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jueves, 22 de diciembre de 2016

Cinco mil años nos esperan


Vista del Faro de Cabo de Palos (Murcia)


Aún me parece mentira que vaya a verte después de tanto tiempo. No sé cómo he conseguido convencerles para que me trajeran hasta aquí. Siempre están con lo mismo, intentando protegerme, cuidarme, lo sé, pero me enerva que todo el mundo se sienta con el derecho de decidir por mí, controlando lo que digo, lo que como, y casi lo que pienso.

Les dije que tenía una cita inexcusable y que debía llegar puntual, incluso antes, a las 19,30. Había quedado con alguien especial. Se miraron con el rabillo del ojo mientras les contaba esto, y me pareció ver en sus labios una leve sonrisa, paternalista, de quien cree que hay que poner todo lo que digo en cuarentena, como si ya no me funcionasen bien los radiadores neuronales. Verles con esa actitud altanera hace que me hierva la sangre, pero soy consciente de que dependo de ellos, son quienes me llevan y me traen a los médicos, y a veces, incluso, hasta me pasean. Para esta ocasión ya les dije que, una vez que llegásemos al punto de encuentro, debían marcharse, dejarme sola. Con que me recogieran a media noche sería suficiente, como la Cenicienta, pero cambiando el cristal del zapato por piel y horma ortopédica y la carroza mágica, por esta odiosa silla que me acompaña desde hace ya demasiados años. Sin vestido pomposo ni un peinado principesco, con la piel y los ánimos gastados, pero con una sonrisa grande y verdadera, acudo al lugar acordado.

Hay que ver cómo ha cambiado esta playa ribereña. Poco se parece al lugar que guardaba en la memoria. Vienen ahora a mi cabeza imágenes de aquellos largos domingos de verano, cuando traía a mis chiquillas a bañarse y a jugar con la arena, aunque siempre nos terminasen amargando el día las huellas del sol sobre la piel. Acababan siempre las pobres quemaditas, sobre todo Ana, que siempre fue muy blanca. Sus hermanas terminaban con los hombros encendidos, pero ella... Hasta ampollas llegaron a hacérsele en la espalda... Creo que no fui tan mala madre; se me quemaban, sí, pero es que entonces las cremas no eran tan sofisticadas. No te rías, que aunque no se me dio bien ser su sombrilla, sí que creo que conseguí ser la perfecta cocinera, limpiadora, cuidadora y sanadora de heridas y maestra a ratitos si la ocasión así lo marcaba. A veces pienso que no tiene ningún sentido haber dedicado la vida a criar, a sufrir por los hijos, para tener que verme ahora así. Sí, ya sé que se preocupan por mí, pues estaría bueno después de todo, pero no puedo evitar que me duela pasar de haber sido la mamá rodeada de polluelos a la vieja gallina clueca a la que todo el mundo quiere espantar. No es dramatismo, no me quites razón, por favor, que no tiene nombre esto que nos hace la vida en los últimos capítulos.

En esta playa construía castillos de arena cuando los míos eran pequeños, pero también fue aquí, en aquel embarcadero, donde te conocí una tarde de septiembre. Me acuerdo que fui acompañando a dos amigas que querían flirtear con aquellos muchachos amigos tuyos… Sí, ¿cómo se te iban a olvidar? aquéllos que se paseaban por el pueblo con sus motos, perturbando calmas familiares con ese aparatoso porte y el ruido desagradable de sus tubos de escape. 

Tú eras distinto. Siempre lo supe. Siempre lo he sabido... Hablando de ti, los verbos parecen no tener tiempo, y es que, desde que se cruzaron nuestros caminos, tengo la sensación de formar contigo un continuo del que desconozco cuál fue su principio y para el que no parece haber punto y aparte y, mucho menos, final. Me costó años entender por qué aquella tarde en la playa, entre risas, me dijiste "ya te conocía". Sí, ahora lo sé, estamos en esto desde antes de tener consciencia.

Entre nosotros habría ya, desde entonces, un circuito cerrado, donde el uno transitaría en el otro y viceversa, como caminos de ida y vuelta, porque escucharte hablar sería realmente como hablar conmigo misma o, incluso, como escuchar mis propios pensamientos.

Fue el día de mi cumpleaños, apenas unos meses después de haberte conocido en la playa. Era una niña a punto de estrenar los catorce, como tú, aunque creo que ambos nos sentimos zarandeados por el deseo de ser adultos y libres para descubrir sin reservas el primer amor. Nuestro maestro nos lo había explicado. Era la primera vez que el hombre moderno asistiría a un espectáculo estelar como aquél: "El Halley, llamado así en honor al astrónomo que lo descubrió, es el único cometa que un ser humano puede contar con que podrá ver en su vida, incluso dos veces". Aquel 25 de febrero fue para nosotros la primera vez. Nuestro mundo en la década de los ochenta, del siglo pasado, claro (ay, amigo mío, que somos ya testimonio vivo de un tiempo ya casi olvidado y, a ojos de nuestros bisnietos, desconocido), nada tenía que ver con este escenario que eso que llaman telemática nos ha traído. Se habría reído ahora cualquiera que nos hubiera visto subir a aquella terraza a ver un cometa, sin dispositivo alguno de captura de imágenes, sin mayor afán que dejar a las retinas contemplar el cielo y compartir su registro con nuestros cerebros. Y todo en silencio, como el que profesa el espectador que asiste a su primera sinfonía. No hay lugar para comentarios superfluos en ninguna red, porque tú y yo, nuestros cuerpos, nuestras almas, aquella noche formaron un entramado irrepetible e indestructible. No sabíamos entonces que, tras el paso del cometa, la vida tenía previsto separarnos, abocándonos al vacío y la desesperanza, a los sentimientos extremos tan propios del espíritu adolescente. 

Al raso, bajo el cielo de febrero, y a pesar del aire fresco que llegaba desde el mar a enfriar el fuego, el del cuerpo celeste y el de nuestros cuerpos terrestres, supe que tú irías ya para siempre conmigo, como parte de mi ADN emocional. En comunión con el cosmos, que nos regalaba aquella instantánea fugaz, y con nosotros mismos, quedamos marcados con la señal del amor. 

¿Crees que volverá a suceder? Te pregunté, con el miedo de una niña y la sabia calma de quien sabe ya la respuesta. Y tú, no con la voz ingenua de los catorce años, sino con firme convencimiento, me dijiste "Volverá. Volverá ese cometa y volveremos nosotros. Estamos volviendo desde mucho antes de llegar a esta orilla del cielo. He esperado cinco mil años y esperaré por lo menos otros cinco mil, aunque tenga que morir cien veces".

Menos mal que sé que aún no has muerto y que podré verte, y quizá retenerte, de nuevo. Te confieso que a mí me ha costado llegar ilesa a nuestra cita. Desde hace más de quince años peleo por despertar y encontrar la energía que me ayude; anda siempre jugando al escondite, ignorando probablemente que no me hace ninguna gracia andar tras ella como alma en pena. Mantuve la ilusión durante años, aun sabiendo que vivías muy lejos; me dijeron que trabajabas para una compañía chilena, que eras feliz con ellas, con tu mujer y tu hija Ariadna ¿Cómo fuiste capaz de ponerle mi nombre? Tu excéntrico discurso siempre me fascinó; pensar en tus desvaríos sobre reencuentros estelares siempre me mantuvo despierta, atenta, y eso que creo que conseguí trazar mi propio camino, mi familia, mis hijas y mi esposo... Si alguna vez te olvidé fue transitoriamente, por una cuestión de supervivencia y equilibrio mental. Desde que los modernos sistemas de este siglo nos dejaron hablarnos y vernos de nuevo, al menos en remoto directo, ha sido imposible no pensar en ti, en la vida que podría haber sido y no fue y la que espero que sea ahora, al final del viaje. Quien me oiga creerá que estoy loca; loca sí, y enamorada.




Y hasta aquí, sin saber ni cómo ni muy bien para qué, he llegado. Hace semanas que en las noticias hablan del regreso del Halley. El pequeño de mi casa ha estado preparando una presentación para su escuela. ¿Y tú, abuelita, te acuerdas de tu primera vez? Sí, contesté; estaba oscuro y despejado. Me estrechó y acarició. Surcó el cielo aquella fulgurante luz, dibujando sobre nuestras cabezas el mapa del futuro... Y el pobre niño se fue corriendo buscando a mi nieta, ¿sabes? Creyó también que esta que te espera andaba ya con la sesera en ruinas... ¡Pobrecito! ¿Cómo explicarle lo que nadie entiende?

Apenas hace frío ya a comienzos de mayo. Me ha sorprendido que me hayan dejado sentada en esta terraza sin demasiadas preguntas. Les he dicho que, si les necesitara antes, les llamaré. Parece que se lo han creído. Llevo toda una vida, o quizá más, preparándome para esta noche. Como te demores mucho no nos dará tiempo a subir al faro. Espero que sea verdad que lo tienes todo previsto, porque comprenderás que en silla es difícil atreverse con las escaleras, y yo quiero llegar a tiempo para verlo. Ojalá ya hayan apagado la luz cuando sea la hora. ¿Quién lo diría, verdad? Setenta y cinco años después juntos, acodados en la barandilla, mirando el cielo iluminado de nuevo por el cometa. No me siento tan vieja ahora que me has levantado y me agarras la cintura. Quién diría que tenemos casi noventa años y cientos de arrugas entre los dos; en este mismo instante, a tu lado y con el firmamento mirándonos, siento bajo la blusa la tersura en la piel de los catorce y la exaltada sensación de quien siente que ya ha llegado a puerto y puede echar el ancla para siempre. No me mires así, que me ruborizas. Esa gabardina beige te sigue dando un porte elegante, aunque el aire de aquí arriba la desluzca ahora entre ráfagas. Abrázame. Dime cuántos años faltan para verte de nuevo. No tengo miedo ni al tiempo ni a las alturas... Ya llega nuestro Halley. La próxima vez estaremos al otro lado de su estela. Salta, no temas, cinco mil años nos esperan.


domingo, 6 de marzo de 2016

Somos polvo de estrellas...

Cometa Halley, 9 de febrero de 1986

A mi pueblo se podía llegar por carreteras de las que ahora llamamos secundarias. Eran en realidad caminos agrícolas asfaltados. No recuerdo que hubiera arcenes ni que estuvieran pintadas las rayas divisoras de los carriles. Si uno venía de San Javier, se accedía entrando primero a la carretera de Sucina, que aún hoy sigue bordeada por una frondosa hilera de pinos, y desviándose a la altura del cementerio. Cuando nuestro Cientoveintisiete naranja rebasaba la puerta fúnebre para dirigirse a El Mirador, mi mente de niña, impresionable y asustadiza, siempre sentía cierto escalofrío, sobre todo si era de noche, porque entre las rejas negras se podían ver lucecitas rojas, procedentes, me imagino, de esos velones de carcasa de plástico carmesí, tan del gusto de las liturgias religiosas.

Pronto se pasaba la tétrica sensación; las siguientes luces que íbamos a ver serían blancas, un poco tenues, las de las farolas casi recién estrenadas que daban la bienvenida al pueblo, si ya había caído el sol. Pero, hasta llegar allí habría primero que recorrer unos cuantos kilómetros de campos de limoneros, plantaciones de lechugas o alcaciles (que así llaman en Murcia a las alcachofas) y cientos de invernaderos que, vistos desde dentro del coche y a unos 70 kilómetros por hora, daban la sensación de ser un infinito camino blanco, paralelo al asfalto. A mí me parecían tiendas de campaña de plástico basto. Ahora son muy sofisticados, alardes de ingeniería, pero entonces eran una obra artesana, a veces un poco tosca, pero muy eficaz, a la vista de las buenas campañas de recogida de pimientos que se festejaban cada temporada.

Yo no sabía calcular las distancias ni casi medir el tiempo; había un par de cruces de caminos en los que podía salirte al paso un tractor o una furgoneta de trabajo, camuflada tras una buena capa de tierra de color marrón rojizo, nutrida a base de jornadas de campo, señal indiscutible del esfuerzo de su conductor. A veces, en el camino, el coche tenía que sortear algún viejo ciclomotor, conducido con despreocupación y casi imprudencia por algún trabajador o, incluso, hacer parada técnica, obligado por un rebaño de ovejas que, parsimoniosamente, se dirigía al mismo lugar que nosotros; no parecían hacer mucho caso ni a su pastor ni a su perro, que ladraba efusivamente para darles el aviso de que había un intruso sobre ruedas a la vista, de manera que el viaje que podría haberse recorrido en lo que tardaba Julio Iglesias en cantar tres de las suyas en el “casette” de mi madre, podría al final obligarnos, si las dichosas lanudas seguían sin apartarse de nuestro camino, a darle incluso la vuelta a la cinta y escuchar otras tantas del “amante bandido”. También podía suceder que la conducción de mi padre no encontrara contratiempo alguno y no diera ni para terminar la segunda canción, cosa que solía coincidir, mira por dónde, con el día en que yo había convencido a los demás ocupantes de poner la de Mecano.

Y “entre el cielo y el suelo”, como cantaban aquéllos, terminábamos por ver siempre, al final del camino de invernaderos, el perfil dibujado de aquel “mirador” que mis padres habían elegido para otear la vida. Varios acontecimientos familiares que no vienen ahora al caso les llevaron a poner el dedo sobre el mapa de la región, atinando a señalar aquella pedanía desconocida para la mayoría, pero que pronto daría a conocerse en aquellos años ochenta por sus exportaciones agrícolas y su prosperidad, que vino de la mano de la riqueza de su tierra, pero también de la inteligente y sostenible gestión del agua, que aunque por estos lares escasea, es convenientemente distribuida y administrada desde que llega por el trasvase del río Segura, mediante un moderno sistema de regadío, heredero del que ya los árabes nos dejaron para sacar buen provecho de estas tierras del sur.

Desde el primer día, la gente se volcó con nosotros, gente del campo, gente noble y entregada, de la que abre los brazos al de fuera, tanto si viene a trabajar bajo el plástico, bajo el sol o frente al encerado y los pocos pupitres de la escuela, como mi padre, maestro de números, de letras, de geografías físicas y soñadas, otro hombre gentil, de carácter afable y maneras sencillas, que gustaba tanto de la relajada charla con el agricultor como del libro de Sócrates o de la cartilla Palau.

Mucho ha cambiado El Mirador en estos más de treinta años. Entonces, igual que ocurría en cientos de pueblos españoles, aún estábamos despegando hacia lo que sería la modernidad. No teníamos farmacia ni centro de salud; para los menesteres médicos había que desplazarse a San Javier y a San Pedro del Pinatar, si se quería ir al cine o a un supermercado de los grandes. Había lo fundamental, una iglesia, un colegio, un Casino, la carnicería de Mari Puri, la pescadería de la madre de mi amiga Loli y dos tiendas de ultramarinos, “Ca Pepe” y “Ca Concha”. Yo era más de la segunda, que me pillaba más cerca y siempre me dejó, con mirada comprensiva y sonrisa de regañina, que dejase “apuntado el bollycao”, cuando no llevaba encima los cinco duros que costaba. Ya con apenas siete años hacía yo la compra a mi madre, aunque por el camino de regreso a casa terminase perdiendo siempre quinientas pesetas, de las del billete azulón (demasiada encomienda para la zagala del maestro, que apenas levantaba un metro del suelo).

Aunque la tienda de Concha y Pedrín estaba al cabo de mi calle, la que se conocía con el nombre de “Mayor”, aunque en la placa que había en la pared luciese el de “Calle de Rosario Bernabéu”, en el corto trayecto hasta nuestro piso, que no llegaría a los cincuenta metros, de todo me podía pasar. Menos mal que detrás del cristal de alguna ventana siempre habría alguien para darse cuenta del despiste, caída o travesura: Francisca, mi catequista, aquella mujer de maneras cuidadas que practicaba vida sosegada y en soledad; la abuelita de mi amiga Lourdes o Concha, la de la tienda. Ella llevaba la alimentación y droguería, y ya en los últimos tiempos incluso los artículos de papelería y la venta de tabacos. Su marido, Pedrín, era quien regentaba el bar contiguo a la tienda, entre cafetería y heladería, y siempre lugar de reunión para los hombres del pueblo, los del puro y el dominó. Y allí en “los pisos” vivía el maestro don Manuel, con su mujer y sus hijas, pared con pared con Sebastián, el director del único banco del pueblo y entrenador, en sus ratos libres, de los chavales que empezaron a jugar al fútbol más allá de la verja del colegio o la pista de tierra del descampado de la calle de atrás.

Aquel edificio de ladrillo rojo y dos alturas donde vivíamos, moderno a más no poder para los tiempos que corrían, compartía su patio de luces con el de la casa del cura y de la iglesia, donde había varias palmeras plantadas que servían de resguardo a los gorriones y pajaritos mañaneros; entre el canto y las campanas de la misa de los domingos no había quien parase en la cama más allá de las 10 de la mañana. Los días de diario, uno ya andaba acostumbrado a escuchar cómo el reloj de la iglesia iba dando las horas y las medias. Yo creo que hasta los cuartos. En torno a “los pisos del Montes”, bautizados con el nombre de su propietario, sólo había casas de planta baja, adosadas unas a otras, como un rosario dibujando  cada una de las calles. Y tres calles por detrás, se hallaba el otro edificio que tenía el pueblo, rodeado igualmente de viviendas unifamiliares de las de entonces, nada de dúplex ni chalet, que esos vinieron mucho después. La otra gran construcción en ladrillo rojo era el colegio, que se levantaba a las afueras, donde estaban a punto de extenderse de nuevo los plásticos del pimiento.

Plaza de la iglesia de El Mirador (San Javier). El edificio de dos plantas que asoma por la izquierda es en el que yo vivía con mi familia.

Y allí transcurrieron muchos años. Desde casa al colegio tardábamos andando apenas diez minutos; teníamos que cruzar, como ya conté en una ocasión, una rambla, que ahora está ya pavimentada y tiene pistas de fútbol y parque infantil, pero que entonces era de tierra, con higuera y almendros incluidos, que daban buena sombra y servían de recatado resguardo para los primeros besos de pubertad. Atravesábamos ese cauce artificial, que tantos sustos nos daba cuando venía la riada con las lluvias torrenciales del mes de septiembre, porque si se desbordaba parecía señal de ser el acabose; mi padre, don Manuel el maestro, abanderaba la marcha de las 8, 45 de la mañana, camino del cole, seguido, como el flautista de Hamelin, por una buena recua de críos que habían ido saliendo de sus casas conforme la comitiva escolar iba avanzando. En esas pequeñas caminatas hubo veces en que me sentí bien orgullosa de mi padre, el que nos llevaba y enseñaba verdades mirando las hojas de la higuera. Él nunca me dio clase, por eso de evitar el favoritismo familiar, pero siempre sentí, aun cuando era pequeña y apenas me enteraba de la misa la media, que a mi padre se le quería en El Mirador. Los chavales le apreciaban porque era un hombre cercano y sabio. Conservo una fotografía que se hizo con un par de alumnos gitanos y tengo en la memoria también la anécdota que siempre contó sobre ellos: “A mí me dijeron, ay, payo, danos uno de esos billetes azules que tienes (de 500 pesetas) y, claro, nena, no pude decirles que no. Y así los tuve mucho tiempo, detrás de mí y de mis billetes azules, como si me sobrasen”. Y es que, en aquella época, un maestro ganaba cincuenta mil pesetas, unos trescientos euros, que nos da ahora la risa.

Las muestras de afecto y agradecimiento hacia el maestro podían venir de muchas maneras. Los miradorenses nos invitaban siempre a sus festejos y celebraciones, como si fuésemos de la familia. Y, al final de curso o en Navidades, se honraba al tutor con una cesta, un buen cajón de brócoli, pimientos o alcaciles de primera y eso no es un regalo, es un regalazo. O bien aparecía por casa un conejo vivo, tan mono él, como obsequio destinado a un trágico final que mi madre ni sabía ni estaba dispuesta a darle. “Manolo, yo no lo mato”. Y en la galería andaba saltando el pobre animal, esperando a que alguien tuviera el valor de asestarle el golpe de gracia… Nunca supe muy bien qué fue de él; sospecho que mi madre lo dejó escapar escalera abajo, para que terminara perdiéndose por el campo de atrás. Lo mismo hacía con mis periquitos; les daba pena y terminaba soltándolos para que hicieran amistad con los canarios del patio de la iglesia, los cantarines de la palmera que hacían de coro a las campanas de la misa… A mi madre, por cierto, también se le tuvo mucho cariño, como profesora y como artista. Hace apenas unos años, en el centenario de la iglesia, el pueblo tuvo la gentileza de regalarle una placa en agradecimiento por el escudo de la localidad, que con tanto cariño mi madre diseñó y regaló más de veinticinco años atrás. Ya en él se podía leer el lema que hoy llevan por bandera: “El Mirador, huerta del Mar Menor” (bueno, ahora son “huerta de Europa”, según reza la rotonda que en la actualidad da acceso al pueblo). El dibujo de un limonero corona el de la fachada principal de la iglesia, emblemas ambos de lo que eran y son en este pueblo de tradición agrícola.

Son muchos los nombres que resuenan en mi cabeza, los de las amigas de la comba y el elástico, con las que a veces peleé tanto y que hoy cuento entre mis confidentes y aliadas; los de los niños que cuando era pequeña me hicieron rabiar y reír a partes casi iguales; los de los maestros de la escuela, que eran pocos y bien avenidos, la panadera, el ferretero, la tendera, la de las golosinas, “el Rojo” (el de la cuba, que repartía con su camión cisterna agua para todos, cuando no había aún agua corriente); Hortamira, Centramirsa o "El Dulze" templos de la exportación hortofrutícola, la droguería de Olmos, que tantos años ostentó el cargo de alcalde; la panadería de Los Pinos, donde voy ahora con mi hijo mayor cuando vamos de vacaciones para que se entere de lo que es un “pan moreno” de verdad… Y tantos otros que han terminado por difuminarse con el paso del tiempo, pero que forman parte importante de ese entretejido de la memoria… Si tuviera que elegir una imagen escogería la de la fachada de la iglesia y la de los pinos que bordean la verja del colegio, que ahora miden más de cinco metros, pero que plantamos los niños en aquellos años ochenta. Nos llegaban por nuestra cintura infantil y ahora rozan casi el cielo. Y, si se trata de rescatar olores, viene en seguida el olor intenso a pimiento, sobre todo el verde, cuando está en la mata dentro del invernadero, con esa atmósfera enrarecida que acentúa el perfume, o el de las plantas de hinojo que había en los bordes del camino y que arrancábamos para chupar y refrescar la boca con su agradable sabor.

Pero, de entre los muchos días felices de mi infancia en El Mirador, hay uno cuya imagen ha regresado a mí, como si fuese una captura de pantalla y eso que el recuerdo llega desde el siglo pasado. Antes de la revolución tecnológica y de la comunicación globalizada, cuando sólo había cámaras de fotos analógicas, con suerte de la marca Kodak, y no existían los teléfonos móviles (en mi casa no había ni teléfono fijo; para llamar nos íbamos a la cabina o al teléfono público del Casino de pueblo), cuando el conocimiento llegaba sólo a través de “la Espasa Calpe” o “el Larousse” o, en su defecto a través de la clase del maestro, y con un único canal de televisión, a la vida sosegada del campo podía pasarle por alto hasta el acontecimiento astronómico más relevante de finales del siglo XX.

El 9 de febrero de 1986, el cometa Halley y su brillante estela pudieron observarse nítidamente desde nuestro Planeta; orbita alrededor del Sol y puede ser avistado cada 75 años, recordándonos lo pequeños e insignificantes que somos, pero también lo afortunados que debemos sentirnos por poder presenciar y disfrutar de un espectáculo estelar así. Y como no había “smartphones” ni andábamos abducidos aún por las pantallas de “Apple”, no había otra que dejarse atrapar por la situación y clavar los ojos en la inmensidad del cielo. Para los niños de El Mirador ochentero fue mi padre el maestro de ceremonias del cometa; se encargó de avisar boca-oído a todos cuanto pudo, para terminar reuniendo al final de aquel día a un grupo numeroso y diverso de jóvenes curiosos. Subimos al edificio más alto del pueblo, o sea al terrado de mi casa, y allí, bajo aquella bóveda diáfana y centelleante, mi padre comenzó a explicarnos qué era un cometa y qué tenía de especial el que estábamos a punto de ver pasar. Yo veía que mis amigos del colegio le escuchaban con atención, y juraría que con admiración, y sentí una gran satisfacción y orgullo por ser su hija, por tener en casa un maestro de estrellas que embelesaba al tiempo que explicaba. Me sentí importante a su lado. Todos nos sentimos aquella noche especiales, al paso de aquella impresionante estela. No hizo falta fotografiarla ni compartirla en “Twitter” o “Facebook”; aquella imagen quedó grabada a fuego en nuestras retinas, en nuestro disco duro interno de niños de pueblo que se convertirían en adultos, y a veces víctimas, de la moderna globalización. Ese 9 de febrero, el Halley surcó la noche miradorense y, quizá sin pretenderlo, nos llevó de viaje al futuro, a lo que hoy somos.

Gracias, El Mirador, por tan bello recuerdo. Gracias, papá, allá donde estés, por haberme hecho sentir especial siendo la hija del maestro. Quién sabe si para 2061, cuando se prevé que el Halley se deje ver de nuevo por la Tierra, seré yo, ya octogenaria, quien enseñe el cielo a los nietos o biznietos. Miraré a la infinita noche y te saludaré cuando pases, papá.