Monasterio de Prestado de El Escorial |
Llevar el timón de una
familia numerosa se antoja fatigosa misión a todos los que se nos acercan... No
sé cómo puedes, ay, pobre, y tres niños, con lo que guerrean y alborotan... Pues
sí, qué le vamos a hacer, que la demografía no crece por generación espontánea
y la genética familiar nos ha dejado permanente el cromosoma Y... y, precisamente, con lo que
nos ha costado criarlos, con el desgaste físico, material y emocional que
supone la paternidad, no vamos a quitárnoslos de encima, así, como quien no
quiere la "cosa", sólo porque estemos cansados de no ser otra "cosa" más que
"papá" y "mamá". Atrás quedaron nuestros nombres; a quién
le importa ya.
La travesía puede
resultar a veces lenta y pesada; no parece haber orilla a la que arribar para
soltar el ancla y sosegarse un poco. Uno piensa, madre mía, conforme está el
panorama, hasta que estos hijos míos se independicen, allá para su cuarentena,
cuando yo ande rondando los setenta inviernos, poco rumbo quedará por perseguir
y alentar... ¡Qué misión tan larga y cuánta responsabilidad encierra, capitán!
Muchos lunes, a pocos
minutos de que suene el timbre para que empiecen las clases, los profesores nos
tomamos un café arrebatado para empezar la mañana. No deja de sorprenderles
verme el primer día de la semana con una sonrisa de oreja a oreja: "¿Cómo
es posible que puedas estar de buen humor...?". Pero, ¿cómo iba a poder
tener el gesto torcido si estoy plácidamente, tomando un café entre colegas
adultos, hablando de temas de mayores y con una semana de maravillosa rutina
por delante?
Cierro los ojos al tercer
sorbo y retrocedo en el tiempo cuarenta y ocho horas, por obra y arte del café
(con una gota de leche y sin azúcar), hasta el instante justo en que tomaba ese
primer expreso del sábado y emprendía la odisea familiar del día de
"no-descanso". A eso de las 6,30, sin clemencia, despiertan los tres chiquillos,
como polluelos hambrientos, ávidos de actividad.
Nos ponen a prueba desde
el minuto uno. Por las horas que son, y más si estamos en invierno, la primera
salida de emergencia pasa por la pantalla de casa y los endemoniados (y
adorados a partes iguales) canales de dibujos animados. Así, con los niños a
base de narcóticos televisivos (una amiga se refiere a la televisión como el
lobotomizador... ¡madre mía!), igual conseguimos que no nos echen del
vecindario. Al mayor aún podríamos convencerle de que, ya que madruga, lo mejor
que podría hacer es avanzar con sus deberes, o dibujar o leer... Pero con los
dos fierecillas, los casi gemelos, de 4 y 3 años, no hay mucha opción para
dialogar, razonar y persuadirles de que estén tranquilos, haciendo puzles o
montando castillos.
Debe ser por el nivel de
testosterona acumulado en mis cuatro paredes; está comprobado, apagamos la
tele, en un ataque de conciencia y responsabilidad pedagógica, y en menos de
diez minutos se ha desatado una batalla en el salón. Según los días puede
tratarse de un combate con los cojines del sofá, un cuerpo a cuerpo como
pequeños luchadores de sumo o carreras de coches... Son las siete y algo de la
mañana. Fuera hace frío y dentro se masca la tragedia: alguno de los tres va a
salir mal parado, o bien uno de los progenitores sufrirá un colapso y, después
de una vuelta de cuello a "lo niña del exorcista", se le desbocarán
todos los sapos y culebras conocidos y por conocer...
Así que, antes de que
queden desatadas las furias, uno de los dos, normalmente el padre, que es más
aventurillas, pone sobre la mesa el plan de emergencia: piedra, papel o tijera,
uno se va con los tres a la calle a explorar el entorno.
- ¿El entorno, dices? ¡Pero si ahí fuera
hace un frío que pela y todavía no ha salido el sol!".
-"Hazme caso. Tú, si no quieres venir, quédate estudiando, descansando o recogiendo el escenario de guerra. Aprovecha. Nosotros vamos a dar una vuelta...".
-"Hazme caso. Tú, si no quieres venir, quédate estudiando, descansando o recogiendo el escenario de guerra. Aprovecha. Nosotros vamos a dar una vuelta...".
Y así se iban, abrigados
hasta las cejas si era invierno; a pie, el padre y el hijo mayor y los otros
dos, en un carro gemelar mastodóntico, cuando eran más chiquitines, siempre
equipados con la mochila de "combate", a saber, bolsa provista de
agua, algo para picar, pañales, toallitas y ropa de cambio. Ése es el
"kit" básico; otras versiones más sofisticadas llevan botiquín de
primeros auxilios y ungüentos varios para posibles percances. Hala, móvil
cargado por si hay que avisar a emergencias y ¡marchando!
Primera parada técnica,
apenas siete minutos después de haber salido de casa, la churrería de Antón, un
lugar pequeño, pero que, al calor del aceite en ebullición para las porras
madrileñas, procura a la expedición un poco de calor, amén de una vehemente
conversación con el dueño del local. Antón es un hombre de unos cincuenta, de
nacionalidad rumana, mentalidad muy convencional e ideas inamovibles. Siempre
atiende a mi familia a las mil maravillas; mientras va sirviendo tres tazas de
chocolate caliente, unos churritos recién hechos y un café para el guía, el
churrero va preparando su batería de preguntas. Tiene que descubrir qué hace un
señor y tres niños dando tumbos por el pueblo, sin mujer que le acompañe,
"pobre hombre", pensará Antón, "por ahí tirado desde el alba,
que dice que se va ahora por los caminales que bordean el pueblo". ¿Y
dónde dices que está la madre de estos niños? Escucha la respuesta con cara
desolada, sin dar crédito a que el hombre de la casa tenga que andar vagando
como alma en pena mientras la mujer se dedica a libros y otras martingalas...
En sus esquemas mentales no entra lo de la familia con cometidos repartidos
según necesidades, sin atender al rol hombre-mujer... No lo vamos a culpar,
encima de que aguanta a mis tres zagalillos en torno a su mostrador. Mientras
dura el chocolate en la taza, bien, pero cuando se acaba el asunto, revolotean
y zumban hasta enloquecer al padre, al churrero, a los clientes mañaneros que
se llevan los churros a casa y hasta el pobre perro, de nombre Thor, que está
atado a la reja de fuera esperando a sus dueños (don Andrés y doña Pilar), un
delicioso matrimonio casi octogenario que festeja la presencia de mis hijos con
generoso júbilo.
Cumplida la primera
estación. El avituallamiento de la churrería pone las pilas hasta al más aletargado
y apático de los expedicionarios. Anda pues, ahora seguimos camino, empujando
el carro de los pequeñajos, dirección a Las Cebadillas, ya a las afueras del
pueblo, cruzando la carretera que está a las espaldas de la iglesia de San
Bernabé. Antes de adentrarse a la zona de las fincas particulares, algunas
dedicadas al cultivo y otras al cuidado de animales, vacas, bueyes y caballos,
hay que cruzar una amplia zona que, en la época de fertilidad inmobiliaria, fue
recalificada para ampliar la zona de viviendas de El Escorial. Las calles están
trazadas y los servicios de alumbrado y saneamiento están esperando a que se
restaure la actividad económica para que el negocio de la construcción levante
otra remesa de casas unifamiliares. La pena es que este ladrillo sobre ladrillo
termina arrebatando terrenos a la naturaleza y a la historia. Al hombre no le
debería estar permitido invadir los pocos rincones vírgenes del planeta, porque
siempre termina arrasando con todo, sin miramientos. Esto pienso cuando pongo
los ojos en la ladera del monte Abantos y la veo ribeteada con una hilera de
dúplex. Antes había bosque. Un incendio, dicen...
Rebasando estas primeras calles de asfalto sin casas, en seguida se retoma el camino empedrado del
campo, el que atraviesa las tierras de los paisanos escurialenses que consagran
sus días al ganado y la agricultura. Aquí ya se hace más complicado andar
puesto de carro gemelar, de casi dos metros de longitud, con el traqueteo del
trazado y la queja inevitable de los hijos, aunque bien es cierto que, a fuerza
de costumbre y repetido trayecto, el avezado conductor ha terminado por hacerse
con cada uno de los baches que sortean el caminito. "¡Mirad, chicos,
caballos y ahí, vacas!". Hasta un zorro muerto han llegado a ver; el colmo de experiencia silvestre les hizo
espectadores del violento enfrentamiento entre una culebra y un lagarto. Días
estuvieron contando la anécdota. Superado el pequeño trauma de tener que asumir
qué es eso de la cadena trófica y que el grande se suele comer al pequeño,
todos se sintieron felices de saludar y admirar a los bichos del lugar. Luego
tocará el remate de la excursión, rebasar un arroyo que pasa por las fincas y
que las provee de agua para el riego. Cuando al llegar a casa me relatan los
detalles transfluviales entro en pérdida, como los aviones: "con el carro
y tres niños ¿¿¿te atreves a saltar un riachuelo???", otra vuelta de
cuello en el exorcismo de madre irritada... "Nada, no te preocupes, si sólo
se han mojado un poco y, ya de regreso, nos ha salido al paso un señor de una
de las fincas, que dice que nos ve siempre explorar por la zona, y nos ha
invitado a pasar...". Y así, conocieron a Carlos, y al pony Mayo, al
caballo Starlight, a las gallinas y las ovejas... Cada vez que surgía el plan
dominguero en modo "scout", se hacía obligada la visita al amigo,
"el de los animales", como empezaron llamándole mis hijos.
Carlos debió pensar lo
mismo que Antón el primer día que vio a mi familia, tan temprano, investigando
casi en los confines del pueblo. Mi marido llegaba a casa explicándome la
cantidad de cosas que habían aprendido los críos: han dado de comer a las
gallinas, han montado al pony, han corrido con las ovejas y, mira, hasta huevos
recién puestos traemos. Este señor prepara su propia pomada para picaduras con
la cera de sus abejas. Y yo, una vez sobrepuesta a la tensión de imaginarme al
trío calavera con los dientes en el suelo después de montar, terminaba
quedándome con la intriga de saber más de Carlos o de Valentín, su vecino de
finca, que también saludaba con afecto a los míos y que, incluso, en alguna
ocasión nos ha obsequiado con frutos de la tierra, como coliflores y acelgas.
Después de un tiempo tuve
que animarme a participar en una de esas incursiones rústicas, no sin antes
parar a saludar en la churrería y demostrar con mi presencia que existo y que
no soy una madre desalmada; a veces, en el colmo de mi entrega a los hijos,
hasta empuño el carro y lo empujo. Antón no está muy por la labor de conversar
conmigo; a él le gusta polemizar sobre temas de hombres y yo no doy mucho
juego. Su mujer, Coca, que trabaja de cocinera en un restaurante cercano y también
colabora con la elaboración de los churros y las porras, me sonríe cómplice
desde su puesto de mando con la masa entre las manos y el aceite borboteando.
Tiene cara de mujer sabia, aunque trabaje en silencio, un poco a la sombra del
verbo del marido.
Una de esas mañanas, por
fin, tuve el honor de conocer a Carlos. Debe tener la misma edad que tendría
ahora mi padre. Es un hombre sencillo, afable y lleno de sorpresas. Ya tenía
noticias de que nuestro amigo no era un labriego sin más. Sus desvelos hacia el
gallo, las gallinas y el pequeño corderito recién llegado, al que da el biberón
con mimo maternal, quedan elevados casi a experiencia mística, porque con
Carlos, el modesto carnicero, transformado en jardinero por el devenir de la
vida, toda conversación está rodeada de un apacible halo de espiritualidad. Con
un lenguaje llano, aunque lleno de sabiduría (de la popular y de la libresca),
nuestro amigo desmenuza las verdades existenciales al tiempo que brinda
exquisitos trozos de pan duro a las ponedoras de su corralillo. Habla de los
trabajos del alma en su vida terrena; de la Divinidad y de las exigencias que
implica querer aspirar a ese plano extracorpóreo... No deja de sorprenderme que
un paseo por el pueblo pueda terminar con unos diálogos casi místicos, con un
señor que ha terminado por convertirse en el arquetipo del "beatus
ille" ("feliz aquél") que imaginaba el poeta Horacio. Y,
efectivamente, Carlos está consagrado al ocio campestre del sabio, que observa
la naturaleza y se deleita con ella, con las estaciones y sus inmutables leyes
cíclicas... Contemplando el tiempo, como parte del tiempo, que pasa y parece
haberle traído desde el pasado. Porque él es un viajero, un mensajero de la
vida, quizá de otras vidas, que nos trae al común de los mortales el
conocimiento acumulado de las generaciones que nos anteceden y que pisaron esta
tierra antes que nosotros. Allí mismo, en su finca, se apilan unas enormes
piedras, seguro que milenarias; él está convencido de que se trata de un altar
celta, en el que se celebraban liturgias para conectar con el universo y los
seres supremos. Sí que es verdad que el ambiente natural que nos rodea al
entrar por aquella puerta nos envuelve y nos hace sentir algo mágico: se nos
relajan los circuitos, se esparcen las emociones y caen al suelo las máscaras.
Allí, con Carlos, somos nosotros mismos, con nuestras luces y sombras, y
acabamos confesando tristezas y alegrías. “Cuídate, mujer, que tu mirada anda
cansada y tienes que velar por el batallón. Come más fruta y no te preocupes
tanto…”. Madre mía, si parece que es capaz de atravesar mi retina, ver por
dentro y comprenderme…
Así es nuestro amigo,
granjero, agricultor y escritor… Sabe de letras; no hay más que escucharle. Me
dejó extasiada el día en que, como si nada, mientras arreaba a las ovejas para
que regresasen, comenzó a hablar de Santa Teresa de Jesús y de su estrecha
amistad con San Juan de la Cruz, unidos ambos por el amor a Dios y la
experiencia mística brindada a través de los versos. Carlos me refería
anécdotas sucedidas cuatrocientos años atrás, como si les hubiera conocido y no
sólo a través de la poesía. Aquella mañana terminó con un profundo diálogo
sobre los misterios del mundo, del ser humano y de la vida misma. Ya cuando
estábamos a punto de despedirnos, nos invitó a un concierto de violonchelo que
iba a celebrarse ese fin de semana en el Monasterio de Prestado. “¿Perdona?
Pues no sé yo dónde está ese sitio…”. Se quedó perplejo ante nuestro
desconocimiento y yo aún todavía más al saber por su boca dónde está, qué fue y
qué es hoy ese edificio de la Leal Villa de El Escorial.
A dos calles de mi casa,
en frente de la plaza del pueblo, donde está el Ayuntamiento, hay una fachada
de piedra, como tantas otras encontramos en esta zona de la sierra. Luce una
austera puerta de madera adintelada y tres filas de ventanas, una por cada planta. Contiguo a
este edificio se levanta otro, el de la oficina de Correos. A quien no es de
aquí y no conoce la historia, poco o nada puede hacerle pensar en la
importancia del lugar. A mediados del siglo XVI, esta casa (llamada entonces “La
casa de los Rubios”) fue comprada por los monjes jerónimos, que llevaron a cabo
las primeras obras de acondicionamiento para que pudiera albergar al mismísimo
Felipe II, cuando acudía a visitar las obras del Monasterio de San Lorenzo (el
que hoy todos conocemos y al que debemos la expresión “la obra de El Escorial” al
referirnos a algo que nos ha llevado mucho tiempo y dedicación). Imagino que
por esta razón, por alojar al Monarca en su larga espera, la Casa del Rey que
hay cerca de la mía recibe el apelativo “de prestado”. En este momento, Carlos
aprovecha para comentarme cosas interesantísimas sobre el Rey “Prudente”, su
secretario Antonio Pérez y las leyendas que giran en torno a ambos y a Ana
Mendoza de la Cerda, la princesa de Éboli… Este amigo nuestro, “el de los
caballos”, cada día nos sorprende e ilustra más.
El Monasterio se
convirtió más tarde en vivienda del Padre Campero (administrador, según tengo
entendido, de todas las propiedades de los monjes en El Escorial) y después en
Horno de Vidrio. Durante la Guerra de la Independencia sufrió un devastador
incendio, ocasionado –nos informa nuestro guía- por los soldados franceses
cuando abandonaron el pueblo tras la derrota. Había sido su centro de
operaciones y, al tener que marcharse, se encargaron de condenarlo a las
llamas. Quedó destruido y abandonado, hasta que en 1880, Federico Fliedner,
pastor alemán de la Iglesia Evangélica, lo adquiere y restaura para convertirlo
en un centro de difusión cultural y residencia para niños necesitados del
pueblo. El dintel de su puerta reza: “Post fata resurgo” (o “después del hecho
resucita”, como el Ave Fénix, que resurgió de sus cenizas). Y así fue y sigue
siendo. Actualmente, el edificio es propiedad de la Fundación Federico Fliedner;
es un centro de espiritualidad, cómo no serlo entre muros centenarios y
teniendo un jardín tan hermoso… Y en este punto volvemos a Carlos, pues a él,
que había trabajado como jardinero durante años, acudieron los religiosos de la
magna casa para intentar devolver el esplendor a aquel patio histórico que
durante años se había mantenido asilvestrado, sin cuidar. “¡Qué honor!”, debió
pensar nuestro amigo.
Monasterio de Prestado, El Escorial |
Puerta exterior del Monasterio de Prestado. Mirad el dintel: "Post fata resurgo" |
Así que, la primavera pasada, se encargó de acondicionar
el jardín, desbrozando, plantando árboles y flores y recuperando otros. “Venid
a verlo; ahora que se ha recuperado ese maravilloso espacio se puede visitar una
exposición de escultura, al aire libre”. Maravillosa, sin duda. De nuevo, “Post
fata resurgo”, porque, gracias al sabio ingeniero de almas y flores, los
Jardines del Monasterio de Prestado acogieron hace un año el ciclo “Clásicos de
verano”, organizado por la Comunidad de Madrid. Después de esta maravillosa
historia descubierta a través de Carlos, no podía faltar a la cita. Él mismo
dispuso las sillas en torno al pequeño escenario; un jardín amorosamente regado
y preparado para el concierto “Música de cámara en entornos históricos”.
Sentada en medio de la historia, en medio de la belleza, respirando música y
amistad… ¿Podéis escucharlo? Ningún avatar parece ahora alterarme, ni niños
madrugadores ni noches maternales en vela. El mundo parece incluso un lugar
mejor. Y pienso: “Post fata resurgo…”.
En la última fotografía aparezco con mi amigo Carlos, en los Jardines del Monasterio de Prestado de El Escorial. Hemos estado conversando sentados en uno de los bancos originales del siglo XVI. Apenas hace un año de aquel primer concierto; el jardinero sabio ha devuelto el verde esplendor a este histórico espacio. Ahora tiene un huerto, como al parecer lucían los antiguos jardines reales, y un rincón de "botica", en el que Carlos ha plantado multitud de hierbas medicinales. Y un hermoso estanque...
El próximo reto es excavar la tierra sobre la que estuvo construida la primera iglesia de El Escorial. Se conservan los cimientos; la pared en la que estaban la puerta y la ventana que daban a la calle; el relicario y la zona del altar... Hacia él mira el lateral del Monasterio, donde se situaba la habitación del Rey, que comunicaba directamente con el templo para que pudiera escuchar Misa sin salir de sus aposentos... Una vez que Carlos se asegure de que en ese suelo no queda ningún antiguo objeto que rescatar, lo acondicionará para convertirlo también en jardín.
El próximo reto es excavar la tierra sobre la que estuvo construida la primera iglesia de El Escorial. Se conservan los cimientos; la pared en la que estaban la puerta y la ventana que daban a la calle; el relicario y la zona del altar... Hacia él mira el lateral del Monasterio, donde se situaba la habitación del Rey, que comunicaba directamente con el templo para que pudiera escuchar Misa sin salir de sus aposentos... Una vez que Carlos se asegure de que en ese suelo no queda ningún antiguo objeto que rescatar, lo acondicionará para convertirlo también en jardín.
Ha sido una deliciosa charla, amenizada con música clásica y las voces de mis hijos jugando bajo las sombra de la higuera... Iba de camino a comprar el pan y me paré en el Monasterio de Prestado a saludar...
Grabado de la puerta del Monasterio |