miércoles, 11 de enero de 2017

Volviendo al cuento de nunca acabar


TEXTO: Emilia R. M.

FOTOS: Miguel J. Berrocal


Cada mañana, un trayecto casi diagonal en tren de cercanías, cuando el sol aún no ha salido, pero miles de personas ya marchan, cual ejército, camino de sus obligaciones. Es un viaje largo, de más de una hora, con un transbordo y numerosas estaciones de paso, unas en el subterráneo de la ciudad, otras al aire, marcando la dirección a la sierra. Me pregunto siempre cómo se pueden pasar tantas horas en un vagón sin terminar desquiciado con tanto empujón mañanero, tanta mezcla de olores, sonidos, voces, sintiéndose en medio de un cruce de miradas perdidas. Hay veces que cierro los ojos segura de poder llegar a escuchar los pensamientos de la chica que se sienta en frente de mí e intenta aislarse con sus enormes y noventeros auriculares.

Somos animales de costumbres. Después de practicar la misma rutina a diario, durante meses, uno terminaba por subir al mismo vagón del mismo tren en el exacto minuto en que lo hizo el día anterior, comprobando que esta maniática precisión es también buscada por los compañeros de viaje. Las caras se repiten cada jornada, tanto en el trayecto de ida como en el de vuelta.

Pasan 15 minutos de las 7 de la mañana; he salido del portal de mi casa para dirigirme a la estación más cercana. Tres manzanas después, ya he empezado a buscar en el bolso el dichoso billete, siempre escondido más allá de la funda de gafas, los pañuelos y el paquete de cigarrillos. Primera prueba: encontrarlo antes de llegar al torno de control de viajeros. Superada. Ahora empieza de verdad el periplo. Un rosario de personas bordeando el andén, con la cabeza girada a la izquierda para ver aproximarse en el horizonte la luz del tren procedente de Alcalá de Henares o de Guadalajara -cualquiera de los dos para en mi estación y lleva a quien monte en ellos al centro de la ciudad o a otros puntos del norte de Madrid-.

La gente aquí aún se dedica alguna mirada, sabedora de que, a lo mejor, el que tienes al lado es el mismo que te encuentras cuando vas a comprar el pan o quién sabe si tu vecino de arriba; es lo que tiene vivir en el mismo barrio, no eres el anónimo ciudadano presa de la despersonalizada ciudad, menos aún tratándose de un barrio como éste, sencillo, más humano, probablemente. En aquel andén, decía, los viajeros nos miramos a los ojos con cierta complicidad matutina, como diciendo, “vecino, compañero, ánimo, que el día no ha hecho más que empezar; quizá nos veamos dentro de doce horas, de regreso a casa”. Se dice pronto.

Una adormilada expresión maquilla mi rostro a las 7,30 de este primer día de regreso a la realidad, cuando por fin llega el convoy de Alcalá. Apuro el cigarro, respiro hondo y subo al vagón. Apenas treinta segundos después, un pitido fuerte e intermitente anuncia el cierre de puertas. No hay peligro, aún no somos los suficientes viajeros, cabemos holgadamente, sin necesidad de apretarnos unos contra otros al oír la señal. Siete u ocho minutos después, el tren entra en la estación de Atocha, el gran hormiguero de más de 7 vías donde se cruzan caminos, direcciones, destinos, vidas; en definitiva, personas.



Tengo que bajar de mi primer tren y esperar en el andén 1 a que llegue el que a las 7, 45 arranca rumbo a mi destino. Ahora somos muchos más en el trasiego viajero de las mañanas de Atocha. Cuidado, el bolso. Mira, hay grupos de personas que parecen conocerse después de tanto subir y bajar. Quién sabe si además de compañeros de tren lo son también de trabajo. Un hombre joven, maletín en mano, mira impaciente su reloj de pulsera. Aquella chica de auriculares lleva bajo el brazo un enorme libro de anatomía, quien sabe si, al final del viaje, será de anatomía forense.

¡Vamos por fin!, que arranque ya este tren, que casi se me olvidó haber desayunado. Hay empleados de la estación encargados de “remeter” bien a los viajeros en los distintos vagones; como si condujeran al rebaño, nos apremian para que vayamos subiendo, apretándonos un poco contra el señor de en frente, para que detrás de nosotros quepan otros tantos. Aprovechamiento del espacio y del tiempo; hay que cargar bien el tren para amortizar el viaje y hacer hueco en el andén, que pronto bajarán otros varios centenares procedentes de Aranjuez, para enlazar con el de Alcobendas. Venga, venga, suban, hagan hueco… Delirante, diría un amigo mío. Ni que fuéramos al campo de concentración, oiga… Bueno, bien visto, a lo mejor somos eso, esclavos condenados a otro campo de concentración, disfrazado de modernidad y democracia. Un mismo y engañoso lema: “El trabajo os hará libres”. Escalofriante, diría ahora yo. Pues eso, vamos camino del trabajo, de la mentirosa libertad.

Estamos todos montados. Todavía no he conseguido asiento; para eso me quedan aún más de cinco estaciones, atravesar la ciudad por la oscuridad de los túneles del cercanías y leer, por lo menos, los titulares del día en el periódico del señor con el que comparto frontera textil (que casi vamos del brazo, vaya). Bajo un poco los ojos para intentar leer sin gafas las noticias, mientras la señora de atrás me clava el aliento en la nuca. Puedo sentir su cálida respiración detrás de mí; también, el intenso pachulí que eligió esta mañana para ir a trabajar. ¿Qué opinará ella de que le esté clavando mi enorme bolso en el costado? Todo depende del cristal desde el que se mira, está claro.

En Nuevos Ministerios, el centro económico y financiero de Madrid, se baja el impaciente hombre del maletín y el reloj de pulsera. El grupo de amigos-trabajadores lo ha hecho en la estación de Ramón y Cajal (quizá sean empleados del hospital). En Las Rozas se apeará la joven de auriculares y el libro de anatomía. Ahora sí que sí, ya puedo sentarme y abrir mi libro, mirar el paisaje hasta que lleguemos al final de trayecto y deleitarme con algún ciervo del Monte del Pardo.



“Próxima parada, El Escorial, final de trayecto”. Se acabó el dulce sueño apoyada en la ventanilla del tren que durante un buen rato me ha acunado; adiós a las fantasías con el paisaje campestre como telón de fondo. Sean bienvenidos a la realidad, una larga jornada por delante, y otras dos horas de viaje de regreso al final del día. Al llegar a casa habrán transcurrido ya doce horas desde que saliera al rayar el alba. No se muestra muy sugerente la rutina, pero teniendo en cuenta el privilegiado lugar en el que me encuentro, mientras cientos de miles de seres humanos pululan en la ciudad como las abejas en torno a sus colmenas, puedo darme por contenta.

domingo, 8 de enero de 2017

El niño de la media luna


Con cariño a mi amiga María F. A. y a su hijo Pedro (Madrid, 7 de enero de 2017).


"Tengo a la pequeña Candela pegada a mi espalda, tumbada, buscando el calorcito de mamá mientras duerme. Sentirla detrás de mí y a ti, delante, dentro de mi vientre, me inquieta... ¿Cómo haremos para compartir este espacio de sueño cuando tú llegues? Y ya queda poco; por favor espero que no te hagas de rogar, porque casi prefiero pasar las noches en vela pegadita a tu cuna o procurándote alimento a la luz de la luna que seguir sufriendo este insomnio, el de quien espera y desespera mientras siente el cuerpo al borde de la erupción, la tripa pesada, las piernas lentas y el corazón bombeante. Y tú, mientras, lanzas el mensaje, un aviso nítido que suena casi a tambor tribal, puñito arriba, rodilla abajo, vibra y se ondula el perfil de esta montaña con ombligo, como llama tu hermana al lugar donde anidan los nombres del futuro, las nuevas hojitas del árbol de mi genealogía.

Casi cuarenta semanas ya, mirando el calendario, leyendo incansablemente sobre este milagro de la vida; gestando, primero casi como una ensoñación de la que apenas tengo constancia, salvo por la exploración del doctor y el aleteo que sentí cumplidos los tres meses. Después, como evidencia creciente en mi volumen, en el de mi cuerpo y en el de la felicidad, que ya no me cabe ni en el pecho ni hay sonrisa suficientemente amplia para expresarla. Demasiados días velando por que crezcas sano y fuerte para cuando llegue el momento de estrenar mundo y pulmones. Hasta entonces, yo soy tu alimento, tu abrigo y cobijo, tu atmósfera interna... Y, por eso, cuido cada movimiento que hago, cada alimento que tomo y cada pensamiento hermoso que pueda hacerte sonreír ahí dentro. Sé que funciona así, seguro, pude verlo en la última ecografía, en la que tú, apenas ya sin poder mover las manitas, despejaste la hermosa redondez de tu cara para que yo pudiera verla, sonriente, feliz, porque tu mamá tenía en ese instante el corazón y la mente rebosantes de amor.

Pero, hasta ahora, has sido solo eso, una silueta blanca y encorvada sobre fondo negro y, a ratos, corpórea y anaranjada, como en las nuevas ecografías; un latido acelerado sobre el gráfico de la pantalla; cifras, longitudes y perímetros que aseguran que nacerás sano... Y yo ya necesito tu calor sobre mi pecho; el peso de tu pequeño cuerpo entre mis brazos y sentir el tacto algodonado de tu piel de bebé. Aunque te reconozco que a veces siento miedo, porque pienso que igual no sabré muy bien cómo ser una buena mamá de dos polluelos al mismo tiempo. Cuando tú llores por querer comer o porque tengas frío, Candela querrá jugar a las muñecas o salir de paseo... Y yo querré desdoblarme y procuraros todo cuanto necesitéis y no siempre podré tener el don de la omnipresencia... Por eso creo que dicen las abuelas aquello de que, con los hijos, no hay nada que repartir, porque el amor siempre con ellos se multiplica. Deberían multiplicarse también las manos y sus caricias, para que siempre tengáis quien os rescate y calme, pero también quien os reprenda si os ponéis en peligro por no escucharme y querer volar aún sin alas...

Son las 3 de la madrugada. Estoy recostada sobre mi lado izquierdo, así que tengo tan aprisionado el corazón que, a intervalos, parece querer zafarse de mí y se rebela, bombeando con tanta fuerza que siento que se me va a escapar hasta el alma del sobresalto con su cambio de ritmo. Trabaja a toda máquina, para mantenernos calientes y preparados, a ti y a mí.

Me duermes por dentro; te imagino acurrucadito, vuelto hacia mí, en esta media luna, creciente y naciente, que forma ahora mi tripa al reposar sobre el colchón. Ya no sé ni cómo poner las piernas para no entorpecer la vida nueva que espera durmiendo entre ellas.

Siento que me sobra cuerpo por todas partes o, quizá, mi cuerpo es el que ya se desborda por los cuatro costados. Los muros de contención, piel, músculos y emociones, al límite. El resorte de las lumbares puede saltar por los aires de un momento a otro. Y en ese preciso instante en que arqueo la espalda para descargar la presión, siento un latigazo fulminante que me atraviesa por dentro, rompiéndome. No, mi niño, espera, que de noche todos descansan y no parece que nadie vaya a saber ayudarme. Creo que ya no hay ni medio paso atrás. La vida no se programa, al menos no la de esta criatura. Llegará cuando la naturaleza lo ordene y dé por inaugurada la gran eclosión... Ya no es una sospecha, debo avisarles. Mi pequeña sigue dormida. Mi guardián, que lleva meses como un noctámbulo, velando mis movimientos y malestares, parece justo ahora un prisionero del sueño al que nada parece que vaya a inquietar. ¡Me duele mucho!", le grito al oído sin querer gritar, apretando los dientes y triturando con ellos la "ch", como si así fuera a aliviarse esta punzada. He conseguido liberarle del pesado abatimiento que le tenía inmovilizado. Abre los ojos, me mira incrédulo. "No, no puede ser, se nace por la mañana, con la mente clara...". Decido dejarle reaccionar y desperdiciar si quiere unos segundos. Yo debo ponerme por lo menos en pie. Tan pronto me incorporo e intento abandonar la cama, siento cómo se rompe tu cunita de agua, que me empapa primero, me surca las piernas y termina activando la alerta definitiva. "¡Levántate ya, por favor, y cógelo todo. Date prisa o verás a tu hijo nacer aquí mismo!".

No puedo apenas pensar. Ahora solo es importante llegar a tiempo, antes de que sienta que se me abre el vientre en dos mitades, la tuya y la mía. Pero, tú, mi pequeño, parece que quieras derribarme con un solo empujón, el definitivo, el que te deje coronar, aún sin laureles, la gloria de tu nacimiento. Dame una tregua para que pueda disfrutarlo, para aliviar estos dolores y calambres que se empeñan en arrebatarme la sonrisa del rostro, porque yo quiero que, cuando salgas y me veas, sea mi cara una fiesta de bienvenida. "La carretera está vacía; te ruego (con "r" multivibrante e imperativa) que des alegría a este coche". Se me han debido escapar las furias contracturadas por la mirada porque, de repente, tengo la sensación de que por fin volamos al hospital...

No podrán calmarme porque ya estás en la puerta, así que, una vez tumbada, no habrá más camino que el de las luces fugaces del techo, que me llevan a tu alumbramiento. Tu padre viene detrás, corriendo, ya le dije que parir no tiene horario ni programa previo, esto es la vida en directo. Sonrío confiada. No tengo miedo. Sé que saldrás a escena en una maniobra casi teatral, limpia y perfecta, sin más exceso que la máscara fluida, entre roja y blanca, con la que vienes a ver el mundo, por si aquí hace frío. Y lo hará, porque ya por fin te oigo llorar, con fuerza, inspirando por primera vez oxígeno gaseoso. En esta sala, todo huele artificial, menos tú. Créeme, en medio del campo, en primavera, respirar te parecerá hermoso y desaparecerá el llanto.

Ya te traen, arropadito, sólo con la cara al aire, todavía sin limpiar, y te ponen sobre mi pecho descubierto. No existe el dolor ni la angustia en este maravilloso instante. No hay pensamiento ni palabra que puedan dar forma a la sensación que me embarga. Ahora es a mí a quien se le escapan las lágrimas, no por enfado, sufrimiento ni pena. Es amor lo que humedece mis mejillas mientras te miro y te arrullo en esta otra media luna que forman ahora mis brazos al rodearte. Creciente, porque se irán ensanchando contigo, y menguante, para guarecerte si sientes frío. Mirad todos a Pedro, mi niño, el de la media luna".




lunes, 2 de enero de 2017

Unas botas de Navidad

FOTO: AURORA MORA
Felicitación navideña del Ayuntamiento de Los Alcázares, Murcia.
NAVIDADES 2016




Queridas Majestades:

Sé que la carta que os escribí con tanta ilusión ha debido llegaros ya. Hace semanas que me senté con el bolígrafo a hacer la lista de los regalos que me gustaría que me trajeseis. Antes de llevar el sobre al buzón, mi madre me avisó de que igual me había excedido; creo que todos los padres dicen lo mismo en estas fechas, "oye, no olvides que hay muchos niños en el mundo y los Reyes no tienen tantísimo dinero como tú te crees".

Ahora no es momento para enfadarme por estas cosas. No sé si ya os habréis enterado, pero aquí, en mi pueblo, que está a la orilla del mar, hace más de una semana que la lluvia empezó a caer con furia, sin control, convirtiendo las calles en ríos, que corrían con prisa y fuerza buscando salida y terminaron confundiéndose con el mar... Por unas horas, desapareció la playa, ¿os lo imagináis? Fue como ver un desierto, como el que traéis vosotros de camino, porque el agua no era azul ni verdosa, como suele ser en este Mar Menor, sino marrón, como si trajese toda la arena del mundo…

Empezó a arreciar por la mañana. Como era domingo no me importó mucho tener que quedarme en casa; así podría terminar de montar mi belén, colocando las últimas figuritas que mi tía nos había traído de Madrid. Mi madre parecía preocupada, andaba de acá para allá por casa, sacando ropa de los armarios y quejándose de que en la despensa no había tantos botes y paquetes de comida como ella creía. No entendía a qué venía ponerse tan nerviosa por no haber hecho aún la compra; todavía quedaba casi una semana para el día de Navidad y, con la que estaba cayendo, digo yo que los langostinos y mis polvorones de almendra podían esperar. Creo que ella no estaba precisamente pensando en los turrones, sino en arroz, pastas o conservas, para subsistir en caso de necesidad.

Los campos de mi abuelo fueron de los primeros en quedar cubiertos por el agua marrón; las calles iban desapareciendo poco a poco, sus aceras ya no se veían y el torrente quiso ir entrando en las casas de todos. “Nadie debe abandonar su domicilio. Sean prudentes; debemos pensar ante todo en la vida de las personas”.  

¿Saben, Majestades? En mi tierra llueve poco, casi tan poco como en Oriente. Lo que ocurre es que aquí, cuando de repente se rompe el cielo y nos regala lluvia, lo hace a traición, como si alguien nos maldijera desde arriba por disfrutar siempre de tanto sol y calorcito. Y se nos monta un pequeño diluvio al año, y, a veces, hasta dos. Mi madre, que se echa a temblar con el primer trueno del otoño, siempre nos recuerda las inundaciones que asolaron el pueblo cuando era ella pequeña. Los coches y los limoneros recorrieron las calles flotando; la escuela estuvo cerrada más de una semana y muchas personas vieron cómo el paso de la rambla arrasaba sus casas y cosechas. Creo que en eso mismo estaba pensando mi madre aquella noche de domingo, cuando vio que el agua alcanzaba ya nuestra puerta. “Llamen a los servicios de emergencia en cuanto sientan el peligro cerca”.  

Yo ya dormía, un poco cansado, un poco asustado, cuando mi madre me zarandeó con fuerza. “Vamos, arriba. Vienen a buscarnos”. Me levanté de la cama y hundí los pies en un agua fría y espesa y se me abrieron de la impresión los pulmones y los ojos. Salí de mi habitación cogido de la mano, sin mediar palabra, porque la voz se me había quedado congelada en el pecho. Al pasar por el salón se me hizo pequeño el corazón al ver mi belén navegando boca abajo: san José por aquí; la Virgen, a pesar del desastre, cerca del pesebre; los pastorcillos, desorientados, y vuestras figuritas, reales majestades, buscando camellos, pajes y una estrella mágica que les guiase. No pude pararme a rescatarles y me sentí triste e impotente, pero mi madre estaba llorosa y pensé que sería mejor abrazarme a ella para calmarla. El agua seguía subiendo y nosotros, huyendo de ella. Mi padre estaba en la terraza haciendo señales para que nos viesen.  

Bajaron de un enorme camión con las luces giratorias salpicando la noche de naranja. Eran tres y, entre las sombras, por un momento, los confundí con ustedes. Sí, ya sé que los bomberos llevan cascos y no coronas, pero viéndoles avanzar, atravesando a contracorriente mi calle me pareció que los mismísimos Reyes Magos venían a mi propia casa con el más preciado regalo. No olvidaré al que me cogió en brazos y me puso a salvo; llevaba unas enormes botas verdes de goma y una sonrisa en la cara. Nos llevaron a la parte alta del pueblo, junto a otras personas rescatadas. De repente, ya no parecía Navidad; todo lo que teníamos se quedó en casa, bajo el agua… Pero, de nuevo, para Nochebuena, unos señores con botas grandes salpicadas de barro y gesto cansado nos devolvieron la sonrisa. Trajeron bolsas llenas de comida y de dulces que habían recogido en los pueblos de alrededor para regalarnos una noche especial. Y, aunque mis juguetes y mi ropa andaban ahogados, sentí que aquellas botas embarradas nos sacaban un poco a flote.
Con los días hemos recuperado un poco la normalidad, pero creo que era necesario avisarles de que para su noche de reparto deberán venir bien preparados, porque aún hay mucho barro por las calles. Además, si les veo entrar en el salón con unas botas de goma verde salpicadas de marrón, sabré que de verdad ya llegan los Reyes, los que nos salvan y dan polvorones cuando el agua nos lleva. Por cierto, si aún estoy a tiempo, me gustaría cambiar el coche teledirigido por un camión de rescate con sirena y unas botas de Navidad.

¡Buen viaje y no teman, ya no llueve!
Con cariño,
Luis