"Demonios encarcelados" |
¿Cómo no iba a darme cuenta de que Eva era especial? Cualquier profesor lo habría visto, sin duda; de hecho no fui el primero en reparar en su enigmática mirada. A estas edades, ya sabe que lo más común es que los chavales sean ruidosos y se dejen sentir allá donde estén. No hay quien les haga callar ni en los pasillos ni en el aula ni bajo el agua... Y, claro, en medio de ese ruido torrencial, una silenciosa presencia termina resultando muy llamativa.
Hay alumnos que son tímidos, sin más; no hablan como los otros ni destacan entre el bullicio escolar no porque no deseen significarse y dar rienda suelta al verbo; simplemente, no han encontrado todavía la tecla de su altavoz. Sin embargo, no era éste el caso de Eva. Al principio no supe bien qué le sucedía; bueno, ya sabe, una adolescente rara, como muchos otros, que sienten que están en otra frecuencia, que están decidiendo aún el registro de su voz. ¿Sabe a qué me refiero, no? Yo con esta chica enseguida presentí el sufrimiento. Al entrar a nuestra aula de Dibujo, la única que aguardaba sentada mi llegada era ella; refugiada detrás de su media melena, escondía el perfil mientras esbozaba figuras con su lápiz. Cuando conseguía que los demás guardaran un silencio razonable y se sentasen, me tomaba la molestia de pasar lista y de intercambiar unas pocas palabras con los chicos, preparando el terreno para mi clase, claro. Al llegar a Eva, la comunicación terminaba en mí, porque nunca hallaba en ella la réplica. Después de escucharme pronunciar su nombre, sólo atinaba a levantar los ojos de su papel y dirigirme una mirada esquiva como respuesta. "¡Vaya, aquí tenemos a nuestra artista! ¡Tomad nota de su trabajo!", dije aquella primera vez para aligerar la tensión en que me pusieron los ojos de Eva.
Aquellas retinas me parecieron dos espejos para ese mundo interior suyo que andaba buscando órbita. Ahora creo que en el cuerpo de esta niña ha permanecido secuestrada la mujer adulta en la que tendría que convertirse. Usted es psicólogo, esto debe tener un nombre; una disfunción cronológica de la personalidad, ¿no cree? Sí, niños que más parecen sabios con canas y arrugas, adultos atrapados en el juego infantil, ¿verdad? Eso es, esta chica sufría por sentirse fuera de lugar, por la extrañeza ante su propio yo y el mundo que la rodea. Como si entre su cuerpo y su espíritu hubiese un infinito universo, insalvable. ¿Cómo si no explicamos ese dibujo?, dígame...
Labios condenados; palabras obligadas al silencio, entre firmes costuras, infranqueables, como barrotes. ¿Y qué me dice de los ojos? Grandes, muy abiertos y tan fijos que dejan una sensación estática, como si estuvieran castigados a mirar a la pared o a admirar algo que embruja y a un tiempo mata. Quizá, es eso lo que asfixia a Eva, contemplar un mundo hostil que deja ante ella un paisaje impuesto, en el que debe aprender a vivir. Le dicen cómo debe ser una chica de su edad; cómo debe vestir si quiere ser como las demás; qué ver y qué escuchar; hacer de sí misma un escaparate para exhibir una talla, poca tela, mucha piel... Una máscara. Porque los ojos, aun siendo apenas una niña, deben de ribetearse de negro; los labios, de rojo; las prendas pegadas casi al alma de tan pequeñas. ¿Y el alma, dónde está? Se pregunta Eva. "¿Y dónde estoy yo? Ni soy como ellos quieren, ni hay dentro de mí nada que mostrar bajo esos focos".
Al mirarse en el espejo y no reconocer en él ni un gramo de cualquiera de esas chicas que tanto admira, siente frustración, rabia, ganas de decirle a todas adónde pueden llevarse sus caras o caretas bonitas y sus contornos de maniquí raquítico, al mismísimo infierno... sin saber que el infierno se expande no muy lejos, en su cabeza, y tan insufrible resulta convivir con lo deseado, pero inalcanzable; con el dolor de sentirse rechazada y el de rechazarse a sí misma, que hasta los demonios quieren huir de esa cárcel. Mire, mire, el dibujo: ahí están, con cara desencajada, representando lo que Eva quiere gritar y no puede; la desesperación y la desesperanza de quien se ve amordazado física y mentalmente. ¿Qué son, si no, esos cortes? Un castigo al que se somete el que se culpa de ser distinto, una extraterrestre que, por mucho que quiera, no consigue ser de este planeta.
A pesar de ese muro que Eva había levantado a su alrededor y que cortaba el paso a todos (no sólo a mí, sino, como supe después, también a sus padres y a sus mejores amigos), yo insistía en mostrarme cercano a ella. A veces, sólo una mirada cómplice de "Hola, estoy aquí y quiero ayudarte"; en otras ocasiones, me acercaba con la intención de elogiar su lápiz, sus colores o la profundidad de sus acuarelas. Me costó mucho llegar hasta ella, conseguir que me mirase a los ojos, que escuchase mi impresión como profesor sobre sus trabajos de clase. Y es que, después de tantos años en esto, imagínese que mi misión terminase al sonar el timbre o que todo pudiese resolverlo a base de exámenes. Usted pensará igual: con un test no puede atender a un paciente; necesita escucharle, escrutarle y después, con suerte, devolverle las riendas de su vida. Pues yo me siento un poco así, como un guardián para los chavales. Me debo a ellos, y no sólo porque se espere de mí que les enseñe el valor del arte, su historia, sus técnicas, sino porque, ante la idea de poder tener delante a un nuevo Da Vinci o un Picasso, me propongo siempre despertar en todos ellos el lado oculto, la sensibilidad que viene cifrada en su código genético, para que terminen dándole forma sobre una lámina o un lienzo. Otro psicólogo, vamos.
Un día, al final, conseguí que se acercase a mi mesa mientras yo recogía el material. La vi venir por el rabillo del ojo y en ese instante debo reconocer que me sentí muy satisfecho; seguro que aprovechaba para preguntarme algo sobre el trabajo de clase, el de la técnica del retrato. Se me licuó sin embargo la sangre cuando, ya en mi mesa, Eva despegó los labios y me puso al borde del precipicio. "Profe, no estoy bien. Necesito tu ayuda". A lo mejor era eso lo que yo esperaba escuchar, lo que me permitiría lanzarme al reto de ser su guía era esa bandera de alerta que la chica acababa de desplegar frente a mí, pero en ese momento sentí que se me acababa de caer encima un enorme edificio de veinte plantas. ¿Ayudarla yo? Pero ¿en qué? ¿Qué irá a contarme? Se me disparó la imaginación. Quería confesarme algo y ni de lejos imaginaba la magnitud de su problema. "No me soporto -continuó diciendo-. ¿Podríamos charlar un día, fuera de clase?". Le juro que sentí ganas de salir corriendo. ¡Yo soy profesor, no psicólogo! ¿Sabría ayudarla? Y, además, yo, hombre; aunque tengo hijas no ando muy suelto a la hora de comprender a las adolescentes. Pero no tenía más opción; después de todo, le había transmitido ese mensaje con la mirada: "Estoy aquí. Puedes contar conmigo". No pude evitar sorprenderme que Eva, que tan hermética se había mostrado ante todos, hubiera dado aquel paso al frente, con tanta seguridad, y con un mensaje tan directo: "Estoy mal... Necesito ayuda. Quiero contarte qué me pasa, por qué me odio tanto".
No supe si hablar antes con mis compañeros, con su tutor o con la orientadora; nunca se me había planteado una situación así, ¿sabe?, ser consciente de que un alumno te ha elegido para hacerte depositario de su confianza, para desvelar su mundo. Estaba inquieto, pero al final opté por la lealtad y el silencio, a la espera de ver qué dimensiones cobraba la historia conforme me la fuera revelando...
Ni de lejos sospechaba hasta qué punto Eva estaba sintiéndose acorralada por Eva. El día antes de que nos reuniéramos para charlar se me ocurrió pedirle que trajese algo escrito: ¿cómo te describirías?; ¿qué cualidades destacarías de ti misma?; ¿qué te gustaría cambiar en tu vida?... ¿No es eso lo que habría preguntado un profesional para romper el hielo? A mí me pareció una buena manera de empezar a hablar y, si además lo traía escrito, Eva se sentiría menos bloqueada; leyendo estaría dándome las claves de su problema. Creí que se nos iría más tiempo con esta primera parte, porque, iluso de mí, pensé que tendría mucho que contar de sí misma, pero no: "Soy una chica sensible. No hay nada en mí que pueda gustar a los demás. Tengo algo bueno, sé ponerme en la piel de los demás, y sufro con los demás. Querría cambiarlo todo, a mí, al mundo, pero no puedo". Así me quedé, petrificado.
-Pero, ¡si eres una muchacha maravillosa, con talento!
-Bueno, no sé. Yo querría mirarme en el espejo y verme guapa, delgada y feliz. Hace mucho que estoy intentando cambiar y perder kilos. Me odio y los demás huyen de mí, porque me toman por loca y eso me duele, me duele mucho, pero no se lo digo. Sí me grito a mí misma lo que callo ante el mundo y escupo a esa persona que odio tanto y que vive detrás de mí espejo. Todos me piden que sonría cuando de lo único que tengo ganas es de llorar, porque me siento destrozada... Y por eso, porque dentro de mí no encuentro razones, me sigo destrozando.
Y en ese momento se levantó las mangas del jersey y colocó los dos brazos sobre la mesa, con las palmas de la mano hacia arriba. Ni una palabra me salió de entre los labios. ¿Qué se puede decir cuando una niña te muestra las señales de su sufrimiento? Eva me dijo que sentía aquellas heridas como versos terribles compuestos por ella misma, grabados a cuchilla sobre su piel: "Me inspiran -continuó diciendo- esas voces que vienen a trastornarme cada noche, a criticarme y repetirme mil veces mis defectos y errores. Mis voces, mis musas".
Perdone, doctor, me cuesta hablarlo. Creo que siento hasta dolor en el pecho cuando recuerdo a Eva de esa manera... Bueno, enseguida supe que estaba dispuesta a todo. Quizá fueron esas mismas voces maléficas de las que la chica me hablaba las que la convencieron de que dejara de comer. Me contó que, como ya sospechábamos todos los profesores, intentaba ayunar todo lo que podía. Nada en el desayuno; tampoco almorzaba en el recreo (lo que su madre le preparaba lo tiraba a la papelera del patio). Al llegar a casa debía comer algo, claro, para que sus padres no se enfadaran, pero por la tarde... debía sentir un hambre terrible y, como me dijo, "arrasaba con todo lo de la nevera; un poco de cada cosa, para que no se notasen los vacíos...". No hizo falta que me diera más detalles sobre cómo iba a terminar la escena. A las siete de la tarde empezaba su entrenamiento y Eva no iba a presentarse allí, bajo ningún concepto, desbordada de comida y de angustia, así que intentaba reconciliarse consigo misma, vaciándose de excesos, aunque realmente lo que estaba ocasionando con cada arcada que se provocaba era una fractura irreparable entre lo que era y lo que creía ser. Su espejo ya no le devolvió jamás una imagen nítida de su persona. Desapareció la luz sobre el cristal.
En aquella primera sesión de confesiones me sentí desbordado. Intenté convencerla de que le contase todo a su madre, a nuestra orientadora, a alguien que no fuera yo, porque yo no era psicólogo y cualquier indicación que le diera, tratándose de una menor, habría sido irresponsable sin el visto bueno de sus padres. Eva me contó que precisamente con su madre no creía que pudiera contar. "Me protegió mucho cuando de pequeña se enteró de que había niños que me acorralaban e insultaban, pero, ahora que me he hecho mayor, dice que le parezco muy rara; que entiende que los demás se alejen; me pide que deje de hacer cosas extrañas y de querer llamar la atención de todos. No pienso decirle lo que siento. No lo va a entender y me hará sentir aún peor".
Al final, la convencí de que tuviese una entrevista con la orientadora del centro; si conseguía que se sincerara también con ella, todo sería más fácil, podríamos contactar con la familia para citarla oficialmente y, así, ayudar a Eva a contar sus tormentos. Los acontecimientos, al final, se precipitaron, porque la madre la descubrió un día en el baño de su casa, casi inconsciente, la piel fría, impregnada de la humedad de las lágrimas y el vómito. Ésa fue la primera vez que entró en un hospital y se vio obligada a explicar su estado físico y mental, el porqué de su naufragio.
Me enteré de lo ocurrido por otro alumno, Nacho, el único amigo de Eva, me atrevería a decir. Sentí vértigo, mucho miedo. Cómo no me vería aquel muchacho que tuvo que sentarme en mi propia silla de clase, para recobrar la palabra y el sentido. Una situación tan dramática como la de esta chica es una bofetada para nosotros, los adultos, los padres... Una evidencia del fracaso estrepitoso de este mundo que hemos construido a los sucesores...
Usted conoce mejor que nadie estos trastornos. La bulimia nos llegó hace ya más de veinte años. Entre las chicas de mi grupo de entonces ya había alguna que empezaba a sentir los estragos de esta enfermedad. Nadie quiere quedarse fuera de este espectáculo que hemos hecho de la vida misma, pero, imagínese, todos quieren ser protagonistas, nadie desea ser segundón, ni figurante, ni mucho menos mero espectador. Y cualquiera no da la talla, ¿verdad? Se encargan de ponernos el listón muy alto.
¿Cree que debe ser fácil? A mí me da pánico, porque tengo dos niñas, casi adolescentes. ¡Se me pone la carne de gallina cuando las acompaño a ver tiendas! Ahora no vale de nada que nos escandalicemos, ni que pongamos el grito en el cielo. ¿Qué otra cosa podía suceder con esta sociedad de consumo que nos rodea y que nosotros mismos alimentamos? Ven, compra, yo te doy todo lo que necesitas para lucir sobre el escenario. Vente conmigo y te convertirás en el centro de todas las miradas. Pasarelas, pantallas, redes sociales... Pasen y vean, quédese fuera quien no quiera estar en primera fila. ¿Y yo, cómo resuelvo la encrucijada con mis hijas... y con mis alumnos? La imagen ha sido siempre importante, el canon de belleza que estudiamos en Arte, pero ¿dónde nos deja la publicidad, la exhibición constante de Internet, el consumo voraz al que nos abocan las grandes multinacionales, el afán que se alimenta entre los jóvenes de ser "lo más de lo más", el objeto de deseo y de admiración de todos aquellos que les rodean? Dígame si me equivoco, ¿no han tenido ustedes las consultas más llenas que nunca? ¿Cómo no vamos a tener hijos o estudiantes desmotivados, frustrados, que se sienten a años luz del objetivo marcado por los que mueven los hilos? Y ¿quién demonios mueve estos jodidos hilos? ¿Quién consiente que los chavales que deben convertirse en el futuro de nuestra especie, de nuestra sociedad, acaben ahogados, sin anhelos para mañana?
Eva salió de aquel primer ingreso tocada, mutilada, aún más... aunque ahora ya no podría seguir ocultándose; cada descabellada aventura con la comida o con las cuchillas sería supervisada por la madre, que no sería la mejor amiga, pero sí la más honestamente comprometida con ella; por su amigo Nacho, que desde entonces decidió no dejarla ni a sol ni a sombra; y por mí y por Esther, la orientadora, sus dos guardianes en el instituto. Conseguimos que volviera a las clases; la primera semana, la pobre parecía un fantasma. Pronto nos pusimos manos a la obra. Esther la vería al menos una vez por semana, para comprobar que seguía estable emocionalmente. Organizamos talleres para todo el instituto sobre la importancia de unos hábitos saludables de vida; también hubo actividades desde el lado del deporte. Todos nos implicamos; nadie puede mirar hacia otro lado...
De todos modos, lo que creo que más ayudó a Eva a reencontrarse consigo misma no fue la tranquilidad de no tener que esconderse, o de saber que, si volvía a verse en el abismo, podría gritar y ser escuchada; ni siquiera creo que fuera por contar con su apoyo... Acordé con su madre que Eva y yo nos veríamos una vez a la semana en el taller del departamento, para intentar ayudarla a través del dibujo y la pintura; se le daban bien y le procuraban paz, la necesaria para pensar con claridad, para ejercitarse en la aceptación. Se lo digo siempre a mis hijas: "No debemos competir con nadie más que con nosotros mismos. Siempre encontraréis a alguien más alto, más guapo, más listo. Es de locos aspirar a la perfección (o lo que nos han hecho creer que es la perfección). Esforzaos siempre, claro, pero por ser mejores que ayer; luchad por ser la mejor versión de vosotras mismas. Y encontrad vuestro talento, la pasión que os mueve...". Eva terminó encontrándolos. Ése dibujo fue el primero de su transformación. Ya veo que a usted también se los mostró... Buena cosa, porque todos hallamos la salvación cuando hemos logrado sacarnos de dentro los demonios que nos castigan. Y Eva los ha ido desterrando con cada trazo, con el pincel por escoba. Algún día la veremos brillar, se lo digo yo. Prepárese, que iremos juntos a contemplar su obra expuesta. ¿Acaso lo duda?