En alguna de las primeras clases de mi asignatura suele salir el tema del lenguaje humano, ese maravilloso don, espejo de nuestra inteligencia y de nuestro mundo interior que los profesores nos esforzamos por desmenuzar para desentrañar su esencia e intentar insuflar en nuestros alumnos el amor por la palabra.
Según sabemos, ya los Neanthertales contaron con un sistema de comunicación bastante parecido al código verbal del Homo Sapiens Sapiens. Haciendo un ejercicio de humildad, a sabiendas de que esto del hablar nos viene de lejos y nosotros, los humanoides parlantes del siglo XXI, no somos los únicos elegidos, nos arriesgamos a jugar con la imaginación: "Profe, los "homo esos" seguro que dirían cosas como "comer", "cazar", "peligro", "bisonte"...". No está nada mal la hipótesis; es lógico, pero yo les sugiero algo incluso más sencillo y también, más humano.
Cerramos los ojos y viajamos con la mente hasta una sima, la de los tiempos en que no había nada de nada, ni carreteras ni casas, alrededor de nuestra cueva. Nos adentramos en su oscuridad, sin miedo cuando escuchamos a los murciélagos, y nos dejamos guiar por un leve resplandor.
Una vez allí, adivinamos una figura que suponemos de mujer, pues entre los brazos estrecha al pequeño de la familia. Arropados por la hoguera, los dos nos parecen casi uno, porque el bebé se esconde al cobijo de su madre, que lo amamanta y arrulla entre sonidos casi melódicos.
Crepitan los restos del fuego, y vemos, sorprendidos, que no nos diferenciamos tanto de los Neanderthales en las cuestiones más primarias. De repente, el lactante separa la cabeza del pecho materno, levanta la mirada para examinar su rostro, casi en sombras; no importa, el afecto de una madre puede sentirse hasta con los ojos cerrados. Juega entonces con la boquita para hacer sonidos con los que llamar su atención; ya sabe juntar los labios y hacer salir de allí algo que suene bonito y que haga que ella lo mire.
Y sin saber que estaba siendo el primer arquitecto del lenguaje, casa una sílaba con la siguiente, igual que la primera, para no arriesgar demasiado, y de su boca brota la palabra, la semilla, el germen de todas las venideras. Él dijó "mamá" y su madre ya tuvo nombre; ella lo miró; congeló por un momento su gesto, quizá sorprendida de ser llamada por primera vez, e inmediatamente dibujó una amplia sonrisa, buscando en su cerebro y su corazón otra palabra con la que corresponder aquel regalo y bautizar a su "hijo", al suyo y a todos los hijos de la historia del mundo.
Desde aquel mágico y cálido instante en la cueva, la especie empezó a ser humana. El origen de nuestra privilegiada condición quedó formulada en dos contundentes sílabas ("ma-má"), coincidentes en casi todos los idiomas, y que, casi con seguridad (no científica, claro está) deben estar ya cifradas en nuestro código genético, en nuestro ADN de bípedo parlante.