Vista del Faro de Cabo de Palos (Murcia) |
Aún me parece mentira que vaya a
verte después de tanto tiempo. No sé cómo he conseguido convencerles para que
me trajeran hasta aquí. Siempre están con lo mismo, intentando protegerme,
cuidarme, lo sé, pero me enerva que todo el mundo se sienta con el derecho de
decidir por mí, controlando lo que digo, lo que como, y casi lo que pienso.
Les dije que tenía una cita
inexcusable y que debía llegar puntual, incluso antes, a las 19,30. Había
quedado con alguien especial. Se miraron con el rabillo del ojo mientras les
contaba esto, y me pareció ver en sus labios una leve sonrisa, paternalista, de
quien cree que hay que poner todo lo que digo en cuarentena, como si ya no me
funcionasen bien los radiadores neuronales. Verles con esa actitud altanera
hace que me hierva la sangre, pero soy consciente de que dependo de ellos, son
quienes me llevan y me traen a los médicos, y a veces, incluso, hasta me
pasean. Para esta ocasión ya les dije que, una vez que llegásemos al punto de
encuentro, debían marcharse, dejarme sola. Con que me recogieran a media noche
sería suficiente, como la Cenicienta, pero cambiando el cristal del zapato por
piel y horma ortopédica y la carroza mágica, por esta odiosa silla que me
acompaña desde hace ya demasiados años. Sin vestido pomposo ni un peinado
principesco, con la piel y los ánimos gastados, pero con una sonrisa grande y
verdadera, acudo al lugar acordado.
Hay que ver cómo ha cambiado esta
playa ribereña. Poco se parece al lugar que guardaba en la memoria. Vienen
ahora a mi cabeza imágenes de aquellos largos domingos de verano, cuando traía
a mis chiquillas a bañarse y a jugar con la arena, aunque siempre nos
terminasen amargando el día las huellas del sol sobre la piel. Acababan siempre
las pobres quemaditas, sobre todo Ana, que siempre fue muy blanca. Sus hermanas
terminaban con los hombros encendidos, pero ella... Hasta ampollas llegaron a
hacérsele en la espalda... Creo que no fui tan mala madre; se me quemaban, sí,
pero es que entonces las cremas no eran tan sofisticadas. No te rías, que
aunque no se me dio bien ser su sombrilla, sí que creo que conseguí ser la
perfecta cocinera, limpiadora, cuidadora y sanadora de heridas y maestra a
ratitos si la ocasión así lo marcaba. A veces pienso que no tiene ningún
sentido haber dedicado la vida a criar, a sufrir por los hijos, para tener que
verme ahora así. Sí, ya sé que se preocupan por mí, pues estaría bueno después
de todo, pero no puedo evitar que me duela pasar de haber sido la mamá rodeada
de polluelos a la vieja gallina clueca a la que todo el mundo quiere espantar.
No es dramatismo, no me quites razón, por favor, que no tiene nombre esto que
nos hace la vida en los últimos capítulos.
En esta playa construía castillos de
arena cuando los míos eran pequeños, pero también fue aquí, en aquel
embarcadero, donde te conocí una tarde de septiembre. Me acuerdo que fui
acompañando a dos amigas que querían flirtear con aquellos muchachos amigos
tuyos… Sí, ¿cómo se te iban a olvidar? aquéllos que se paseaban por el pueblo
con sus motos, perturbando calmas familiares con ese aparatoso porte y el ruido
desagradable de sus tubos de escape.
Tú eras distinto. Siempre lo supe.
Siempre lo he sabido... Hablando de ti, los verbos parecen no tener tiempo, y
es que, desde que se cruzaron nuestros caminos, tengo la sensación de formar
contigo un continuo del que desconozco cuál fue su principio y para el que no
parece haber punto y aparte y, mucho menos, final. Me costó años entender por qué
aquella tarde en la playa, entre risas, me dijiste "ya te conocía". Sí,
ahora lo sé, estamos en esto desde antes de tener consciencia.
Entre nosotros habría ya, desde
entonces, un circuito cerrado, donde el uno transitaría en el otro y viceversa,
como caminos de ida y vuelta, porque escucharte hablar sería realmente como hablar
conmigo misma o, incluso, como escuchar mis propios pensamientos.
Fue el día de mi cumpleaños, apenas
unos meses después de haberte conocido en la playa. Era una niña a punto de
estrenar los catorce, como tú, aunque creo que ambos nos sentimos zarandeados por
el deseo de ser adultos y libres para descubrir sin reservas el primer amor.
Nuestro maestro nos lo había explicado. Era la primera vez que el hombre
moderno asistiría a un espectáculo estelar como aquél: "El Halley,
llamado así en honor al astrónomo que lo descubrió, es el único cometa que un
ser humano puede contar con que podrá ver en su vida, incluso dos veces".
Aquel 25 de febrero fue para nosotros la primera vez. Nuestro mundo en la
década de los ochenta, del siglo pasado, claro (ay, amigo mío, que somos ya
testimonio vivo de un tiempo ya casi olvidado y, a ojos de nuestros bisnietos,
desconocido), nada tenía que ver con este escenario que eso que llaman
telemática nos ha traído. Se habría reído ahora cualquiera que nos hubiera visto
subir a aquella terraza a ver un cometa, sin dispositivo alguno de captura de
imágenes, sin mayor afán que dejar a las retinas contemplar el cielo y
compartir su registro con nuestros cerebros. Y todo en silencio, como el que
profesa el espectador que asiste a su primera sinfonía. No hay lugar para
comentarios superfluos en ninguna red, porque tú y yo, nuestros cuerpos,
nuestras almas, aquella noche formaron un entramado irrepetible e
indestructible. No sabíamos entonces que, tras el paso del cometa, la vida
tenía previsto separarnos, abocándonos al vacío y la desesperanza, a los
sentimientos extremos tan propios del espíritu adolescente.
Al raso, bajo el cielo de febrero, y
a pesar del aire fresco que llegaba desde el mar a enfriar el fuego, el del cuerpo
celeste y el de nuestros cuerpos terrestres, supe que tú irías ya para siempre
conmigo, como parte de mi ADN emocional. En comunión con el cosmos, que nos
regalaba aquella instantánea fugaz, y con nosotros mismos, quedamos marcados
con la señal del amor.
¿Crees que volverá a suceder? Te
pregunté, con el miedo de una niña y la sabia calma de quien sabe ya la
respuesta. Y tú, no con la voz ingenua de los catorce años, sino con firme
convencimiento, me dijiste "Volverá. Volverá ese cometa y volveremos nosotros.
Estamos volviendo desde mucho antes de llegar a esta orilla del cielo. He
esperado cinco mil años y esperaré por lo menos otros cinco mil, aunque tenga
que morir cien veces".
Menos mal que sé que aún no has
muerto y que podré verte, y quizá retenerte, de nuevo. Te confieso que a mí me
ha costado llegar ilesa a nuestra cita. Desde hace más de quince años peleo por
despertar y encontrar la energía que me ayude; anda siempre jugando al
escondite, ignorando probablemente que no me hace ninguna gracia andar tras
ella como alma en pena. Mantuve la ilusión durante años, aun sabiendo que
vivías muy lejos; me dijeron que trabajabas para una compañía chilena, que eras
feliz con ellas, con tu mujer y tu hija Ariadna ¿Cómo fuiste capaz de ponerle
mi nombre? Tu excéntrico discurso siempre me fascinó; pensar en tus desvaríos
sobre reencuentros estelares siempre me mantuvo despierta, atenta, y eso que
creo que conseguí trazar mi propio camino, mi familia, mis hijas y mi esposo...
Si alguna vez te olvidé fue transitoriamente, por una cuestión de supervivencia
y equilibrio mental. Desde que los modernos sistemas de este siglo nos dejaron
hablarnos y vernos de nuevo, al menos en remoto directo, ha sido imposible no
pensar en ti, en la vida que podría haber sido y no fue y la que espero que sea
ahora, al final del viaje. Quien me oiga creerá que estoy loca; loca sí, y
enamorada.
Y hasta aquí,
sin saber ni cómo ni muy bien para qué, he llegado. Hace semanas que en las
noticias hablan del regreso del Halley. El pequeño de mi casa ha estado
preparando una presentación para su escuela. ¿Y tú, abuelita, te acuerdas de tu
primera vez? Sí, contesté; estaba oscuro y despejado. Me estrechó y acarició.
Surcó el cielo aquella fulgurante luz, dibujando sobre nuestras cabezas el mapa del
futuro... Y el pobre niño se fue corriendo buscando a mi nieta, ¿sabes? Creyó
también que esta que te espera andaba ya con la sesera en ruinas... ¡Pobrecito!
¿Cómo explicarle lo que nadie entiende?
Apenas hace
frío ya a comienzos de mayo. Me ha sorprendido que me hayan dejado sentada en
esta terraza sin demasiadas preguntas. Les he dicho que, si les necesitara
antes, les llamaré. Parece que se lo han creído. Llevo toda una vida, o quizá
más, preparándome para esta noche. Como te demores mucho no nos dará tiempo a
subir al faro. Espero que sea verdad que lo tienes todo previsto, porque
comprenderás que en silla es difícil atreverse con las escaleras, y yo quiero
llegar a tiempo para verlo. Ojalá ya hayan apagado la luz cuando sea la hora. ¿Quién lo diría, verdad? Setenta y cinco años después juntos, acodados en la
barandilla, mirando el cielo iluminado de nuevo por el cometa. No me siento tan
vieja ahora que me has levantado y me agarras la cintura. Quién diría que
tenemos casi noventa años y cientos de arrugas entre los dos; en este mismo
instante, a tu lado y con el firmamento mirándonos, siento bajo la blusa la
tersura en la piel de los catorce y la exaltada sensación de quien siente que
ya ha llegado a puerto y puede echar el ancla para siempre. No me mires así,
que me ruborizas. Esa gabardina beige te sigue dando un porte elegante, aunque
el aire de aquí arriba la desluzca ahora entre ráfagas. Abrázame. Dime cuántos
años faltan para verte de nuevo. No tengo miedo ni al tiempo ni a las
alturas... Ya llega nuestro Halley. La próxima vez estaremos al otro lado de su
estela. Salta, no temas, cinco mil años nos esperan.
Es precioso, Emilia.
ResponderEliminarMuchas gracias, Rebeca. Es un gran halago siempre, pero especialmente viniendo de ti.
ResponderEliminarAy que siempre logras que se me escapen las lagrimillas. Maravilloso una ves más Emilia!
ResponderEliminarMuchas gracias, Almudena, por tener siempre palabras amables y emocionadas. Un abrazo.
EliminarMe has dejado sin palabras. Un relato de amor precioso, me ha sobrecogido el corazón, un poco triste al recordar mi propio pasado, pero profundamente ilusionarte, porque quizás nunca sea tarde... cinco mil años pasan pronto.
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