|
StreetArt, publicado por @QuéGraffiti en Twitter |
Avanza el calendario sin sentir; día sobre día, terminó yéndose definitivamente el verano y este octubre, cálido y extraño como nunca, nos ha colocado ya en medio del primer trimestre.
Las caras de los chavales comienzan a resultarme familiares; sus nombres, poco a poco, están grabándose en el disco duro de la memoria. Adrianes, Alexandrus y Alejandros, Paulas, Marías varias, Aminas, Sofías y Fátimas o Pablos... Muchos sustantivos propios para interiorizar y volver a olvidar, algunos repetidos a lo largo de los años, pero con distintos rostros.
Unos pocos, a veces, se quedan para siempre, como registro de una experiencia profesional o humana que debe trascender y ser recordada. Va conmigo por ello el recuerdo de mi primera Alejandra (¡Suerte con tu oposición, campeona!); de José Ángel, el primero de mis alumnos que estudió Filología Hispánica y es hoy un graduado con menciones honoríficas; María, mi artista, la alumna que cumple ya su sueño estudiando el Bachillerato de Artes; o Rubén, a quien todo el mundo daba por perdido y que ya ha culminado la primera fase en su formación profesional (¡Que no me entere que decae el tema, chaval!); Marius, de coco resuelto y prometedor profesional del arte de la persuasión; Rocío, aspirante a alcanzar metas y que pronto dará el campanazo, o Marcos, "el filósofo", que aún debe darse la oportunidad de lanzarse por el camino de las letras sin complejos, para demostrar que el mundo no está solo hecho de cifras y códigos binarios.
Pero sigo buscando, sin éxito, a Samuel, mi Samuel. Llevo tres años sin verlo. Regresa constantemente a mí su imagen y el recuerdo de aquel año en el que me tocó en suerte trabajar como profesora y tutora de un grupo específico de educación compensatoria. Yo no era la indicada; no estaba ni estoy cualificada para ello, pero así son las cosas, hay que trabajar al dictado de quienes organizan y disponen, muchas veces de manera arbitraria, quién enseña, qué enseña, dónde lo hace y a quién dirige sus esfuerzos.
Ya referí en una entrada del blog, a propósito de otro alumno que conocí aquel año, en qué consistía este tipo de agrupamiento escolar. Para formar parte de un grupo como este, los alumnos deben reunir dos requisitos, por un lado haber repetido al menos dos cursos, con el consiguiente desfase académico, y, por otro, estar en riesgo de exclusión social.
Para algunos de los alumnos que fueron propuestos ese año ya era la segunda vez en compensatoria. Sin embargo, para Samuel y para mí supuso una experiencia totalmente nueva, un reto que, al principio, a mí, en calidad de docente y tutora, me pareció inasumible.
Mi predecesor como responsable del grupo era profesor de Plástica, especialista en Bellas Artes; mi especialidad como docente es Lengua y Literatura. Ninguno de los dos contábamos con los recursos didácticos y pedagógicos apropiados para enseñar a chicos que, aunque oficialmente estuvieran matriculados en 1º de ESO, presentaban un nivel académico de 3º, 4º o 5º de primaria, según los casos.
El equipo docente seleccionó para mi clase once alumnos (diez españoles y un rumano, todos de etnia gitana). La mayoría de ellos había estado durante largos periodos de su educación primaria sin escolarizar. Hay que puntualizar que no estamos ante niños con deficiencias intelectuales; en muchos casos tienen un gran potencial. Son víctimas de la dejadez familiar, de la falta de perspectivas de futuro que su propia comunidad les plantea en el horizonte, víctimas de un entorno económicamente desfavorecido, del prejuicio social…
Lo más desolador de la situación no es descubrir que un chaval de instituto no sepa leer o dividir, o que ignore casi todo del mundo que le rodea. Lo que más me impactó desde el principio fue su absoluta indiferencia hacia todo lo relacionado con la escuela. “Profe, yo no necesito estudiar. Me voy “a la chatarra o a la fruta” o “a mí no me hables de multiplicaciones, que yo ya estoy pedida, me voy a casar y solo vengo para que no nos quiten la ayuda y no venga la policía a buscarnos…”.
Así que, con ese espíritu, suena el timbre, entran al aula, se acuestan sobre la mesa, sumidos en la modorra, la desidia y el enfado, en un gesto de rebeldía ante lo que consideran un encierro, un tremendo castigo, tantas horas allí con alguien (la "paya" de la profe) que no sabe ni cómo enfrentarse al panorama.
Y, precisamente, en ese poco halagüeño contexto me encontraba aquel otro otoño, cuando conocí a Samuel, "el gitano rubio de ojos azules, que quién diría por su aire infantil y candidez respecto a los demás compañeros que iba a ser también carne de cañón para la implacable presión de grupo, la de su comunidad, la del prejuicio y la cruel etiqueta.
Transcurrieron los primeros días de curso, y Samuel, junto a Nano, otro chavalín del barrio, aún a medio hacer, afortunadamente, y por ello rescatable, eran los únicos que asistieron a mi clase más de tres días seguidos. Ambos se concedían, con el visto bueno de sus padres, un día más de descanso que añadían al fin de semana, así que el viernes era para mí un día de soledad y frustración profesional.
Cuando venían, Samu y Nano terminaban mostrándose accesibles a las actividades que yo les iba proponiendo. No podía ser muy ambiciosa; si hubiera llegado a clase con los libros de texto al uso o con altas expectativas respecto a los contenidos, directamente me habrían mandado a paseo (bueno, ellos no lo habrían dicho así), de manera que tuve que adaptarme y muchas veces improvisar para "atacar" su materia gris sin que ellos descubrieran mis armas e intenciones. Aprendimos a jugar al ajedrez, nos atrevimos con decenas de "cruciletras"; hicimos manualidades a pesar de lo mal que se me dan a mí las cuestiones plásticas y también leíamos...
Al final del primer trimestre, Samuel se me acercó inquieto; quería preguntarme cómo podía hacer él para sacar un sobresaliente (decía que nunca había tenido uno). Le contesté que, si esa era su intención, no tenía más que acompañarme a la biblioteca del instituto y comprometerse a leer al menos un par de libros y demostrarme, eso sí, que la lectura había sido provechosa (se me olvidó comentar que mi alumno tenía un nivel de lectura espectacular teniendo en cuenta su edad y nivel académico. No sabría apenas nada de sustantivos y verbos, pero leía con una velocidad, entonación e intención admirables).
Aquel mes de enero comenzó su procesión, cargado de libro, del instituto a su casa y de su casa al instituto. Era su único material escolar; no llevaba ni mochila ni libros de texto ni estuche; todo se quedaba en el aula para asegurarme de que, llegado el caso de que quisieran trabajar, disponíamos de todo lo necesario. Así fue cómo Samuel decidió llevarse el libro de la biblioteca envuelto en una bolsa verde de mercadillo, bajo el brazo, jurándome y perjurándome que no se le caería en ningún charco ni circunstancia callejera.
Fue tanto el interés que vi en él en aquella época que me lancé a querer explicarle contenidos, de aquí y de allá, unos de gramática, otros de sociales, otros de ética o geografía. Había muchas lagunas por cubrir y era preciso aprovechar su repunte de entusiasmo. Yo le hablaba y él, a ratos, parecía aburrirse como una ostra, pero, a veces, se le iluminaban los ojos y parecía estar viendo el mundo desde otro prisma, extraño y apasionante (por desconocido) para él. Y, en una de esas, un día en que quise explicarle cuestiones relacionadas con los verbos, sus tiempos, aspectos y modos, Samuel me interrumpió de repente para decirme: "Ay, profe, no sé qué me pasa... Cuando tú me explicas, hay veces en que siento... No sé cómo decir... Siento como que me crece el cerebro... Siento hasta que me duele y todo...". Y entonces se me paralizaron a mí los sustantivos, adjetivos y endemoniados verbos. ¿Qué podría contestar? "Bueno, Samu, no te apures, que esto del cerebro debe ser como cuando uno hace deporte la primera vez después de mucho tiempo, que siente agujetas porque los músculos han hecho un sobreesfuerzo...".
¡¿Qué más podía decir la profesora?! Este chico era un diamante en bruto, una semilla esperando el riego oportuno... Seguimos leyendo, "Manolito Gafotas", "Los Futbolísimos", fragmentos adaptados del "Quijote" con los que terminaba rulado de risa porque aseguraba poder imaginarse a Sancho y a don Quijote en el pasaje de los batanes o luchando con molinos confundidos con gigantes. Aquellas sesiones se convirtieron en mi bálsamo contra la frustración que me provocaba ser profesora en aquel contexto tan adverso.
Poco antes de la primavera, Samuel decidió leer un libro de los propuestos en los listados de lecturas de 1° de ESO, uno de un autor de literatura juvenil, "El asesinato de la profesora de Lengua", de Jordi Sierra i Fabra. Tanto le gustó que lo primero que hacía cada día era hacerme la sinopsis de lo que iba ocurriendo en aquella historia de alumnos curiosos y profesores provocadores. "¡Cómo mola, profe!". ¿Sí? -le contesté-. ¿Y te gustaría entonces que escribiésemos una carta al autor, contándole tu historia y cómo has llegado a emocionarte y disfrutar de su libro?
-¿Y crees que nos contestará?
Silencio... "Bueno, no perdemos nada, ¿no crees? Y, si lo hacemos, aprenderás cómo escribir una carta y te ayudará en tu sobresaliente... ¿Cómo lo ves?
Los dos nos vinimos arriba y nos dispusimos en nuestros ratos de soledad, que eran muchos dado el absentismo del grupo, a escribir aquel correo, aprendiendo a manejarnos con el ordenador e internet. Yo busqué en Google una dirección a la que poder mandar aquella misiva a Jordi Sierra i Fabra, poco confiada en que nuestro atrevimiento pudiera obtener respuesta.
¡Cuál no sería mi sorpresa el día en que encontré en mi bandeja de correo electrónico un mensaje del mismísimo Sierra i Fabra! En el primero que nos mandó nos expresó lo entrañable y extraordinaria que le había parecido la historia de Samuel y su afán por sacar sobresalientes, aun a pesar del "dolor de cerebro". Prometió que, tan pronto pudiera, escribiría una carta a mi alumno, para poder contarle con detalle su propia historia de niño. Y así lo hizo, a los pocos días, aplaudiendo los esfuerzos de Samuel por superarse, animándolo a seguir trabajando y transitando por el camino de los libros. Jordi le contó que cuando él era niño también tuvo que luchar y superarse (era "muy tartamudo", según refirió); se dedicaba a vender pan seco y periódicos viejos para ganarse dos reales y poder alquilar un libro ¡cada día! Los devoraba en apenas dos horas. Nos aseguró que todas las lecturas de su infancia y juventud le terminaron convirtiendo en lo que es hoy, a pesar de que la maestra que le cayó en gracia lo llamaba "inútil" y aseguraba que sería un fracasado. "¿Sabes que te envidio? Lo tienes todo por delante, un mundo entero. Pero depende de ti que sepas aprovecharlo", añadía Jordi. ¡Qué contentos nos pusimos Samuel y yo con aquella carta! ¡Qué importantes nos sentimos en aquel momento!
Una de las frases que más gracia le hizo al chaval fue aquella con la que el escritor le decía que le había impresionado saber que sentía como que le crecía el cerebro cuando leía, "pero no me río -proseguía Jordi-, que así son las cosas y la vida misma a veces duele. No te detengas porque sientas que se te gasta el cerebro y, si hace falta, alquílate otra cabeza! Saber te da felicidad, porque entiendes de qué va esta película en la que estamos. Ignorar es morir en silencio".
Aquel episodio representó para la profesora y el alumno un soplo renovado que nos animaba a seguir con nuestro propósito lector. Una ilusión quedó en el horizonte, la invitación personal que Sierra i Fabra hizo a Samuel para acudir a la Feria del Libro de Madrid y poder así conocerse en persona. Samuel ignoraba qué era aquello de la Feria o dónde estaba el parque de Retiro del que le hablé para explicarle dónde se celebraba el evento. Aún quedaban unos meses para el encuentro; creí que todavía tenía tiempo para ilustrarlo y mantener viva la llama que había quedado prendida en su interior.
No nos duró mucho la alegría. Los primeros días después de la anécdota, Samuel no paraba de hablar del tema con algunos compañeros y, según me contó, en su casa trataba de explicar a los padres lo que le había pasado y lo importante que era ese señor que le había escrito. "Pero, profe, mi madre es una ignorante y dice que no me quiere verme tratar con señores mayores desconocidos, que vete a saber qué quieren de mí...". "No seas duro, hombre, tu madre, como todas las madres, solo intenta protegerte de lo desconocido, porque teme que pueda sucederte algo. Yo intentaré convencerla".
No pudo ser. No hubo forma humana de hacer ver a aquella familia que en la vida de su hijo se había abierto una ventana nueva al mundo, que ahora se sentía motivado para seguir descubriendo cosas en los libros e intentar ser algo más que vendedor de naranjas en un mercadillo.
No pudo ser tampoco con los demás compañeros de clase, que ejercieron una brutal presión de grupo sobre Samuel, haciendo chanza sobre su gusto por la lectura, por andar siempre con la profe en la biblioteca, como si aquello le restase puntos en su condición de proyecto de hombre gitano. Se ve que lo gitano andaba reñido con la cultura, el saber y la idea de un futuro prometedor. Y así fue cómo, poco a poco, terminaron entre todos minando los ánimos de mi pupilo, que en unas semanas ya había terminado por alejarse de mí; me rehuía; agachaba los ojos cuando le preguntaba por los libros; comenzó a ausentarse de las clases y a hacer piña con los más díscolos de su grupo.
Me costó aceptarlo y, hasta el último día, no cejé en mi intento de conseguir que Samuel viniera conmigo a conocer a Jordi a la Feria del Libro. Les dije a sus padres que, aunque fuera sábado, pasaría a recogerles al barrio y les acompañaría hasta el Retiro. El día de antes les llamé para confirmar nuestra cita; con una improvisada excusa de la familia terminó muriendo mi ilusión. Tuve que acudir sola a la caseta en la que Sierra i Fabra firmaba libros; habría sido poco educado faltar a su invitación. Bueno, sería injusto decir que fui sola, porque mi familia al completo quiso acompañarme a mí "encuentro literario". Así llegué hasta el lugar convenido; con gesto desolado, me presenté como la profesora de Samuel y le expliqué como pude las razones por las que el muchacho no me había acompañado. "Mujer, no te culpes -comentó el escritor-, no has podido hacer más. Debemos confiar en que, ahora que ya ha entrado un nuevo rayo de luz en su cabeza, él mismo será capaz, cuando llegue el momento y cuente con más madurez, de rebelarse contra quienes quieren poner barreras a su futuro. Lo importante es que Samuel ya sabe que al otro lado hay un mundo entero por descubrir...".
Me habría gustado otro final para esta historia. Creo que no es sólo una anécdota profesional, sino la punta del iceberg de un problema con raíces profundas, de índole cultural y social. Mi intención no es hacer un análisis de la situación escolar de una gran parte de los alumnos de etnia gitana; ni buscar responsables. Yo solo soy la que durante nueve meses tuvo que enfrentarse a una realidad inquietante: niños, casi adolescentes, abocados a un futuro incierto, a los que parece imposible convencer de que hay otro camino transitable, distinto al de la venta ambulante y el mercadeo de chatarra, que si estudian y se preparan pueden romper con el estereotipo social, con la etiqueta prejuiciosa que el sistema les endosa por defecto. Para ellos, todo eso es “apayarse”, o lo que es lo mismo, convertirse en payos al intentar imitar su estilo de vida, faltando por tanto a su condición gitana y defraudando a los de “su raza”, como declaran ellos con orgullo.
Hace apenas dos días, mientras daba forma a este texto, pregunté al compañero de Matemáticas que sigue trabajando en aquel centro si sabía algo de Samuel. Me alegró enormemente saber que sigue allí matriculado, en 3° de ESO, aunque sea repitiendo curso. Según me dijo el profesor, se le ve bastante centrado y tranquilo... Lo mejor es que, a pesar de los potenciales peligros que podrían haber forzado su salida del sistema educativo, Samuel ha conseguido mantenerse, quizá motivado por su pasión por el fútbol (en el equipo en el que entrenaba era un requisito ir al instituto y rendir todo lo posible), y no caer en las trampas que otros antes que él ya encontraron en las calles.
Quizá dentro de no mucho se acuerde de un escritor que quiso conocerlo y preguntarle por sus agujetas neuronales o de la profesora que se empeñó en llevarle a un lugar de la Mancha. Yo seguiré esperándolo, entre molinos y batanes, por si algún día quisiese lanzarse de nuevo a la aventura del saber. Confío en que mi espera no sea en vano...