Me trae la brisa del poniente el
eco vibrante del cobre, que viene de lejos, el golpe de la maza con la que se
llama a las gentes a la oración. Dieciocho colinas rodean el templo, aunque desde
cualquiera de sus cumbres puede uno sentir la caricia del salitre. Los dioses,
en su sabiduría, buscaron su descanso en un lugar donde la naturaleza, rica y
diversa, se hace única, donde cielo, tierra y mar, densos bosques y enormes
praderas se dan la mano. Así es esta región hindú de Kerala en la que nacieron
mis ancestros y yo misma vi la luz primera.
Venidos de todos los rincones de
nuestra vasta tierra, adoran los hombres al dios Ayyappan. Deben adentrarse entre los árboles que escalan la montaña
en dirección al templo, guiados por su fe y el sobrio tañido con que se adora
desde lo alto a la divinidad. Quedan las puertas
abiertas al mundo durante los días del Mandalapooja, justo antes de las nieves, para Makaravilakku, ya en el primer mes del año, y durante el Vishu, con
la flor de abril.
Recuerdo aquella primavera, la de
mi primera visita, de la mano de mi padre cuando a él ya le resultaba demasiado
cansado llevarme sobre sus espaldas. Lucíamos en el cuello una guirnalda hecha
con semillas de tulasi, pues ese era
el primer gesto con que daba comienzo el vatahm,
la penitencia que mis mayores iniciaban 41 días antes de emprender la marcha. Debían
entonces vestir de negro o azul, tanto al orar como en sus casas, realizar baños
dos veces al día, ingerir solo alimentos vegetales y no afear en ningún caso su
lenguaje ni conducta.
Los hombres purificaban de esta
manera sus cuerpos antes de llegar a Sabarimala.
Mientras avanzábamos, mi padre me contaba que allí, en aquel templo, fue donde
el Dios hindú Ayyappan meditó después de matar al poderoso demonio Mahishi. La gente sale de Erumely hacia
el río Azhutha; cruzando las montañas viene el cruce sagrado de Karimala y,
finalmente, hay que atravesar el río Pamba.
Salidos de las aguas, apenas unos kilómetros de sendero separan a los mortales
de la regia divinidad que consiguió aniquilar a la encarnación del mal.
En aquel camino había cientos de
hombres, unos jóvenes y fuertes, otros ya maduros; algunos portaban a sus
hijos, casi todos varones; niñas como yo, de corta edad, no debía haber más que
una decena, y mujeres, muy pocas, sólo aquellas que conservan la fuerza en el
cuerpo a pesar de frisar el medio siglo en años. Me decía mi padre, y así lo
aseguraban otros hombres que nos acompañaban, que en otras peregrinaciones las
mujeres no pueden contarse ni con los dedos de una mano.
La leyenda sagrada nos cuenta que
Ayyappa prohibió entrar a su morada a las mujeres en edad de engendrar, desde
que la sangre maligna las hace impuras, pues su vientre y sus pechos dan la
espalda a dios, ofreciendo su carne a la carne, poniendo los ojos solo en el
hombre. Las niñas se quedarán en sus casas al cumplir los diez años, junto a
sus madres, abuelas si son estas jóvenes, y todas las mujeres que aún se
encuentren en edad de menstruar. “El
dios Ayyappan es un Bramachari”, decía mi padre. Ya siendo mujer supe
qué querían decir aquellas palabras. Ese dios que solo abre sus brazos al
varón y desdeña la fe y las semillas de tulasi que cuelgan de nuestros hermosos
cuellos, hace siglos que renegó del placer de la carne, castigando con su cobarde
celibato a las mujeres de mi estirpe.
Cuando mis pies alcanzaron la
puerta del templo aquel día húmedo de abril, un rotundo sonido se me metió en
mi alma de niña; desde los oídos consiguió adentrarse con gravedad por entre
mis venas y pensamientos. Cada vez que el monje golpeaba con la maza el cobre
sagrado de Sabarimala, mi corazón bombeó con fuerza, con furia, pero también
con fe, para darme la valentía con que mirar a Ayyappan a los ojos y
preguntarle por qué, por qué yo no, por qué mi madre no, por qué mis hijas y
mis nietas, no.
No hubo para aquella niña
respuesta. Regresó a su casa, a su pueblo, para convertirse en mujer de la
tierra y de los hijos, también mujer del esposo. Mujer de todos, menos de sí
misma y del dios, pues para Ayyappan, ella tampoco era más que carne impura,
manos manchadas de sangre y de barro. Recordé muchas veces siendo joven el día
en que me sentí atravesada por el sonido sagrado del templo y quise aprender yo
a extraer de mi entraña las notas que anidaron mi corazón desde entonces.
Aprendí a tocar el punjab, a
tamborilear sobre su piel tensada los gharanas,
ritmos de mi tierra reservados casi siempre a los hombres. Y a golpe de tambor
me fui haciendo vieja, viendo a muchas niñas de la aldea visitar con sus padres
el templo de Sabarimala y a cientos de mujeres despedirlas, levantando sus
manos con tristeza y resignación.
Pero llegó el día; los cielos y
sus dioses, los del entendimiento y límpido espíritu, sabían que llegaría el
día. Fueron dos las valientes, que no siendo yo me representaban, con sus
cuerpos y sus almas, pues de mi hija y de mi nieta se trataba. Peregrinaron
camufladas con las prendas de hombre y sólo descubrieron sus rostros justo en
la entrada de Sabarimala. Las leyes de nuestro país ya habían dicho que aquella
prohibición debía ser abolida, por injusta y absurda, mas ninguna mujer se
había atrevido a encaminar los pasos hacia el templo, por miedo a la reacción
de sus esposos o vecinos.
Tan pronto como mi hija Neeja y mi nieta Divya, cuyo nombre significa “divina”, se postraron ante las
túnicas de Ayyappan, sintieron sobre sus cabezas la reprobación de los hombres
del templo, en forma de hiriente mirada y grito grosero, ese que tanto ofende a
los dioses en los días del vatham.
Algunos las empujaron; otros las escupieron, enloquecidos por una rabia que
parecía inspirada por el mismísimo demonio.
Terminaron siendo salvadas del horror
por la benevolencia de un monje de Ayyappan, que se apiadó de ellas y no dudó
en rescatarlas aunque ello le obligase a tocar dos cuerpos impuros. Ese día
comprendieron Neeja y Divya la gran
mentira del mundo y del hombre; vieron a los peregrinos piadosos transformarse
en fieras iracundas de corazón sombrío. Nada de dios hay en ellos; nada hay en
dios para el hombre.
Mi corazón pudo verlas allí, de
rodillas, insultadas y vejadas. Por cada grito de hombre, un golpe de mujer
sobre mi punjab. Esa era la llamada para todas las mujeres de Kerala, el
rotundo tambor que llama a la reunión y a la unión de las impuras. Que esta
sangre que nos une nos mueva. Ya no levantaremos la mano para despedir a los
peregrinos que parten hacia las montañas. Seremos nosotras quienes vayamos a la
montaña. Démonos la mano, tú conmigo, hermana; tiende la tuya a la hija, a la
abuela, a la nieta. Unidas con fuerza, desde la capital, en este primer día de
enero, recién comenzado Makaravilakku, hasta las mismísimas colinas que rodean
Sabarimala.
El “muro de mujeres” lo han llamado las gentes del mundo. Más de
seiscientos kilómetros de millones de manos unidas, de mujeres de Kerala que
han decidido que ellas también son dignas del dios Ayyappan y de cuantos haya
en la inmensidad del cielo.
Las más ancianas seguimos
apoyándolas a golpe de gharana, en armonía y fuerza consagradas a la misión que
la naturaleza nos reservó, la de dar vida y proteger la vida. Nuestras manos
entrelazadas han llegado hoy al templo, a pesar de todos los infieles que han
puesto el grito en cielo y en la tierra. Que suene hoy en todo cuanto conocemos la
música que nos llama a ser iguales a los ojos del mundo y del hombre.