de niños de pueblo que se convertirían en adultos, y a veces víctimas, de la moderna globalización.
Gracias, El Mirador, por tan bello recuerdo. Gracias, papá, allá donde estés, por haberme hecho sentir especial siendo la hija del maestro. Quién sabe si para 2061, cuando se prevé que el Halley se deje ver de nuevo por la Tierra, seré yo, ya octogenaria, quien enseñe el cielo a los nietos o biznietos. Miraré a la infinita noche y te saludaré cuando pases, papá.