sábado, 25 de marzo de 2017

InfluencER: Lo que decimos + Cómo lo decimos = Lo que somos y ve todo el mundo




Porque no es fácil aprender a analizar las entrañas de un idioma, aunque sea el materno y el que sentimos como parte de nuestro ADN; por eso, quiero ayudaros desde esta ventana digital...

porque aprender no es sólo memorizar conceptos, sino tener activados los sensores de la motivación para saber por qué y para qué estudiamos algo...

Porque en la era de la comunicación global, en la que, casi desde la cuna, los humanos aprendemos a mantenernos en continua conexión con el mundo a través de las redes sociales, debemos cuidar nuestro lenguaje, su expresión formal y su contenido, como parte de nuestra imagen, la que mostramos a diario y que habla de nuestra inteligencia, de nuestra sensibilidad; en definitiva, de nuestro mundo interior.

Porque la realidad nos demuestra que no solo se aprende en las aulas... Sería una ingenuidad creer que sobre los pupitres y las pizarras están formándose los adultos del mañana... Ellos, los actuales estudiantes, los infatigables navegantes, cambiaron el líquido amniótico que les trajo hasta aquí por el buceo en aguas tecnológicas, internacionales, apasionantes y a veces peligrosas... Como profesores, debemos "echar una red a la gran red" para ayudar y guiar, para mostrar nuevos rumbos...

Estaría bien conocer cómo valoran ellos sus procesos de aprendizaje, su realidad académica, sus perspectivas de futuro... ¿Qué les interesa y qué les gustaría aprender...?




sábado, 18 de marzo de 2017

Ser tu sujeto...


Ser tu sujeto...

Por ser mi comienzo; 
tú, mi predicado, que se conjuga y transforma para brindarme la esencia:
un número, un tiempo, una persona. 

Podré ser yo tu agente o tu paciente, 
realizarte o bien recibirte con los brazos abiertos de mi sintagma...

Lo sustantivo en mi seno
casa con tu alma de verbo, 
que me copula o me predica,
tal es tu sintaxis en mi enunciado.  

No importa si otras quieren cortejarte, 
palabras hay muchas en el mar de nuestro idioma. Mas solo una, la mía, que es cardinal y certera, concuerda contigo,
cual binomio que me mueve,
me sujeta...
y me resuelve.


InfluencER sintáctica

jueves, 16 de marzo de 2017

"InfluencER" sintáctica



Comparto con todos vosotros los enlaces de los vídeos (caseros, muy caseros, de momento), con los que he querido "echar un cable" a mis alumnos antes de su examen de Sintaxis. 

La acogida por parte de los chavales ha sido fabulosa, tanto que me he animado con la idea de poder ser "una influencer" sintáctica, jajajajaja. En realidad, lo que me satisface es pensar que, con el tema de ver a la profe "sin cabeza" hablando delante de la cámara, han terminado por "engancharse" hasta quienes nunca escuchan y parece que nada de los libros les importa. No les creáis, no hay alumno malo; es solo cuestión de actitud... 

Hay que renovar las metodologías en los centros escolares, no sólo porque el conocimiento teórico no es ya la clave del aprendizaje y deberíamos trabajar por competencias, sino porque en un aula de la escuela pública es imposible explicar contenidos a 29 alumnos ruidosos y bastante desmotivados. Libros inabarcables, clases muy "nutriditas" y numerosas pruebas y exámenes (internos y externos) por superar. 

En ese contexto, con el simple hecho de poder dar una clase, sin interlocutor activo, con el sosiego de saber que no va a haber interrupción... Claro, ¡me vengo arriba! ¡me emociono! Sin dudarlo... ¡¡¡Si por la mañana en el aula siento que predico en el desierto!!!

Aquí os los dejo... A pesar de lo chocante de haberme lanzado a salir espontáneamente, hasta sin cabeza... ¡Un profe debe dejarse en casa los complejos!

Saludos y gracias a todos, a los generosos y pacientes amigos y a los alumnos, que tanto me animan... 







lunes, 6 de marzo de 2017

Palabra de mujer




Lo que recitan mis neuronas de mujer,
en el eléctrico verso que las conecta con cada rincón y cada poro; con mis contornos visibles y los que solo yo conozco, con la intimidad de mi alma y la de cada uno de mis pliegues y cadencias.. 

Esas notas arrancadas al pentagrama de mi pensamiento y convertidas en rimas; toda mi métrica y poética te susurro esta noche, para que sepas quién soy y dónde encontrarme, donde vibran las palabras, las cardinales.

martes, 28 de febrero de 2017

Yo fui como tú



"Te entiendo, porque yo fui un poco como tú. Y como tú. O tú". Yo también fui adolescente y anduve distraída en platónicas ensoñaciones y quise rebelarme contra quienes querían imponerme su manera de ver el mundo y preferí siempre salir con los amigos a sentarme a estudiar; incluso alguna vez practiqué el escapismo y me esfumé de alguna clase por la puerta de atrás, aun cuando yo era la delegada y responsable del parte de faltas, versión rudimentaria muy alejada del registro digital que ahora llevamos los profesores. 

Sí, me sentí como vosotros, en un cruce de caminos, desorientada; en el ojo del huracán, el centro de todas las críticas y presiones: "tienes que estudiar; es la única herencia que te podemos dejar" -decían mis padres-; "deberías ser como menganita, que saca todo dieces y va a ser dentista" -sugería algún familiar-; "¡qué pena que suspendas tantas, si eres buena chica...!" -otro comentarista inoportuno-; "el futuro está en las ciencias y la tecnología, quien no sepa de ordenadores y maneje el inglés irá seguro al paro"- idea extendida entre la mayoría de los estudiantes, promovida por algunos orientadores de entonces...

Que sí, que yo también suspendía asignaturas en el instituto y muchas por trimestre. Había terminado la etapa de Primaria con muy buenos resultados. Fui una niña aplicada y obediente. Mis padres eran profesores y digamos que, en ese sentido, el contexto me resultó muy favorable, porque ellos estaban ahí para reforzarme y apoyarme, pero sobre todo para estimular mi inquietud hacia aquello que me contaban en la escuela. En mi casa había muchos libros y mucho amor a la pedagogía. Mi padre solía leer poesía o filosofía y mi madre me explicaba apasionadamente la genealogía de la monarquía española desde los Reyes Católicos hasta Juan Carlos I, que por cierto aprendí de memoria en 8° de EGB para luego exponerla en clase casi con la misma efusión que mi maestra. 

En el colegio, un centro público de un pueblo pequeño, conté con unos profesores extraordinarios que consiguieron mantener la llama encendida en el corazón de aquella niña. Doña Isabel, don Vicente, don Salvador, la señorita Victoria o Manoli (que ya no gustaba ni del "doña" ni del "señorita") están en mi memoria escolar, junto a los "progresa adecuadamente" y las calificaciones de entonces.

Llegó el momento de dar "el gran salto" a la educación secundaria, que por aquel entonces tenía lugar una vez acabada la Educación General Básica y tras haber adquirido el correspondiente Graduado escolar. La mayoría de nosotros tenía ya trece años y, en muchos casos, debíamos acudir a un centro de otro municipio, ya que, en aquellos años 80 y 90, la red de institutos no era tan grande ni estaba tan bien dotada de recursos como la actual.

Cambiaban el escenario, el pueblo y el aula, pero también los compañeros y la dinámica académica, en tanto que pasábamos a tener un profesor especialista por cada una de las materias y estas se multiplicaban por áreas de conocimiento: Historia, Biología, Dibujo técnico, Música, Matemáticas, o Latín, Filosofía, Geología y Física y Química, que llegarían ya en los cursos superiores. Cada docente llegaba al aula con su propio repertorio, con un estilo de enseñanza y sus exigencias; los había muy tradicionales y severos, mientras otros procuraban desmarcarse con algún que otro pinito de innovación metodológica. El caso es que para mí, al borde del precipicio adolescente y con una frágil autoestima académica, aquellas interminables clases de doctos señores terminaron por hundirme en el "sólo sé que no sé nada". Quizá no supe adaptarme al hecho de que ya no existiera un director que orquestase el conjunto, ese profesor de la Primaria que venía a ser casi como un padre o madre y que velaba por saber en todo momento cómo estabas y cómo podía ayudarte. Allí, cada uno llegaba con su instrumento, a ejecutar, magistralmente, sin duda, su partitura. Una pena, pero para mí, aquello no era un concierto, sino un caótico ir y venir de profesores, de sesudos libros de texto y sus indescifrables contenidos, que vinieron a convertirse en una sinfonía tortuosa, que nada parecía tener que enseñarme. Eso sí, había que aguantar como fuese el concierto hasta el final y demostrar que uno había entendido la finalidad del mismo. 

Todo aquel que pensase en "ser algo el día de mañana" debía acabar el BUP, el COU e ir a la universidad. En la España de la democracia empezó a crecer el número de jóvenes que cursaba estudios de secundaria y el que luego accedía a las distintas facultades a graduarse. Comenzó entonces la "fiebre académica" que sembró nuestro país de licenciados y diplomados. La educación se perfilaba como un horizonte prometedor que nos haría progresar como ciudadanos y como sociedad. Aunque es obvio que el grado de cualificación condicionaría las oportunidades laborales futuras, una muchacha adolescente como era yo, que aún no había descubierto sus aptitudes intelectuales, no podía apropiarse de aquellas elevadas expectativas. 

Yo, como otros en mi clase de entonces y otros tantos en las clases de hoy, no tenía la madurez ni la perspectiva suficientes para saber qué camino emprender; no era consciente de la dificultad de su trazado ni del nivel de exigencia del mismo. No estaba pensando en el futuro; solo importaba mi presente, mis rebeldías y apasionamientos y mis amigos. Me preocupaban mis malos resultados, pero no porque supiera que me cerrarían puertas venideras, sino porque disgustaban a mis padres y me hacían creer que yo no sabía, ni servía ni aprovechaba. Nada parecía poder sacarme de aquel estado de bloqueo. 

Ahora, que tan de moda está hablar de trastornos de déficit, creo que podríamos decir que yo sufría uno muy dañino, el TDM, o lo que bautizo desde ya con el nombre de Trastorno de Déficit de Motivación... El colmo fue escuchar a mi tutor de segundo de BUP decirle a mi madre que sería mejor que pensase en otra alternativa para mí, "porque Emilia no parece que valga para los estudios". Hala, sentencia firme: "como no sabes bien qué es eso del cálculo infinitesimal, cuando "x tiende a infinito"; como no parece que la velocidad, el tiempo y el espacio o la aceleración te inmuten lo más mínimo y dado que las espinas del "rosa, rosae" se te han atragantado, te has perdido entre el Mío Cid y Espronceda y no sabes de verbos transitivos, yo te declaro "estudiante incompetente" para el mundo académico universitario y para el desarrollo de cuantas profesiones exigen el título de marras". ¿Y si mis padres hubieran hecho caso a los augurios agoreros de mi profesor? ¡Qué peligrosas son las etiquetas, que nos segregan y limitan!



Afortunadamente, mis padres intuyeron que en mí había una semilla que un día germinaría. Sólo era cuestión de tiempo, de paciencia y de trabajo. La realidad era que había que pasar por los filtros del sistema e ir superando los cursos y lo fui consiguiendo, con profesores particulares de apoyo que me ayudaron a aprobar, que no a comprender, y "empollando" datos sin procesar para después "vomitarlos" sin saber muy bien por qué ni para qué. El trayecto de la secundaria me resultó si cabe más difícil porque, cuando llegó el momento de elegir materias optativas, me dejé guiar por las voces proféticas que nos convencían que "ser de ciencias" te daría trabajo seguro... De nuevo, las etiquetas. Convencida de que no tenía ningún talento en concreto, hice lo que todas las futuras promesas hacían, optar por "ciencias puras", firmando sin saberlo mi sentencia de muerte y así, llegué, fracasada antes de empezar a la anhelada universidad... 

Con mi nota media del instituto y la Selectividad, solo podía matricularme en Ciencias Exactas, Físicas o Biológicas. Mi necedad y el sinsentido de la secundaria me condujeron a un callejón sin salida. Necesité dos años de descalabro universitario para aceptar que me había equivocado, que necesitaba encontrar algo que me hiciese sentir útil y viva, porque aquellas clases de Botánica y la disección de la sardina estaban hundiéndome poco a poco en un fracaso abisal. Cuando veía a una de mis compañeras hablar emocionada de sus clases de la facultad sentía mucha envidia sana. "¡Cuéntame! ¿Qué es eso que estudias tú?". -"Filología Hispánica. No sé qué me gusta más, chica, si la Psicolingüística o las clases sobre García Lorca". -"¿y crees que alguno de tus profesores me dejaría entrar a una de esas clases como oyente, a ver de qué van y si me gustan?"... Una tarde entré a la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia y ya no salí; quedé seducida por versos, sintagmas y semánticas renovadas. Descubrí aquel día que había para mí un lugar donde aprender y una oportunidad de futuro (gracias a mi amiga Arantxa Martín por arrojar luz a mi vida y llevarme al "santuario" de las Letras).

Terminé mis estudios de Filología Hispánica y por primera vez me sentí satisfecha, a pesar de que, por aquel entonces, ni me planteaba la enseñanza como profesión, aun siendo como era el final más previsible. Otros diez años hicieron falta y una primera incursión laboral en el mundo del Periodismo, para terminar descubriendo que mi sitio era este, que mi función en este mundo era ser docente, transmitir (o eso espero) y persuadir a los más jóvenes de la belleza del lenguaje...

La enseñanza ha ido evolucionando y procura cada vez más adaptarse a la diversidad de los alumnos, a los nuevos y trepidantes tiempos, pero aún tiene mucho que modernizar en sus entrañas. Hay profesionales extraordinarios empeñados en hacer realidad esa necesaria transformación, ese cambio de mentalidad. Porque ya no creemos que haya uno solo tipo de inteligencia; hay que apostar por que todos tenemos un talento, por que es muy necesaria la educación, pero también la motivación, poner en marcha el "motus", "lo que te mueve". Y, puede que sea verdad que en ese mundo tecnológico y global haya grandes oportunidades para quienes sean diestros en los aspectos científicos, pero también hay lugar en él para pensadores, artistas, emprendedores, músicos, profesores e, incluso, vendedores de sueños...

No dejéis que nadie os convenza de lo que sois o no sois capaces, porque todos tenemos una semilla, una cualidad que merece atención y cuidado. Necesitará de alguien que sepa regarla convenientemente, pero no os confundáis, requerirá además de toda vuestra entrega y esfuerzo. No creáis que la vida regala nada. Cada día perdido es una oportunidad que no vuelve. Yo tuve que cumplir los veinte años para saber qué rumbo quería tomar; para ello, fue fundamental el apoyo incondicional de mis padres, que apostaron por mí, a pesar de mis reiterados batacazos. No siempre las circunstancias son favorables; no siempre los padres pueden estar dando soporte material a nuestros despistes e inseguridades. Por eso, vosotros debéis perder el miedo a saber qué queréis ser; nosotros, los profesores, debemos procuraros no sólo la guía académica, sino también la humana y la emocional, y los padres tendrían que dejar a los hijos descubrir su talento, su camino, más allá de lo que ellos tenían previsto para el futuro. No proyectemos en nuestros hijos nuestros sueños. Dejémosles ser y soñar. Chicos, no dudéis de que el futuro es vuestro, de nadie más. Creed en vosotros y apostad fuerte siempre. Ganaréis.

lunes, 6 de febrero de 2017

Mi pizarra, mi ventana


Muchas veces, en el transcurso de mis clases, hay momentos que podríamos llamar de conexión intergeneracional. Ante la pasividad de algunos alumnos, caras de aburrimiento o incomprensión o también frente a quienes parecen reaccionar al estímulo académico y se enfrentan a sus estudios con la motivación del buen resultado, no puedo dejar de sentir empatía, mucha empatía.

Siento a veces que mi voz debe abrirse paso, pertrechada de la entonación y firmeza que la ocasión requiere, y cruzar la gran muralla que asedia sus mentes. Y, de repente, la memoria me traslada al otro lado de la trinchera, y me veo de nuevo sentada en una de esas mesas verdes, con catorce o quince o dieciséis años, intentando escuchar un discurso vacío para mí, además de indescifrable si se trata de números. Soy una adolescente y en absoluto entiendo esa gravedad y ceremonia con la que los profesores dan a conocer sus conceptos, que me resultan tan extraños y parecen encriptados con la mala fe de quien preferiría seguir siendo el único poseedor de la verdad...

El profesor continúa con la tiza enrabietada sobre la pizarra verde, inundada de un galimatías de letras y números, guiones, corchetes y llaves, potencias, infinitos insufribles e inquietantes secuencias (i)lógicas... Recuerdo ahora a aquella muchacha para la que la historia era un entramado de fechas y eventos desconectados y lejanos, aunque a veces apasionantes; la poesía, un ritmo, con rima o sin ella, un espejo que nos trae de vuelta la imagen de quien querríamos ser. Aminoácidos y enzimas; lípidos y cromosomas, se empeña la joven en engullir, sin masticar, a traición, que luego habrá que demostrar. Ígneas o metamórficas, caen sobre mi mesa enormes y traicioneras rocas, que no termino de entender ni ubicar en mi mundo. Sólo atino a hacer propio el "sólo sé que no sé nada" y aquello que Platón sugería sobre el amor idealizado en el que ya están más que licenciados nuestros adolescentes.

Y frente a ese escenario donde los profesores celebran la liturgia del saber, yo, espectadora despistada y a veces indiferente, termino volviendo la cara, bien para buscar compañera de charla o bien el perfil del chico que me tiene ganado el seso (hasta ahora así, escrito solo con "s") y a ratos, el alma. Si no hubiesen venido ni uno ni otro a clase hoy, mis ojos se habrían ido, sin pensarlo, hacia la ventana, para quedarse allí atrapados, en los árboles del patio o los nubarrones que anuncian lluvia en el cielo, pero también tempestades en mi pensamiento. 

Estoy (están mis alumnos) secuestrada/os en otra dimensión, zarandeados por las voces paternales que me/nos riñen por llegar tarde, estudiar poco  y por esa habitación desastrosa que tenemos. "Tarde", "poco" y "desastrosa", palabras poco estimulantes para quien se siente también asediado por las etiquetas con las que le marca la red (más bien trampa) de ciberamigos: "empollón", "manta", "gordo/a", "chivato/a", "nenaza", "marimacho", "gafotas", "enano"...

Quiero silenciar estos ruidos, bajarles la frecuencia. Debo empezar a escuchar qué es eso de los polinomios y el verso hiperbólico ¿o era el tiro parabólico? Me preguntan por el grupo de clase si la acción del cuento que había que analizar era dinámica o estática y que cuántos sintagmas preposicionales había... Y yo que ando aún descifrando qué es eso del H2SO4 y su relación con las Cruzadas... A veces, estoy por decir "basta", "que me bajo", que yo no atino a comprender qué hay detrás de lo que me dicen, granizada de conceptos que me martillean y hunden, dejándome más clavado aún en esta silla. Abriré mi paraguas, para no mojarme con tanta tormenta de ideas... ¿Hay alguien ahí dentro que pueda escucharme? A lo mejor me vengo yo creyendo de la rama Sapiens de los Homo y va a ser que todavía no he pasado de invertebrado descerebrado... Me miro en el espejo y no me lo parece; ahí están mis rasgos en la cara y mis dos manos, que aún no sé si serán neurocirujanas, concertistas o recolectoras, de frutos o de mentes ajenas, o de ambas cosas... Y sé que pienso y que siento, que me emocionan las historias, los paisajes, la música y el viento... Pero, ando perdido en el bosque de las ideas.




A lo lejos parece oírse un murmullo, apenas audible, pero que sí entiendo... Ahora lo escucho más nítidamente, es mi profesor de Plástica, que me habla de perspectiva y está mostrándonos muchos lugares desde distintos rincones. ¡Hey, que yo sé de eso, de puntos de vista, de perspectivas extrañas y a veces incomprendidas, de la furia con que se mueven los árboles del patio y de lo gris que parece todo desde mi lado del cristal...! Cierro los ojos, que la oscuridad también da perspectiva.

Y abro los ojos, ya desde este lado de la mesa del profesor, y veo a ese alumno absorto en el cristal; a la chica de la fila de atrás que juega con el lápiz, misteriosa y taciturna; a los juguetones que, entre risas, me cortan cada cinco palabras; a las que copian o hacen (no sé bien) los deberes de matemáticas de la clase que viene después, para que nadie diga a sus padres que no traen la tarea; pares de ojos que me miran, pero están ausentes, pensando tal vez en el bocadillo del recreo o si verán a la chica de la clase de enfrente. 

Algo de lo que hoy he explicado sin duda habrá sido almacenado oportunamente por sus cerebros. Todos son muy capaces, aunque también es cierto que a una gran parte de ellos les falta hábito de estudio, espíritu de sacrificio e inquietud por conocer, por aprender. Hacen infinitos deberes por las tardes, como máquinas, a destajo, que hay que ir al tenis, a inglés o a música, y si no se sabe cómo hacerlos, se copia, que lo importante es que figure el positivo. Y siguen empeñándose en aprenderse de memoria los conceptos, uno o dos días antes, aun sin entenderlos, en castellano, inglés o francés, que todos somos ya bilingües, porque el sistema sigue poniéndonos delante exámenes que evalúan "al peso" nuestra capacidad memorística. 

Entienden que en la era que les ha tocado vivir, todo el saber está ya en Internet y que, incluso, hay tutoriales en Youtube para resolver problemas. La ley, los profesores y los libros de texto les bombardean también con conceptos de los que hay que dar cumplida cuenta, porque los padres quieren resultados favorables. ¿Que si han aprendido realmente? Creo que mucho menos de lo que habrían sido capaces, si no les hubiésemos convertido en autómatas escolares. ¿Si hubieran sentido deseo por aprender, necesidad de experimentar a través de las materias para comprobar después su evolución constante, si además de memoria se les hubiera pedido las otras dos potencias del alma que definían los pensadores griegos, el entendimiento y la voluntad... Y si aderezásemos la mezcla con la emoción...? La moderna neuroeducación ya nos dice que los aprendizajes verdaderos se producen cuando trabaja la amígdala, la parte del cerebro encargada de gestionar las emociones. 

Puede que nuestros estudiantes de Secundaria tengan la capacidad de comprender el entramado de contenidos que prevén los currículos, pero no cuentan con la madurez ni la perspectiva que les permitiría conectarlos todos y darles sentido. Deberíamos darnos cuenta de que en esta etapa la misión no es formar perfiles profesionales, como hacen los profesores universitarios, para los que sí son indispensables los conocimientos técnicos y especializados. Es el momento, por el contrario, de favorecer los aprendizajes verdaderos, los que no se borrarán de la memoria interna, y que no siempre van ligados al procesamiento de datos puros y duros (aunque también requieran dedicación y estudio, pero desde otro planteamiento). 

Los profesores de Secundaria ya no somos la única fuente de información, el transmisor inevitable al que hay que escuchar y entender. No tiene sentido ya, en la era de la comunicación y la información digitales y globales, intentar hacer a los alumnos depositarios de contenidos teóricos... Más bien debemos guiarles, abrirles caminos por los que transitar en el futuro y ventanas desde las que ver el mundo, despertar verdadera inquietud por el saber, que será lo que les convierta en adultos libres y formados. Los conceptos volverán de la mano de la vida, los aprenderán cuando haya llegado el momento de ser médicos, bomberos o mecánicos.

Quizá es ya la hora de que me quite mi traje de profesora (y de madre), deje de explicar y hablar a los ingenieros del mañana, me baje dos escalones de esta "tarima", real o figurada, que me mantiene alejada de ellos, y empiece a preocuparme por quiénes son y cómo son ahora, qué les interesa y preocupa, cómo podría yo convencerles de que la poesía, el arte, la ciencia o la filosofía son los que nos han convertido en humanos pensantes y sensibles y que también ellos pueden aportar su granito a este ciclo evolutivo.

Olvidarán quizá la perfecta métrica de un endecasílabo de Garcilaso, pero nadie jamás podrá arrebatarles el recuerdo de aquel primer soneto con el que se emocionaron. -"Dime, sí, la que mira por la ventana, ¿qué sientes que dice el poeta? -"Nos dice "Carpe diem, profe, aprovecha el momento". Así sea.


sábado, 4 de febrero de 2017

Súbete al Reto de Amaya con mis "Relatos cardinales"



Calendario solidario "El reto de Amaya" 2017

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Portada del libro

Todo lo recaudado será destinado a la causa solidaria de Amaya Gil, hija de nuestros amigos Susana y Jose y que padece el síndrome de Wolf-Hirschhorn. El propósito es colaborar con el reto de esta familia y ayudarles con los costosos tratamientos.

Gracias a todos por vuestro apoyo, por leer su historia y otros "Relatos cardinales". En nombre de la familia os animo a darle la mayor difusión posible. Febrero puede ser un buen mes para subirse a nuestro RETO CARDINAL :)




*"Relatos cardinales" es una publicación electrónica. Podéis descargar la aplicación Kindle para smartphones Android y también leerlo en tabletas y ordenadores.



¿¿¿Nos das un "ME GUSTA"??? ;)

miércoles, 11 de enero de 2017

Volviendo al cuento de nunca acabar


TEXTO: Emilia R. M.

FOTOS: Miguel J. Berrocal


Cada mañana, un trayecto casi diagonal en tren de cercanías, cuando el sol aún no ha salido, pero miles de personas ya marchan, cual ejército, camino de sus obligaciones. Es un viaje largo, de más de una hora, con un transbordo y numerosas estaciones de paso, unas en el subterráneo de la ciudad, otras al aire, marcando la dirección a la sierra. Me pregunto siempre cómo se pueden pasar tantas horas en un vagón sin terminar desquiciado con tanto empujón mañanero, tanta mezcla de olores, sonidos, voces, sintiéndose en medio de un cruce de miradas perdidas. Hay veces que cierro los ojos segura de poder llegar a escuchar los pensamientos de la chica que se sienta en frente de mí e intenta aislarse con sus enormes y noventeros auriculares.

Somos animales de costumbres. Después de practicar la misma rutina a diario, durante meses, uno terminaba por subir al mismo vagón del mismo tren en el exacto minuto en que lo hizo el día anterior, comprobando que esta maniática precisión es también buscada por los compañeros de viaje. Las caras se repiten cada jornada, tanto en el trayecto de ida como en el de vuelta.

Pasan 15 minutos de las 7 de la mañana; he salido del portal de mi casa para dirigirme a la estación más cercana. Tres manzanas después, ya he empezado a buscar en el bolso el dichoso billete, siempre escondido más allá de la funda de gafas, los pañuelos y el paquete de cigarrillos. Primera prueba: encontrarlo antes de llegar al torno de control de viajeros. Superada. Ahora empieza de verdad el periplo. Un rosario de personas bordeando el andén, con la cabeza girada a la izquierda para ver aproximarse en el horizonte la luz del tren procedente de Alcalá de Henares o de Guadalajara -cualquiera de los dos para en mi estación y lleva a quien monte en ellos al centro de la ciudad o a otros puntos del norte de Madrid-.

La gente aquí aún se dedica alguna mirada, sabedora de que, a lo mejor, el que tienes al lado es el mismo que te encuentras cuando vas a comprar el pan o quién sabe si tu vecino de arriba; es lo que tiene vivir en el mismo barrio, no eres el anónimo ciudadano presa de la despersonalizada ciudad, menos aún tratándose de un barrio como éste, sencillo, más humano, probablemente. En aquel andén, decía, los viajeros nos miramos a los ojos con cierta complicidad matutina, como diciendo, “vecino, compañero, ánimo, que el día no ha hecho más que empezar; quizá nos veamos dentro de doce horas, de regreso a casa”. Se dice pronto.

Una adormilada expresión maquilla mi rostro a las 7,30 de este primer día de regreso a la realidad, cuando por fin llega el convoy de Alcalá. Apuro el cigarro, respiro hondo y subo al vagón. Apenas treinta segundos después, un pitido fuerte e intermitente anuncia el cierre de puertas. No hay peligro, aún no somos los suficientes viajeros, cabemos holgadamente, sin necesidad de apretarnos unos contra otros al oír la señal. Siete u ocho minutos después, el tren entra en la estación de Atocha, el gran hormiguero de más de 7 vías donde se cruzan caminos, direcciones, destinos, vidas; en definitiva, personas.



Tengo que bajar de mi primer tren y esperar en el andén 1 a que llegue el que a las 7, 45 arranca rumbo a mi destino. Ahora somos muchos más en el trasiego viajero de las mañanas de Atocha. Cuidado, el bolso. Mira, hay grupos de personas que parecen conocerse después de tanto subir y bajar. Quién sabe si además de compañeros de tren lo son también de trabajo. Un hombre joven, maletín en mano, mira impaciente su reloj de pulsera. Aquella chica de auriculares lleva bajo el brazo un enorme libro de anatomía, quien sabe si, al final del viaje, será de anatomía forense.

¡Vamos por fin!, que arranque ya este tren, que casi se me olvidó haber desayunado. Hay empleados de la estación encargados de “remeter” bien a los viajeros en los distintos vagones; como si condujeran al rebaño, nos apremian para que vayamos subiendo, apretándonos un poco contra el señor de en frente, para que detrás de nosotros quepan otros tantos. Aprovechamiento del espacio y del tiempo; hay que cargar bien el tren para amortizar el viaje y hacer hueco en el andén, que pronto bajarán otros varios centenares procedentes de Aranjuez, para enlazar con el de Alcobendas. Venga, venga, suban, hagan hueco… Delirante, diría un amigo mío. Ni que fuéramos al campo de concentración, oiga… Bueno, bien visto, a lo mejor somos eso, esclavos condenados a otro campo de concentración, disfrazado de modernidad y democracia. Un mismo y engañoso lema: “El trabajo os hará libres”. Escalofriante, diría ahora yo. Pues eso, vamos camino del trabajo, de la mentirosa libertad.

Estamos todos montados. Todavía no he conseguido asiento; para eso me quedan aún más de cinco estaciones, atravesar la ciudad por la oscuridad de los túneles del cercanías y leer, por lo menos, los titulares del día en el periódico del señor con el que comparto frontera textil (que casi vamos del brazo, vaya). Bajo un poco los ojos para intentar leer sin gafas las noticias, mientras la señora de atrás me clava el aliento en la nuca. Puedo sentir su cálida respiración detrás de mí; también, el intenso pachulí que eligió esta mañana para ir a trabajar. ¿Qué opinará ella de que le esté clavando mi enorme bolso en el costado? Todo depende del cristal desde el que se mira, está claro.

En Nuevos Ministerios, el centro económico y financiero de Madrid, se baja el impaciente hombre del maletín y el reloj de pulsera. El grupo de amigos-trabajadores lo ha hecho en la estación de Ramón y Cajal (quizá sean empleados del hospital). En Las Rozas se apeará la joven de auriculares y el libro de anatomía. Ahora sí que sí, ya puedo sentarme y abrir mi libro, mirar el paisaje hasta que lleguemos al final de trayecto y deleitarme con algún ciervo del Monte del Pardo.



“Próxima parada, El Escorial, final de trayecto”. Se acabó el dulce sueño apoyada en la ventanilla del tren que durante un buen rato me ha acunado; adiós a las fantasías con el paisaje campestre como telón de fondo. Sean bienvenidos a la realidad, una larga jornada por delante, y otras dos horas de viaje de regreso al final del día. Al llegar a casa habrán transcurrido ya doce horas desde que saliera al rayar el alba. No se muestra muy sugerente la rutina, pero teniendo en cuenta el privilegiado lugar en el que me encuentro, mientras cientos de miles de seres humanos pululan en la ciudad como las abejas en torno a sus colmenas, puedo darme por contenta.

domingo, 8 de enero de 2017

El niño de la media luna


Con cariño a mi amiga María F. A. y a su hijo Pedro (Madrid, 7 de enero de 2017).


"Tengo a la pequeña Candela pegada a mi espalda, tumbada, buscando el calorcito de mamá mientras duerme. Sentirla detrás de mí y a ti, delante, dentro de mi vientre, me inquieta... ¿Cómo haremos para compartir este espacio de sueño cuando tú llegues? Y ya queda poco; por favor espero que no te hagas de rogar, porque casi prefiero pasar las noches en vela pegadita a tu cuna o procurándote alimento a la luz de la luna que seguir sufriendo este insomnio, el de quien espera y desespera mientras siente el cuerpo al borde de la erupción, la tripa pesada, las piernas lentas y el corazón bombeante. Y tú, mientras, lanzas el mensaje, un aviso nítido que suena casi a tambor tribal, puñito arriba, rodilla abajo, vibra y se ondula el perfil de esta montaña con ombligo, como llama tu hermana al lugar donde anidan los nombres del futuro, las nuevas hojitas del árbol de mi genealogía.

Casi cuarenta semanas ya, mirando el calendario, leyendo incansablemente sobre este milagro de la vida; gestando, primero casi como una ensoñación de la que apenas tengo constancia, salvo por la exploración del doctor y el aleteo que sentí cumplidos los tres meses. Después, como evidencia creciente en mi volumen, en el de mi cuerpo y en el de la felicidad, que ya no me cabe ni en el pecho ni hay sonrisa suficientemente amplia para expresarla. Demasiados días velando por que crezcas sano y fuerte para cuando llegue el momento de estrenar mundo y pulmones. Hasta entonces, yo soy tu alimento, tu abrigo y cobijo, tu atmósfera interna... Y, por eso, cuido cada movimiento que hago, cada alimento que tomo y cada pensamiento hermoso que pueda hacerte sonreír ahí dentro. Sé que funciona así, seguro, pude verlo en la última ecografía, en la que tú, apenas ya sin poder mover las manitas, despejaste la hermosa redondez de tu cara para que yo pudiera verla, sonriente, feliz, porque tu mamá tenía en ese instante el corazón y la mente rebosantes de amor.

Pero, hasta ahora, has sido solo eso, una silueta blanca y encorvada sobre fondo negro y, a ratos, corpórea y anaranjada, como en las nuevas ecografías; un latido acelerado sobre el gráfico de la pantalla; cifras, longitudes y perímetros que aseguran que nacerás sano... Y yo ya necesito tu calor sobre mi pecho; el peso de tu pequeño cuerpo entre mis brazos y sentir el tacto algodonado de tu piel de bebé. Aunque te reconozco que a veces siento miedo, porque pienso que igual no sabré muy bien cómo ser una buena mamá de dos polluelos al mismo tiempo. Cuando tú llores por querer comer o porque tengas frío, Candela querrá jugar a las muñecas o salir de paseo... Y yo querré desdoblarme y procuraros todo cuanto necesitéis y no siempre podré tener el don de la omnipresencia... Por eso creo que dicen las abuelas aquello de que, con los hijos, no hay nada que repartir, porque el amor siempre con ellos se multiplica. Deberían multiplicarse también las manos y sus caricias, para que siempre tengáis quien os rescate y calme, pero también quien os reprenda si os ponéis en peligro por no escucharme y querer volar aún sin alas...

Son las 3 de la madrugada. Estoy recostada sobre mi lado izquierdo, así que tengo tan aprisionado el corazón que, a intervalos, parece querer zafarse de mí y se rebela, bombeando con tanta fuerza que siento que se me va a escapar hasta el alma del sobresalto con su cambio de ritmo. Trabaja a toda máquina, para mantenernos calientes y preparados, a ti y a mí.

Me duermes por dentro; te imagino acurrucadito, vuelto hacia mí, en esta media luna, creciente y naciente, que forma ahora mi tripa al reposar sobre el colchón. Ya no sé ni cómo poner las piernas para no entorpecer la vida nueva que espera durmiendo entre ellas.

Siento que me sobra cuerpo por todas partes o, quizá, mi cuerpo es el que ya se desborda por los cuatro costados. Los muros de contención, piel, músculos y emociones, al límite. El resorte de las lumbares puede saltar por los aires de un momento a otro. Y en ese preciso instante en que arqueo la espalda para descargar la presión, siento un latigazo fulminante que me atraviesa por dentro, rompiéndome. No, mi niño, espera, que de noche todos descansan y no parece que nadie vaya a saber ayudarme. Creo que ya no hay ni medio paso atrás. La vida no se programa, al menos no la de esta criatura. Llegará cuando la naturaleza lo ordene y dé por inaugurada la gran eclosión... Ya no es una sospecha, debo avisarles. Mi pequeña sigue dormida. Mi guardián, que lleva meses como un noctámbulo, velando mis movimientos y malestares, parece justo ahora un prisionero del sueño al que nada parece que vaya a inquietar. ¡Me duele mucho!", le grito al oído sin querer gritar, apretando los dientes y triturando con ellos la "ch", como si así fuera a aliviarse esta punzada. He conseguido liberarle del pesado abatimiento que le tenía inmovilizado. Abre los ojos, me mira incrédulo. "No, no puede ser, se nace por la mañana, con la mente clara...". Decido dejarle reaccionar y desperdiciar si quiere unos segundos. Yo debo ponerme por lo menos en pie. Tan pronto me incorporo e intento abandonar la cama, siento cómo se rompe tu cunita de agua, que me empapa primero, me surca las piernas y termina activando la alerta definitiva. "¡Levántate ya, por favor, y cógelo todo. Date prisa o verás a tu hijo nacer aquí mismo!".

No puedo apenas pensar. Ahora solo es importante llegar a tiempo, antes de que sienta que se me abre el vientre en dos mitades, la tuya y la mía. Pero, tú, mi pequeño, parece que quieras derribarme con un solo empujón, el definitivo, el que te deje coronar, aún sin laureles, la gloria de tu nacimiento. Dame una tregua para que pueda disfrutarlo, para aliviar estos dolores y calambres que se empeñan en arrebatarme la sonrisa del rostro, porque yo quiero que, cuando salgas y me veas, sea mi cara una fiesta de bienvenida. "La carretera está vacía; te ruego (con "r" multivibrante e imperativa) que des alegría a este coche". Se me han debido escapar las furias contracturadas por la mirada porque, de repente, tengo la sensación de que por fin volamos al hospital...

No podrán calmarme porque ya estás en la puerta, así que, una vez tumbada, no habrá más camino que el de las luces fugaces del techo, que me llevan a tu alumbramiento. Tu padre viene detrás, corriendo, ya le dije que parir no tiene horario ni programa previo, esto es la vida en directo. Sonrío confiada. No tengo miedo. Sé que saldrás a escena en una maniobra casi teatral, limpia y perfecta, sin más exceso que la máscara fluida, entre roja y blanca, con la que vienes a ver el mundo, por si aquí hace frío. Y lo hará, porque ya por fin te oigo llorar, con fuerza, inspirando por primera vez oxígeno gaseoso. En esta sala, todo huele artificial, menos tú. Créeme, en medio del campo, en primavera, respirar te parecerá hermoso y desaparecerá el llanto.

Ya te traen, arropadito, sólo con la cara al aire, todavía sin limpiar, y te ponen sobre mi pecho descubierto. No existe el dolor ni la angustia en este maravilloso instante. No hay pensamiento ni palabra que puedan dar forma a la sensación que me embarga. Ahora es a mí a quien se le escapan las lágrimas, no por enfado, sufrimiento ni pena. Es amor lo que humedece mis mejillas mientras te miro y te arrullo en esta otra media luna que forman ahora mis brazos al rodearte. Creciente, porque se irán ensanchando contigo, y menguante, para guarecerte si sientes frío. Mirad todos a Pedro, mi niño, el de la media luna".




lunes, 2 de enero de 2017

Unas botas de Navidad

FOTO: AURORA MORA
Felicitación navideña del Ayuntamiento de Los Alcázares, Murcia.
NAVIDADES 2016




Queridas Majestades:

Sé que la carta que os escribí con tanta ilusión ha debido llegaros ya. Hace semanas que me senté con el bolígrafo a hacer la lista de los regalos que me gustaría que me trajeseis. Antes de llevar el sobre al buzón, mi madre me avisó de que igual me había excedido; creo que todos los padres dicen lo mismo en estas fechas, "oye, no olvides que hay muchos niños en el mundo y los Reyes no tienen tantísimo dinero como tú te crees".

Ahora no es momento para enfadarme por estas cosas. No sé si ya os habréis enterado, pero aquí, en mi pueblo, que está a la orilla del mar, hace más de una semana que la lluvia empezó a caer con furia, sin control, convirtiendo las calles en ríos, que corrían con prisa y fuerza buscando salida y terminaron confundiéndose con el mar... Por unas horas, desapareció la playa, ¿os lo imagináis? Fue como ver un desierto, como el que traéis vosotros de camino, porque el agua no era azul ni verdosa, como suele ser en este Mar Menor, sino marrón, como si trajese toda la arena del mundo…

Empezó a arreciar por la mañana. Como era domingo no me importó mucho tener que quedarme en casa; así podría terminar de montar mi belén, colocando las últimas figuritas que mi tía nos había traído de Madrid. Mi madre parecía preocupada, andaba de acá para allá por casa, sacando ropa de los armarios y quejándose de que en la despensa no había tantos botes y paquetes de comida como ella creía. No entendía a qué venía ponerse tan nerviosa por no haber hecho aún la compra; todavía quedaba casi una semana para el día de Navidad y, con la que estaba cayendo, digo yo que los langostinos y mis polvorones de almendra podían esperar. Creo que ella no estaba precisamente pensando en los turrones, sino en arroz, pastas o conservas, para subsistir en caso de necesidad.

Los campos de mi abuelo fueron de los primeros en quedar cubiertos por el agua marrón; las calles iban desapareciendo poco a poco, sus aceras ya no se veían y el torrente quiso ir entrando en las casas de todos. “Nadie debe abandonar su domicilio. Sean prudentes; debemos pensar ante todo en la vida de las personas”.  

¿Saben, Majestades? En mi tierra llueve poco, casi tan poco como en Oriente. Lo que ocurre es que aquí, cuando de repente se rompe el cielo y nos regala lluvia, lo hace a traición, como si alguien nos maldijera desde arriba por disfrutar siempre de tanto sol y calorcito. Y se nos monta un pequeño diluvio al año, y, a veces, hasta dos. Mi madre, que se echa a temblar con el primer trueno del otoño, siempre nos recuerda las inundaciones que asolaron el pueblo cuando era ella pequeña. Los coches y los limoneros recorrieron las calles flotando; la escuela estuvo cerrada más de una semana y muchas personas vieron cómo el paso de la rambla arrasaba sus casas y cosechas. Creo que en eso mismo estaba pensando mi madre aquella noche de domingo, cuando vio que el agua alcanzaba ya nuestra puerta. “Llamen a los servicios de emergencia en cuanto sientan el peligro cerca”.  

Yo ya dormía, un poco cansado, un poco asustado, cuando mi madre me zarandeó con fuerza. “Vamos, arriba. Vienen a buscarnos”. Me levanté de la cama y hundí los pies en un agua fría y espesa y se me abrieron de la impresión los pulmones y los ojos. Salí de mi habitación cogido de la mano, sin mediar palabra, porque la voz se me había quedado congelada en el pecho. Al pasar por el salón se me hizo pequeño el corazón al ver mi belén navegando boca abajo: san José por aquí; la Virgen, a pesar del desastre, cerca del pesebre; los pastorcillos, desorientados, y vuestras figuritas, reales majestades, buscando camellos, pajes y una estrella mágica que les guiase. No pude pararme a rescatarles y me sentí triste e impotente, pero mi madre estaba llorosa y pensé que sería mejor abrazarme a ella para calmarla. El agua seguía subiendo y nosotros, huyendo de ella. Mi padre estaba en la terraza haciendo señales para que nos viesen.  

Bajaron de un enorme camión con las luces giratorias salpicando la noche de naranja. Eran tres y, entre las sombras, por un momento, los confundí con ustedes. Sí, ya sé que los bomberos llevan cascos y no coronas, pero viéndoles avanzar, atravesando a contracorriente mi calle me pareció que los mismísimos Reyes Magos venían a mi propia casa con el más preciado regalo. No olvidaré al que me cogió en brazos y me puso a salvo; llevaba unas enormes botas verdes de goma y una sonrisa en la cara. Nos llevaron a la parte alta del pueblo, junto a otras personas rescatadas. De repente, ya no parecía Navidad; todo lo que teníamos se quedó en casa, bajo el agua… Pero, de nuevo, para Nochebuena, unos señores con botas grandes salpicadas de barro y gesto cansado nos devolvieron la sonrisa. Trajeron bolsas llenas de comida y de dulces que habían recogido en los pueblos de alrededor para regalarnos una noche especial. Y, aunque mis juguetes y mi ropa andaban ahogados, sentí que aquellas botas embarradas nos sacaban un poco a flote.
Con los días hemos recuperado un poco la normalidad, pero creo que era necesario avisarles de que para su noche de reparto deberán venir bien preparados, porque aún hay mucho barro por las calles. Además, si les veo entrar en el salón con unas botas de goma verde salpicadas de marrón, sabré que de verdad ya llegan los Reyes, los que nos salvan y dan polvorones cuando el agua nos lleva. Por cierto, si aún estoy a tiempo, me gustaría cambiar el coche teledirigido por un camión de rescate con sirena y unas botas de Navidad.

¡Buen viaje y no teman, ya no llueve!
Con cariño,
Luis

martes, 27 de diciembre de 2016

Donde el hada nos lleve, amiga

Diseño de Agustín Linares, www.veletas.net

Veleta de viento. Para mí, representa la dirección hacia donde nos lleva la poesía, el arte, la música, simbolizados por el hada que con suavidad sopla e inspira.

Ésta de la fotografía fue un regalo de mi amiga y compañera de profesión Almudena LiCa; el diseño y la creación es de su padre, Agustín Linares (www.veletas.net). La conservaré siempre como recuerdo de las maravillosas coincidencias que la vida a veces nos pone delante; cruce de caminos, de personas, de destinos...

Cuando decidí que este blog se llamase "Palabras cardinales", enseguida pensé en la imagen de una veleta para la página principal. Busqué una por internet, sin mucho miramiento respecto a los derechos de uso de las imágenes que encontramos en Google. Elegí una muy sencilla y la utilicé en el diseño del blog. 

Poco tiempo después, mi compañera de Física y Química, una andaluza salerosa recién llegada a Madrid, me preguntó que de dónde había sacado la foto de la veleta que compartía junto a mis textos. Le conté el proceso conforme lo he hecho ahora y ella, con una amplia sonrisa, me reveló que aquella veleta era diseño de su padre, un ingeniero aficionado al hierro forjado y las veletas de viento. La imagen del blog le resultó muy familiar y la mostró en casa, donde pudieron comprobar que, efectivamente, presentaba una serie de detalles técnicos que caracterizan las obras de Agustín.

No sabía dónde meterme. ¡Qué vergüenza! La primera cosa que "robo" y me viene a pillar una compañera de trabajo. Le pedí disculpas y le prometí que la quitaría, por supuesto. Me dijo que ni se me ocurriese, que se lo había comentado a su padre y hasta le había hecho gracia. Tampoco era la primera vez que encontraba sus veletas decorando páginas web.

La anécdota me inspiró para escribir "Ingeniería poética", un texto que dediqué a Almudena y a Agustín como muestra de agradecimiento y que utilicé en algunas clases, refiriendo cuál había sido mi motivación, para mostrar a los alumnos cómo la realidad puede generar ficción. Aquella historia de sus profesoras y la veleta del hada animó a algunos de ellos a experimentar con la narración. Ésta es la prueba de cómo un ingenuo clic en Internet puede poner en marcha el complejo engranaje del universo... A la familia Linares debió agradarle el relato, tanto que el padre me envió esta preciosa veleta del hada como muestra de afecto y amabilidad. 

Llevaba tiempo queriendo escribir sobre ella. Hace unas semanas salí al campo a hacerle una "sesión de fotos al hada". Pensé que sería bonito utilizar la imagen como portada del libro "Relatos cardinales". Finalmente, el diseño fue otro, especialmente dedicado a Amaya Gil, la niña a la que está dedicada la publicación. Reservaré mi reportaje fotográfico a la veleta de Agustín para otra ocasión. 

Quiero dedicar esta entrada a Almudena Linares, que además siempre lee, y generosamente comenta, los textos del blog. Un abrazo y gracias, por el cariño y apoyo que siempre me has brindado en este proyecto. Sigo creyendo que tan maravillosas coincidencias no son mera casualidad.

sábado, 24 de diciembre de 2016

La Nochebuena de la abuela Mónica


Casi todo el mundo considera la Nochebuena el día navideño por excelencia; y lo ha sido para muchas generaciones sin necesidad de que un gordinflón rojo alimentara ilusiones con sus regalos y sus nórdicos renos. Recordamos nuestras  Nochebuenas de infancia por la reunión familiar, la cena entre langostinos, entremeses y turrones, los villancicos populares al pedir el aguinaldo y, para algunos, por la "Misa de Gallo" que coronaba la "Noche de noches".

Mi abuela era una mujer de tradición y familia. Quizá por eso quiso instaurar entre sus hijos, nietos, y a la postre bisnietos, la hermosa costumbre del "Niñico Jesús". La Nochebuena era el único día en que conseguía reunirnos a todos en torno a su mesa, cinco hijos, con sus respectivos cónyuges, y doce nietos; así que debía hacer del encuentro un momento único e inolvidable. Ponía todo su esfuerzo engalanando la casa con un hermoso Nacimiento y nos agasajaba con elaborados platos y artesanos mantecados y toñas (un dulce navideño bañado en miel típico de Almoradí y alrededores).

Antes de la cena se escuchaba con atención el mensaje navideño del Rey. Mi abuelo siempre fue un monárquico convencido y la Nochebuena disfrutaba comentando sus inquietudes ideológicas con hijos, yernos y nueras. 

Tras unos villancicos con el acompañamiento al piano de mi madre, ¡todos a la mesa! Los niños, en un apartado especialmente dispuesto para ellos. Y, ya hacia los postres, un golpe seco en la gran puerta del salón nos dejaba a todos los pequeños expectantes e ilusionados. ¡Por fin había venido el Niño Jesús! Para celebrar su Nacimiento, el Niño lleva a todos los niños buenos regalos y dulces. Jolgorio, fiesta y juego con los primos. Alguna desilusión para quien espera alguna muñeca en vez de tanto y tanto libro (ya me iban marcando camino).

De aquellas Nochebuenas ha quedado en la memoria el sabor del turrón de chocolate junto al de los primeros sorbos de sidra y el olor dulzón del plástico de las primeras muñecas, aligerados por el helado ambiente del coche en el viaje de regreso a casa, cargado de ilusiones infantiles.

Y también una tradición que he perpetuado a través de mis hijos. Esta noche, los tres esperan la llegada del Niño Jesús y sus presentes navideños. Saben que en las casas de sus amigos hay otras costumbres y mágicas visitas. El mundo es grande y son muchos los niños a los que hay que hacer sonreír. En nuestra casa, en Nochebuena seguiremos cantando y esperando al "Niñico Jesús" de la abuela Mónica.

Feliz Noche a todos.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Cinco mil años nos esperan


Vista del Faro de Cabo de Palos (Murcia)


Aún me parece mentira que vaya a verte después de tanto tiempo. No sé cómo he conseguido convencerles para que me trajeran hasta aquí. Siempre están con lo mismo, intentando protegerme, cuidarme, lo sé, pero me enerva que todo el mundo se sienta con el derecho de decidir por mí, controlando lo que digo, lo que como, y casi lo que pienso.

Les dije que tenía una cita inexcusable y que debía llegar puntual, incluso antes, a las 19,30. Había quedado con alguien especial. Se miraron con el rabillo del ojo mientras les contaba esto, y me pareció ver en sus labios una leve sonrisa, paternalista, de quien cree que hay que poner todo lo que digo en cuarentena, como si ya no me funcionasen bien los radiadores neuronales. Verles con esa actitud altanera hace que me hierva la sangre, pero soy consciente de que dependo de ellos, son quienes me llevan y me traen a los médicos, y a veces, incluso, hasta me pasean. Para esta ocasión ya les dije que, una vez que llegásemos al punto de encuentro, debían marcharse, dejarme sola. Con que me recogieran a media noche sería suficiente, como la Cenicienta, pero cambiando el cristal del zapato por piel y horma ortopédica y la carroza mágica, por esta odiosa silla que me acompaña desde hace ya demasiados años. Sin vestido pomposo ni un peinado principesco, con la piel y los ánimos gastados, pero con una sonrisa grande y verdadera, acudo al lugar acordado.

Hay que ver cómo ha cambiado esta playa ribereña. Poco se parece al lugar que guardaba en la memoria. Vienen ahora a mi cabeza imágenes de aquellos largos domingos de verano, cuando traía a mis chiquillas a bañarse y a jugar con la arena, aunque siempre nos terminasen amargando el día las huellas del sol sobre la piel. Acababan siempre las pobres quemaditas, sobre todo Ana, que siempre fue muy blanca. Sus hermanas terminaban con los hombros encendidos, pero ella... Hasta ampollas llegaron a hacérsele en la espalda... Creo que no fui tan mala madre; se me quemaban, sí, pero es que entonces las cremas no eran tan sofisticadas. No te rías, que aunque no se me dio bien ser su sombrilla, sí que creo que conseguí ser la perfecta cocinera, limpiadora, cuidadora y sanadora de heridas y maestra a ratitos si la ocasión así lo marcaba. A veces pienso que no tiene ningún sentido haber dedicado la vida a criar, a sufrir por los hijos, para tener que verme ahora así. Sí, ya sé que se preocupan por mí, pues estaría bueno después de todo, pero no puedo evitar que me duela pasar de haber sido la mamá rodeada de polluelos a la vieja gallina clueca a la que todo el mundo quiere espantar. No es dramatismo, no me quites razón, por favor, que no tiene nombre esto que nos hace la vida en los últimos capítulos.

En esta playa construía castillos de arena cuando los míos eran pequeños, pero también fue aquí, en aquel embarcadero, donde te conocí una tarde de septiembre. Me acuerdo que fui acompañando a dos amigas que querían flirtear con aquellos muchachos amigos tuyos… Sí, ¿cómo se te iban a olvidar? aquéllos que se paseaban por el pueblo con sus motos, perturbando calmas familiares con ese aparatoso porte y el ruido desagradable de sus tubos de escape. 

Tú eras distinto. Siempre lo supe. Siempre lo he sabido... Hablando de ti, los verbos parecen no tener tiempo, y es que, desde que se cruzaron nuestros caminos, tengo la sensación de formar contigo un continuo del que desconozco cuál fue su principio y para el que no parece haber punto y aparte y, mucho menos, final. Me costó años entender por qué aquella tarde en la playa, entre risas, me dijiste "ya te conocía". Sí, ahora lo sé, estamos en esto desde antes de tener consciencia.

Entre nosotros habría ya, desde entonces, un circuito cerrado, donde el uno transitaría en el otro y viceversa, como caminos de ida y vuelta, porque escucharte hablar sería realmente como hablar conmigo misma o, incluso, como escuchar mis propios pensamientos.

Fue el día de mi cumpleaños, apenas unos meses después de haberte conocido en la playa. Era una niña a punto de estrenar los catorce, como tú, aunque creo que ambos nos sentimos zarandeados por el deseo de ser adultos y libres para descubrir sin reservas el primer amor. Nuestro maestro nos lo había explicado. Era la primera vez que el hombre moderno asistiría a un espectáculo estelar como aquél: "El Halley, llamado así en honor al astrónomo que lo descubrió, es el único cometa que un ser humano puede contar con que podrá ver en su vida, incluso dos veces". Aquel 25 de febrero fue para nosotros la primera vez. Nuestro mundo en la década de los ochenta, del siglo pasado, claro (ay, amigo mío, que somos ya testimonio vivo de un tiempo ya casi olvidado y, a ojos de nuestros bisnietos, desconocido), nada tenía que ver con este escenario que eso que llaman telemática nos ha traído. Se habría reído ahora cualquiera que nos hubiera visto subir a aquella terraza a ver un cometa, sin dispositivo alguno de captura de imágenes, sin mayor afán que dejar a las retinas contemplar el cielo y compartir su registro con nuestros cerebros. Y todo en silencio, como el que profesa el espectador que asiste a su primera sinfonía. No hay lugar para comentarios superfluos en ninguna red, porque tú y yo, nuestros cuerpos, nuestras almas, aquella noche formaron un entramado irrepetible e indestructible. No sabíamos entonces que, tras el paso del cometa, la vida tenía previsto separarnos, abocándonos al vacío y la desesperanza, a los sentimientos extremos tan propios del espíritu adolescente. 

Al raso, bajo el cielo de febrero, y a pesar del aire fresco que llegaba desde el mar a enfriar el fuego, el del cuerpo celeste y el de nuestros cuerpos terrestres, supe que tú irías ya para siempre conmigo, como parte de mi ADN emocional. En comunión con el cosmos, que nos regalaba aquella instantánea fugaz, y con nosotros mismos, quedamos marcados con la señal del amor. 

¿Crees que volverá a suceder? Te pregunté, con el miedo de una niña y la sabia calma de quien sabe ya la respuesta. Y tú, no con la voz ingenua de los catorce años, sino con firme convencimiento, me dijiste "Volverá. Volverá ese cometa y volveremos nosotros. Estamos volviendo desde mucho antes de llegar a esta orilla del cielo. He esperado cinco mil años y esperaré por lo menos otros cinco mil, aunque tenga que morir cien veces".

Menos mal que sé que aún no has muerto y que podré verte, y quizá retenerte, de nuevo. Te confieso que a mí me ha costado llegar ilesa a nuestra cita. Desde hace más de quince años peleo por despertar y encontrar la energía que me ayude; anda siempre jugando al escondite, ignorando probablemente que no me hace ninguna gracia andar tras ella como alma en pena. Mantuve la ilusión durante años, aun sabiendo que vivías muy lejos; me dijeron que trabajabas para una compañía chilena, que eras feliz con ellas, con tu mujer y tu hija Ariadna ¿Cómo fuiste capaz de ponerle mi nombre? Tu excéntrico discurso siempre me fascinó; pensar en tus desvaríos sobre reencuentros estelares siempre me mantuvo despierta, atenta, y eso que creo que conseguí trazar mi propio camino, mi familia, mis hijas y mi esposo... Si alguna vez te olvidé fue transitoriamente, por una cuestión de supervivencia y equilibrio mental. Desde que los modernos sistemas de este siglo nos dejaron hablarnos y vernos de nuevo, al menos en remoto directo, ha sido imposible no pensar en ti, en la vida que podría haber sido y no fue y la que espero que sea ahora, al final del viaje. Quien me oiga creerá que estoy loca; loca sí, y enamorada.




Y hasta aquí, sin saber ni cómo ni muy bien para qué, he llegado. Hace semanas que en las noticias hablan del regreso del Halley. El pequeño de mi casa ha estado preparando una presentación para su escuela. ¿Y tú, abuelita, te acuerdas de tu primera vez? Sí, contesté; estaba oscuro y despejado. Me estrechó y acarició. Surcó el cielo aquella fulgurante luz, dibujando sobre nuestras cabezas el mapa del futuro... Y el pobre niño se fue corriendo buscando a mi nieta, ¿sabes? Creyó también que esta que te espera andaba ya con la sesera en ruinas... ¡Pobrecito! ¿Cómo explicarle lo que nadie entiende?

Apenas hace frío ya a comienzos de mayo. Me ha sorprendido que me hayan dejado sentada en esta terraza sin demasiadas preguntas. Les he dicho que, si les necesitara antes, les llamaré. Parece que se lo han creído. Llevo toda una vida, o quizá más, preparándome para esta noche. Como te demores mucho no nos dará tiempo a subir al faro. Espero que sea verdad que lo tienes todo previsto, porque comprenderás que en silla es difícil atreverse con las escaleras, y yo quiero llegar a tiempo para verlo. Ojalá ya hayan apagado la luz cuando sea la hora. ¿Quién lo diría, verdad? Setenta y cinco años después juntos, acodados en la barandilla, mirando el cielo iluminado de nuevo por el cometa. No me siento tan vieja ahora que me has levantado y me agarras la cintura. Quién diría que tenemos casi noventa años y cientos de arrugas entre los dos; en este mismo instante, a tu lado y con el firmamento mirándonos, siento bajo la blusa la tersura en la piel de los catorce y la exaltada sensación de quien siente que ya ha llegado a puerto y puede echar el ancla para siempre. No me mires así, que me ruborizas. Esa gabardina beige te sigue dando un porte elegante, aunque el aire de aquí arriba la desluzca ahora entre ráfagas. Abrázame. Dime cuántos años faltan para verte de nuevo. No tengo miedo ni al tiempo ni a las alturas... Ya llega nuestro Halley. La próxima vez estaremos al otro lado de su estela. Salta, no temas, cinco mil años nos esperan.