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lunes, 8 de mayo de 2017

Cómo entrenar a tu furia nocturna. #EducaciónEmocional


Saben mis alumnos que una de las bromas que más me gusta contarles tiene que ver con la película de animación "Cómo entrenar a tu dragón". En ella, el protagonista es un adolescente vikingo que se siente rechazado por la gente de su aldea por negarse a cumplir con la tradición, que obliga a los varones a luchar y dar caza a los dragones...

A pesar de su negativa, "los dioses" quisieron que el chaval terminase conociendo a un dragón, negro azabache y mirada aparentemente inofensiva, al que bautizaría con el nombre de "Desdentao", porque al esbozar una sonrisa parecía más bien un bebé totalmente mellado. Pronto descubrirá que, en realidad, su nuevo amigo es un ejemplar único de "furia nocturna", el más temido por los vikingos desde tiempos remotos. Y tal nombre no le viene precisamente por ser el más bondadoso y sosegado del mundo de los dragones... Hipo y "Desdentao" terminarán formando un tándem perfecto una vez que el muchacho haya conseguido domeñar los impulsos instintivos y descontrolados de su amigo el dragón...

Y el guiño a mis alumnos viene precisamente en este punto de la historia. En esos días en los que ellos están especialmente revueltos, habladores e inaguantables (que son más de los que los profes querríamos y sus padres imaginan), les pido que sean cautos y tengan cuidado, porque, aunque yo soy mujer contenida y gesto calmado, como la versión zen del dragón de la peli, también puede aflorar en mí el lado oscuro, el gesto torcido, con gruñido incorporado, que me acerca peligrosamente a la especie de las furias nocturnas. Como si me poseyera un diablo, puedo llegar a retorcerme alrededor de mi eje vertebral y empezar a soltar sapos y culebras por la boca, entre llamaradas de olor sulfurado. De repente, un nanosegundo de silencio; calma tensa... Y carcajada general e incrédula. "Reíd, reíd", que las risas también hacen que me salga una furia de dentro, jejeje.



No es fácil gestionar nuestras emociones. No dejamos de oír hablar del control de los impulsos y de la respiración profunda y consciente como herramientas para mantener a raya nuestro volcán interno, para combatir la ansiedad y una buena lista de sentimientos asociados al desequilibrio de la "psique"...

"Mindfullness" lo llaman algunos, algo así como vivir cada instante llenando la mente solo de la experiencia que te está procurando el momento. Consciencia plena, respiración pausada que calma los sistemas fisiológicos y la corriente alterna de las emociones... Sin embargo, siempre hay algo que viene a dinamitar nuestra calma, a llenar el horizonte de nubes tormentosas y, así, sin ir más lejos, como el rayo inclemente, el intermitente sonido de la alarma mañanera nos atraviesa y zarandea, ahí mismo, en la cama, cuando apenas pasan diez minutos de las 6 de la mañana y el día se levanta delante de nosotros, como un Everest helado y angosto, unos ocho kilómetros de respiraciones profundas y tropezones varios hasta la cima, que remataremos con ducha, cena, pijama y vuelta a empezar... Ha acabado el día y haciendo balance compruebo el número de veces en que he levantado la voz, por fuera y por dentro; cuántos minutos me he sentido presa del pánico escénico delante de los demás; cuántas escenas amables y sombrías han venido a mi mente a lo largo del día; momentos en que me he sentido satisfecha, agobiada, hastiada, contenta, plena, triste o feliz... ¿Se darían cuenta también los demás? Sin duda...

Una vez en pie, mientras llevo a cabo con minuciosa precisión la ceremonia del desayuno, aprovecho para amueblar los pensamientos, dejando de lado a esos cansinos que se levantan conmigo y pretenden venirse cada mañana, en la mochila; han llegado desde el lado oscuro del sueño y se empeñan en arruinar mi pacto con el buen humor. "Emilia, el enfado o la irritación no ayudan en nada, créeme. El día volverá a tener veinticuatro horas y dará paso al siguiente, sí o sí, así que más te valdrá abordar el trance con buena actitud...".

La leve sonrisa que había conseguido esbozar levantado las comisuras de los labios se tuerce pocos minutos después. Se despiertan los hijos, cada uno a una hora, reclamando atenciones. "Tranquila, inspirar, espirar. No pierdas los estribos. Gritar no te va a ayudar a salir antes por la puerta de casa. Cuanta más calma apliques, menos tensión tendrás por dentro, la furia nocturna resoplará y se revolverá, pero no atacará... Así, conseguirás que los tres dragoncillos no lloren ni chillen ni se enfurruñen, quizá hasta consigan ir peinados, aseados e incluso contentos... ¿Para qué tanta pedagogía de libro si luego te desatas en el primer envite del día? que no... Que a los hijos hay que enseñarles modales y valores; llevarlos a la escuela para que aprendan los conocimientos básicos, sin duda, pero lo que más necesitan, de cara a ser felices y saber convivir con el resto de la humanidad, es precisamente capacidad de autocontrol o educación emocional: saber controlar los impulsos (mantener nuestra furia a raya, para no ser víctimas de ataques de ira); desarrollar la tolerancia a la frustración; saber expresar sus necesidades a los otros sin necesidad de gritar o llorar; mirarse al espejo y aceptarse conforme es, con su "desdentado" y con su "lado oscuro" o "furia nocturna", y empatía, mucha empatía, para poder ser consciente del miedo que el otro puede llegar a sentir cuando nos vea con los dientes de dragón fuera, batiendo nuestras alas para sembrar temor...". Y, sobre todo, la enseñanza principal para padres e hijos será saber sonreír, porque hasta los dragones feroces saben hacerlo e, incluso, tienen amigos.


¡Qué fracaso de madre seré si no consigo sobreponerme a mis zozobras internas para saber escuchar y atender las necesidades de mis hijos! Qué triste sería que viviéramos tan ofuscados que olvidáramos que la mayor lección para un niño pasa por saber quererse y querer a los demás, respetarse para ser respetados, sin que para ello haga falta infundir miedo o malhumor inútil en los otros.

Y lo mismo con los alumnos. ¡qué mala profesora soy el día que llego a clase acompañada de mi furia, absorbida de rabias o preocupaciones, sin darme cuenta de que esa actitud no me va ayudar en mi misión. Al contrario, solo conseguiré transmitir agresividad y despertaré rechazo en los chavales. Lógicamente, los profesores somos humanos y no todos los días respiramos igual, pero merece la pena intentar dejar en casa a los dragones, porque sus gruñidos y llamaradas sólo consiguen más gruñidos desabridos y gestos desagradables. En ese clima tan hostil ni podrá haber sana convivencia ni tendrá lugar un provechoso aprendizaje. 

Merece la pena pues que aprendamos a entrenar a nuestra furia interna, porque quizá así consigamos ser mejores padres, profesores y personas... ¿Sí o qué? (Que dirían los alumnos).

sábado, 27 de febrero de 2016

"Yo a eso no juego". Educación emocional contra el acoso escolar


Campaña contra el acoso escolar de "Save the children"

Sus nombres resuenan en la conciencia colectiva, Miriam, David, Juan, Alim, Saúl, Alicia... Nombres de niños que sufren en silencio la violencia y el acoso, en forma de insulto, empujón o al sentirse ninguneados por su agresor, que comúnmente es otro niño o niña que empuña, como si fuera un arma blanca, la batuta, porque el cruel plan de ataque suele involucrar a otros muchachos, que terminan participando como títeres a veces o impasibles espectadores, como cómplices silenciosos del acoso y derribo del más débil.

Sólo cuando se llega a un fatal desenlace trascienden sus historias en los medios de comunicación y los padres, los profesores y los propios niños, tomamos conciencia del alcance y la gravedad del problema. En mi trabajo diario en las aulas asisto a escenas que en principio no parece que deban interpretarse como alarmantes; los niños pasan mucho tiempo juntos, los conflictos surgen como consecuencia de la convivencia y hay veces en que saltan al escenario los "profe, fulanito me ha empujado" o "menganito me ha insultado". Cualquier profesor intentará mediar para convencerles de que las diferencias no pueden resolverse a través del enfrentamiento, pero ¿en qué momento debemos ponernos en alerta? ¿Cuándo podemos saber que estamos ante un caso de acoso? ¿Por qué hay niños que muestran comportamientos tan agresivos y desmedidos, tanta falta de empatía?

Sabemos que los niños llegan al mundo como un libro en blanco que debe ser llenado de experiencias, de contenido. Si en sus páginas terminamos encontrando "renglones torcidos", pudiera ser porque la raíz de su historia vital no ha sido convenientemente alimentada, nutrida, alentada... Los niños son reflejo de sus adultos y también espejo de la sociedad en la que les ha tocado vivir. Mirando las hojas de estos libros, de estos árboles (cualquiera de las dos metáforas, la del libro o la del árbol, resulta gráfica y elocuente), podremos ver si estamos ante un "niño verde, de aspecto saludable, de trazo equilibrado y óptimo desarrollo". Mirándoles a los ojos, escuchando cómo y de qué hablan, comprobando si sonríen y si el dibujo en sus labios transmite alegría, se puede, la mayoría de las veces, detectar cualquier anomalía.

La infancia es una etapa fundamental del desarrollo humano, de construcción del yo; el niño aún no debe haberse "contaminado" del prejuicio de los adultos; debería estar centrado en aprender, en jugar, en relacionarse con el mundo y con los otros. Y en esa interacción con el entorno no deberían verse en él conductas nocivas, estilos de comunicación agresivos, porque éstos no creo que sean connaturales al niño; son comportamientos aprendidos del exterior o desarrollados como mecanismo de defensa ante determinados individuos o situaciones hostiles.

Detrás de estos niños que "rompen la pauta" de una sana conducta, detrás del perfil del acosador, pero también detrás del acosado, hay casi siempre un problema de educación emocional. Así lo creo yo, como madre y como docente, y así lo sostiene también "Save the children" en su último informe sobre el acoso escolar o "bullying" (https://www.savethechildren.es/publicaciones/yo-eso-no-juego-bullying-y-ciberbullying-en-la-infancia).

Tanto los padres como los profesores, como responsables de la educación del niño, de su desarrollo físico, mental, académico y social, deben ser conscientes del impacto que sobre los hijos y alumnos pueden tener sus estilos pedagógicos. Es preciso educar desde la cuna en el afecto, pues con él se estará alimentando al niño con agradables sensaciones que contribuirán a la imagen que vaya construyendo de sí mismo. El afecto no está reñido con la educación en normas o límites; no se trata de dulcificar y malcriar, sino de acompañar la educación de imágenes positivas, porque son éstas las que construyen la autoestima del niño, las que consiguen que crezca con seguridad en lo que es y en sus cualidades y posibilidades, tomando conciencia también de sus limitaciones. Esa percepción positiva de uno mismo favorece que la relación con los otros sea fluida, tanto para conectar con quienes identificamos como afines y que vienen a enriquecernos, como para saber a quién queremos sacar de nuestro camino porque viene a violentarnos. "Sé quién soy, sé lo que quiero. No voy a dejar que me hagas daño". La asertividad es un arma de protección emocional y es fruto de una adecuada autoestima; además contribuye al desarrollo de las habilidades sociales, porque proporciona seguridad en uno mismo y transmite un mensaje positivo y firme a los demás. Autoestima y asertividad nos permiten identificar situaciones e individuos nocivos y conectar en positivo con el mundo. "Yo a eso no juego", reza el lema de "Save the children". Y, lógicamente, también se consigue el control de impulsos y la agresividad, que son los motores del acoso escolar.

La autoestima nos da las coordenadas de lo que somos y del lugar que ocupamos; si ésta es buena, si está bien construida, nos sentiremos fuertes ante los embistes de la vida, en una situación de conflicto, y sabremos actuar ante un ataque, buscando ayuda si es preciso. En los centros escolares encontramos a muchos niños con baja autoestima, vulnerables,  que se convierten en blanco fácil; tan sensibles y desprotegidos que sufren el riesgo de convertirse en acosados si terminan siendo arrinconados por el miedo, o bien de sufrir una transformación antinatural que les convierte en acosadores. Porque muchos de los niños acosadores han sido primero víctimas; las carencias afectivas y las circunstancias familiares desfavorables se convierten en el caldo de cultivo perfecto para el desarrollo de una pobre imagen de sí mismo, de inseguridades, o de sentimientos de culpa, que pueden transformarse en odio hacia ellos mismos o hacia los demás. En los ojos del acosador se puede ver también el reflejo de la víctima que primero fue. Y busca a su alrededor, con comportamientos propios de un depredador, presas fáciles contra las que cargar su ira, su odio, en forma de palabra, de cruel silencio, ridiculizando al que percibe como más débil, creyendo que en su flaqueza puede construir él su fuerza. El agresor levanta su autoestima hundiendo raíces corrompidas; su éxito no nace del interior, de los logros de "su yo", sino que surge de vampirizar el ánimo de su víctima y de revestir la hazaña ante los ojos de los demás con el disfraz del falso líder.

He conocido recientemente el caso de un adolescente que reconoce que antes de ser acosador fue un niño acosado, del que se burlaban en el patio por ser distinto, por tener distinta nacionalidad e idioma. Su educación afectiva era ya endeble, pues sufría las consecuencias de una familia desestructurada, de un padre violento que arreciaba física y verbalmente contra él, aún siendo un niño. Cansado de las burlas en la escuela, íntimamente ofendido, no se dejó acorralar durante mucho tiempo. Agarró el arma que le resultaba más familiar, la de la palabra, el gesto y el comportamiento hostiles, buscó dos cómplices, que también están siendo acosados por razones de raza y de cultura, y emprendió su plan de acoso . Ha sido su manera de rebelarse contra lo que le borró la sonrisa en la infancia. Ahora que bordea la adolescencia y empieza a madurar y a tener pensamiento propio, se da cuenta de que no quiere seguir siendo así, porque está viendo que él no nació siendo un niño malo, que las circunstancias le hicieron así. Hay en él cualidades positivas que andan enterradas porque creo que nadie supo en su momento sacarlas al aire, hacerlas brillar, para hacer creer a este chaval que era una persona querida, valiosa, y que debía dar al mundo eso mismo, amor.

No hay que olvidar que, de la mano de un correcto desarrollo emocional, suele venir la empatía, la capacidad de ponerse en la piel del otro, de comprender las emociones ajenas, y que derivará en comportamientos solidarios y conciliadores. Este chaval del que os hablo está empezando a sentir eso por los compañeros a los que, hasta hace poco, miraba por encima del hombro, de los que se burlaba socarronamente. En una carta reciente escribía: "Yo que he sido acosador y acosado os recomiendo que no resolváis vuestras cosas con golpes e insultos. Hay que ponerse siempre al otro lado".

Parece claro, por todo lo expuesto, que debemos educar sobre la base de cualidades positivas, porque esto redundará en un saludable desarrollo individual del niño y una correcta interacción con el grupo, lo que además tendrá una óptima repercusión social. A los niños hay que quererles alimentándoles, procurándoles abrigo y formación escolar, pero también a través del abrazo, de la sonrisa, del "creo en ti, porque vales mucho", " ese comportamiento de hoy no es adecuado", "te quiero como eres", "cuántas cosas buenas tienes para ofrecer"... En  definitiva, un lenguaje afectivo, positivo, forjará corazones seguros, fuertes y valientes, para domesticar los propios impulsos negativos (que todos tenemos), para dar respuesta a quienes vienen a intentar doblegarnos, o para buscar sin miedo la ayuda necesaria. Si educamos niños emocionalmente sanos, dejaremos pronto de hablar de niños acosados y de niños acosadores. Se convertirán en adultos de comportamiento impecable y el mundo, quizá, se convierta en un lugar mejor.